We Are Little Zombies

We Are Little Zombies

Por | 2 de febrero de 2019

Cuatro niños se conocen afuera del funeral de sus respectivos padres. Todos acaban de volverse huérfanos, ninguno de ellos llora. Uno de ellos reflexiona sobre cómo los bebés lloran para pedir auxilio y dice que a él nadie puede auxiliarlo en su situación, ¿cuál sería entonces el objetivo de llorar? «La realidad es demasiado ridícula para llorar por ella», concluye. Los cuatro observan impasiblemente el humo al que han sido reducidos sus padres. Caen en cuenta de que ya no tienen una autoridad con quién reportarse y deciden pasar el rato juntos.

Cada uno de ellos narra la historia de las muertes de sus padres como sólo podría verla un niño. Lejos de las convenciones del duelo, los inunda incluso un impulso aventurero y liberador. Esta idea, oscura e irreverente, se manifiesta en una fotografía acelerada y desafiante: el montaje se asemeja, en primer lugar, a un collage con colores supersaturados donde las tomas se yuxtaponen y empalman con fotografías, marcos y animación y, en segundo lugar, a un videojuego con niveles, logros desbloqueados, puntos y objetos por recolectar. En We Are Little Zombies (2019) hay demasiado sucediendo todo el tiempo y escapando la mirada de los adultos: el mundo infantil –como un juego– tiene sus propias reglas y prioridades –como recuperar una consola portátil olvidada antes de escapar de casa. Sin embargo, este mundo no está aislado, es simultáneo: pone en juego una mirada entre muchas que existen sobre la realidad. Esto queda claro en una de las secuencias más potentes de la cinta: vemos, al estilo de un videojuego como Street Fighter (1991), un flashback de uno de los pequeños zombis que, intentando defender a su madre, se pelea a golpes con su padre. Después de mostrar la puntuación final en una imagen hilarante en 8 bits, vemos al niño real golpeado, sangrando. Mirar un mundo jodido como fantasía o juego es una estrategia de supervivencia.

El primer largometraje de Makoto Nagahisa se sumerge en el mundo alternativo creado por estos niños, autodenominados como zombis por no sentir nada, por estar como muertos en vida: adopta sus miradas y nos permite presenciar las situaciones como uno más de ellos. Sus soluciones son refrescantemente simples: la cámara se coloca por momentos detrás de los lentes del niño miope, bajo el espejo del techo de un hotel, tras los párpados de un niño que se queda dormido, o en blanco y negro cuando uno de ellos cree que se ha vuelto daltónico. Elabora, también, miradas imaginarias como la de un pez dentro de un estanque o la del ataúd de uno de los padres recién muertos. Aquello que ve e imagina un niño que, como uno de ellos confiesa, se sabe invisible y solo, no tiene límites.

Los pequeños zombis están tristes a su manera, sin dolor y con la conciencia de que hay un mundo que espera que reaccionen o sufran de una forma específica. Repiten una y otra vez que no saben si están vivos o muertos. ¿En qué momento se aprende a codificar el duelo? Nagahisa (Tokio, 1984) explora en We Are Little Zombies un duelo que no ha sido domado y, por tanto, puede adquirir cualquier forma. En el caso de los pequeños zombis, niños invisibilizados e incomprendidos, se convierte en una canción que tocan con instrumentos recuperados de un basurero y que, eventualmente, les permitirá procesar aquello que los asfixia y encontrar otro tipo de libertad: el descubrimiento de que uno puede ser un zombi y aún así estar vivo, de que hay muchas maneras de estar vivo.


Ana Laura Pérez Flores es editora de Icónica y asistente editorial en Cal y Arena.

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