Bandersnatch

Bandersnatch

Por | 15 de enero de 2019

¿Quiere leer sólo la crítica o leer una introducción al cine interactivo y la crítica?

[Sólo la crítica, gracias]                     [¡Todo!]

 

Moderadores en un momento de toma de decisiones de Kinoautomat (Radúz Činčera, 1967)

[Todo] empieza en la Exposición Universal 1967 en Montreal. O en un estudio de Praga en 1966. No importa demasiado. Todo empieza, en cualquier caso, en la cabeza de Radúz Činčera (Brno, 1923 – Praga, 1999), quien concibió la idea de hacer una película interactiva. El resultado es conocido como Kinoautomat –¿algo así como Cinedispensador?–, aunque en realidad se llama solamente Un hombre y su casa (Čelověk a jeho dům, 1967) y es la historia del señor Novák, quien, según parece, tiene que decidir si deja entrar a una vecina joven y en toallita a su departamento antes de que su mujer regrese. ¿La deja entrar o no? El público tiene elegir por él mediante un complejo aparato que involucra cinco proyectores, un botón verde y uno rojo en las butacas y un moderador (humano). No importa demasiado porque el resultado final siempre es el mismo.

Todo empieza también una noche de 1969 o 1970 en Nueva York, cuando Edward Packard no sabe cómo seguir la historia que les cuenta a sus hijas y entonces les pregunta qué debe hacer Pete, quien vive en una isla y, al menos, en la cabeza seca de Packard ya no tiene opciones. Las niñas se emocionaron con la libertad de participar y a Packard le pareció una idea excelente.[1] Escribió una historia, la intentó colocar con varios editores durante 1970, la dejó en el cajón por años, en 1975 convenció casi por accidente a alguien de publicarla y en 1979 comenzó a editarse la serie “Elige tu propia aventura”. Yo recuerdo las lecturas repetidas, a veces frustrantes, a veces apasionadas de Gorga el monstruo espacial (1982), justamente de Packard, durante mi infancia. Con muchos, muchos finales, unos tristes como cuando Gorga te devoraba y unos fríecerebros como un loop que te llevaba de una página a otra interminablemente. A la distancia creo que lo interesante era, por un lado, el acto del juego-lectura y, por el otro, la emoción de elegir sin poder prever las consecuencias (¡como tus papás!).

Quizá el culmen de este proceso esté en los videojuegos donde se construye una historia que depende de los objetos que se elijan o de las interacciones entre los personajes sin que la elección sea evidente. Debido a un problema de adicción tuve que dejarlos por allá del lejano año 2000, después de terminar en un maratón de 13 horas seguidas –que no noté– de Silent Hill (Keiichiro Toyama, 1999). Lo aclaro porque sé que estoy muy desactualizado y prefiero poner las cartas sobre la mesa. En Silent Hill la mezcla de una elección (salvar a Cybil Bennett o no) y un descubrimiento (un frasco de aglaofotis) lleva a cuatro finales posibles. En este caso lo relevante es que uno no sabe que está eligiendo –ni qué está eligiendo– mientas elige (¡como tus papás!).

Esta historia de la interactividad, así de limitada es una historia pensada para “Bandersnatch” (Charlie Brooker, 2018) de Black Mirror: pasa por el cine, las novelas de “Elige tu propia aventura” y lo videojuegos porque pertenece al ámbito de lo popular. Estamos jugando. Esto no es serio.

 

 

Situado en los ochenta [«Bandersnatch»] de Black Mirror antes que nada obliga a preguntarse si la serie rompió con su lógica interna: plantear un futuro oscuro, que podría ser mañana mismo si las cosas no salen bien. Dependiendo del camino que uno elija la respuesta puede ser [«Sí»] o [«No»].

 

 

[«Sí»], en caso de que se trate de una fábula interactiva y medio diabólica sobre el control. Aquí “Bandersnatch” (Charlie Brooker, 2018) es cuando mucho  la historia de un asesinato (o dos) y del castigo del asesino, que puede o no, tener reconocimiento por un videojuego interactivo que creó. En algún momento este personaje se preguntará mirando al cielo, en un gesto unamuniano pero pueril –es un adolescente, así que todo en orden–, si alguien lo controla, o descubrirá que es parte de un experimento (P.A.C.S.) de vigilancia, siembra de memorias y observación de personas-conejillos-de-Indias.

La pregunta de fondo o, más bien, de superficie, es quién tiene el control. Claramente no es Stefan (Fionn Whitehead), porque nosotros tomamos algunas decisiones por él, pero claramente no somos nosotros tampoco, aunque tomemos decisiones, porque están preprogramadas y sólo puede haber una serie de elecciones posibles. El control a fin de cuentas lo tiene el creador, en este caso el guionista y showrunner Charlie Brooker (Reading, 1971). Tal como en la primera película interactiva de la historia Kinoautomat (Radúz Činčera, 1967), donde no importa qué decisión se tome, siempre se llegará al mismo final (un incendio en un caso; la muerte en terapia en el otro). El espectador está atrapado por las reglas de la obra. Las tomas de decisiones en 10 segundos de “Bandersnatch” y la votación abierta de Kinoautomat son finalmente fútiles.

Pero si bien, en ambos casos, parece que todos estamos atrapados hay un ámbito de libertad absoluta: nuestro pensamiento. Siempre podemos crear sentido y hacerle preguntas tanto a estas piezas audiovisuales como a nuestra experiencia.

La cuestión en “Bandersnatch” es qué tan profundo es lo que está en pantalla. Y bueno, Black Mirror (2011 a la fecha), con sus excepciones notables (por ejemplo, “The National Anthem” [2011] y “Be Right Back” [2013]) tampoco es la profundidad de la ciencia ficción. Eso, sin embargo, no significa que para personas que no soy yo pueda haber algo muy interesante para hallar sentido aquí. Las piezas pop tienen miles de huecos que permiten crear sentido incluso muy lejos del texto original sin dejar de ser pertinentes –las piezas autorales siempre tienden a la orientación de sus interpretaciones posibles, en cambio. Si una película tan superficial como Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) puede leerse como una alegoría de la defensa del statu quo,[2] ¿hasta dónde pueden llegar las interpretaciones de un producto tan divergente y metarreferencial como “Bandersnatch”?

 

 

[«No»]. Black Mirror (Charlie Brooker, 2011 a la fecha) no rompe su premisa básica: remite a un futuro muy cercano, donde hay algo torcido; la única innovación es que ese futuro es el presente del espectador-jugador. ¿Si “Bandersnatch” pasa en 1984 y nosotros estamos en 2018, 34 años después, tenemos una pista para colocar el futuro donde pasa la serie? ¿Lo que plantea podría pasar en unos 20 ó 30 años? No importa demasiado, excepto porque nuestro presente aparece explícitamente cuando Stefan (Fionn Whitehead) se entera de que es controlado por Netflix, «una plataforma de streaming del futuro».

Pero la realidad es que Stefan es controlado por medio de nosotros, quienes tenemos la ilusión de que controlamos a Netflix cuando Netflix sólo nos da opciones predeterminadas por Charlie Brooker (Reading, 1971), quien en realidad controla este programa –en sentidos televisivo y cibernético– pero, a su vez, tiene sobre los hombros el control económico de Netflix.

Y no. Cuando la doctora Hayes (Alice Lowe) le pregunta a Stefan si no debería de ser todo más divertido [entertaining] al estar controlado por un medio de comunicación ocurre un verdadero acto de espejo porque Netflix y el programa y nosotros nos hacemos visibles. Y no pasa mucho más, bueno, hay kalis, y un padre al que se ataca, y un estudio de televisión dentro del programa, pero sobre todo se revela que el camino angustioso de la serie es un juego, un juego donde nosotros jugamos con –en al menos dos acepciones– Stefan y con Netflix, que juega con nosotros también.

Hay un lugar común: decir que los niños saben que jugar es un asunto serio. Pues es cierto. Por eso hay que recordarlo. A veces no hay nada más importante que jugar por jugar, sin tener que encontrar sentido racional más allá del acto de acatar y negociar con las reglas liberadoras de los juegos –todos las tienen, de entrada para considerarse como tales. ¿Y si a partir de “Bandersnatch” repensamos todo Black Mirror como un gran juego, uno que nos pone a fantasear con la desgracia que nuestros “logros” conllevan?

Poca gente sabe que cuando Karl Marx hablaba del opio del pueblo encontraba un doble potencial (dialéctico) en la religión: adormece y libera al mismo tiempo.[3] El juego opera del mismo modo, y «Bandersnatch», por un lado, librera de la severidad de la Ilustración que sólo encuentra sentido cejijunta y de la amargura de Black Mirror, y por otro, adormece porque lo único que importa es jugar y averiguar qué resulta de nuestras elecciones. De este modo deja espacio para encontrar sentido o no en este episodio, quizá vacío, quizá lleno, donde quizá hay que repasar Alicia en el país de las maravillas

El “Arte” tiene un lado dogmático y los artistas uno sacerdotal. En realidad no nos quieren libres: quieren orientarnos. “Bandersnatch” deja en claro, como lo hizo Kinoautomat (Radúz Činčera, 1967) en su momento, que por más libertad que parezcamos tener, un texto siempre está cerrado sobre sí mismo y abierto en nuestra lectura de él. «Bandersnatch» es una fábula sobre el poder (lo que está detrás de la palabra «control» y nuestra interacción sobre ella), que al revelarnos sus reglas nos deja solos frente a nosotros mismos, frente a nuestro papel de segundones. Pero reconocerlo invita a revelarnos frente a la obra y al creador y reconocer también que el sentido nos pertenece a nosotros.  El espectador nunca es más libre que cuando se queda frente a sí mismo. (Y puede ser que no quiera buscar sentido más que a prepararse unas quesadillas. Tiene derecho.)


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine y en la Universidad Iberoamericana. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Recientemente coeditó con César Albarrán Torres el dossier “Latin American Cinema Today: An Unsolved Paradox” de Senses of Cinema 89 (diciembre 2018). @eltalabel


[1] Sandi Scaffetti, “Interactive Fiction: Young Readers Can Choose Own Adventure”, The Beaver County Times, Beaver (Pensilvania), 30 de marzo de 1986.
[2] Fredric Jameson lo argumenta espectacularmente en “Reification and Utopia in Mass Culture” (1979). El ensayo está compilado en Signatures of the Visible (Routledge, Nueva York y Abingdon-on-Thames, 1992, pp. 11-46). (Hay edición castellana: Signaturas de lo visible, Prometeo, Buenos Aires, 2014.)
[3] Mientras escribo no tengo ningún libro de Marx a la mano, así que lo cito citado por Peter Bürger en el primer capítulo de Theory of Avant-Garde (University of Minnesota Press, Mineápolis, 1984). Bürger hace una exégesis extraordinaria del pasaje, por cierto. (Hay una edición en español: Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1974. Ojalá también haya una más reciente.)