André Bazin o Cómo desaparecer para ha

André Bazin o Cómo desaparecer para hacerse preguntas

Por | 7 de agosto de 2018

¿Es posible «salvar el ser por su apariencia», como parece indicar André Bazin al abordar la estatuaria, la pintura, la fotografía y el cine como si fueran una cadena causal?[1] ¿La objetividad del objetivo de las cámaras permite en verdad que «por primera vez no se interponga entre el objeto inicial y su representación nada más que otro objeto», que «por primera vez una imagen del mundo exterior se forme sin la intervención creadora del hombre, bajo un determinismo riguroso»?[2]

Hasta cierto punto, por supuesto. Hasta el punto en que la «objetividad de la fotografía le concede una potencia de credibilidad ausente en toda obra pictórica».[3] O hasta el punto donde

el mito director de la invención del cine es […] el cumplimiento de aquello que domina confusamente todas las técnicas de reproducción mecánica de la realidad que vieron la luz en el siglo XIX, de la fotografía al fonógrafo. El de un realismo integral, el de una recreación del mundo según su imagen, imagen sobre la que no pesará la hipoteca de la libertad de interpretación del artista, ni la irreversibilidad del tiempo.[4]

Es decir, hasta donde la apariencia, la imagen, sólo es precisamente potencia y parábola, capacidad de generar y ensueño.

¿Qué es el cine? (1958-63), la colección medular de ensayos de André Bazin (Angers, 1918-Nogent-sur-Marne, 1958) abre –ya sea en su edición clásica, en cuatro volúmenes, ya sea en la selección de los 27 textos elegidos por su esposa, Janine, y por François Truffaut en uno solo (1976)– con esta dicotomía entre ontología o mítica, entre lo que hay[5] y el modo en que se relata un origen. Sólo que lo que hay en la “Ontología de la imagen fotográfica”, es decir en la necesidad de preservar lo impreservable conjurando imágenes, no es propiamente fílmico, sino más bien icónico. Y si bien esta búsqueda se completaría distópicamente en “El mito del cine total”, es decir, la invención de Morel, o utópicamente en el elíxir de la vida, que aboliría la necesidad de memoria ante un presente infinito, en su resolución tecnológica es un mero azar.[6] Pero la cuestión medular es otra, porque, «[p]or otro lado –reconocía Bazin– el cine es un lenguaje»,[7] es decir, un asunto vivo.

 

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¿«Por otro lado»? Más bien se trata de una licencia poética. Cuando se lee a André Bazin queda claro que su interés, además de radicar en películas concretas (era un crítico), estaba en el lenguaje, un lenguaje que, en 1945, difícilmente podía tener las connotaciones semióticas que parecen implícitas en la tradición del pensamiento fílmico posterior. ¿A qué se refería, entonces? Si bien, no hay una definición, hay un par de guías conceptuales y varias reflexiones puntuales con las que se puede dar cuenta aproximada de su búsqueda y de sus hipótesis.

El acercamiento más próximo a una definición está en “La evolución del lenguaje cinematográfico”, un ensayo histórico. Allí, tras marcar una línea que vincula el cine mudo con el sonoro, concluye que es menos importante oponer estos dos estadios que contrastar «familias de estilo, concepciones fundamentalmente diferentes de la expresión cinematográfica».[8] Esas concepciones se basan en elementos como la imagen, el montaje, el modo en que cada película se apropia de un género, o incluso la decisión de darle mayor importancia al mensaje que a la forma, como en el neorrealismo, donde su pensamiento se detiene por una muerte prematura, verdaderamente prematura, en 1958, a los 40 años –eso en caso de que alguna muerte pudiera ser temprana y no meramente contingente.

Para enfocar a mayor detalle propongo dos ejemplos que, al menos para mí, tienen una gran cauda reflexiva:

1. A raíz de preguntarse qué hace que el teatro filmado sea generalmente tan pobre mientras que algunas películas con principios teatrales son obras notables, Bazin se ocupa de Enrique V (Henry V, 1944), al advertir que Laurence Olivier «supo resolver [en la película] la dialéctica del realismo cinematográfico y convención teatral». Y sigue:

La cinta comienza […] con un travelling [cuyo objeto] es sumergirnos en el teatro: el patio de una hostería isabelina. No pretende hacernos olvidar la convención teatral, sino que, al contrario, la remarca. Enrique V no es inmediata y directamente la película, es la representación de Enrique V. Lo que resulta evidente debido a que la representación no pretende ser actual, como en el teatro, sino que se desarrolla en la época misma de Shakespeare y nos muestra los espectadores y las bambalinas. […] No estamos en la obra sino en una película histórica sobre el teatro isabelino, es decir, dentro de un género cinematográfico perfectamente establecido y al que estamos habituados […] Al hacer del cine teatro, denunciando de antemano por medio del cine el juego y las convenciones teatrales en vez de camuflarlas, [Olivier] plantea un realismo que se opone a la ilusión teatral.[9]

Olvidemos el realismo, para concentrarnos en lo que ahora se llama intermedialidad.[10] Bazin encuentra que al mezclar las convenciones de ambas artes, el medio portador (el cine) se transforma y hace visible al medio que porta (el teatro) abriendo una nueva área de sentido. Algo que va más allá de los elementos teatrales constitutivos del arte fílmica.

2. Más o menos, en el mismo tono, cuando Bazin se pregunta por la relación entre el cine y la pintura, teoriza en estos términos:

[…] el marco [cadre] de un cuadro constituye una zona de desorientación del espacio. Opone un espacio orientado hacia el interior al de la naturaleza y nuestra experiencia activa, que bordea sus límites exteriores. El espacio contemplativo sólo está abierto en el interior del cuadro.

Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico pareciera apuntar, el encuadre [cadre] de la imagen, sino una careta [cache] que sólo puede revelar una parte de la realidad. El encuadre polariza el espacio hacia el interior; todo lo que la pantalla nos muestra, al contrario, supone una prolongación indefinida en el universo. El encuadre es centrípeto; la pantalla es centrífuga.[11]

Sabemos que a diferencia de una pintura o una fotografía, donde el sentido está contenido dentro del marco incluso si hay imágenes recortadas o incompletas en los bordes, en el cine hay un espacio que se revela en todas direcciones a partir de algún cuerpo en pantalla. Algo más o menos así:

Aunque este video no lo muestra, el espacio insinuado por cualquier imagen fílmica es tridimensional en todas las direcciones, de modo que incluso indica un punto de vista encontrado, como en un over-shoulder. Bazin lo ilustra así, al abordar el Van Gogh (1948) de Alain Resnais:

[…] el realizador pudo abordar el conjunto de la obra del pintor como un solo cuadro inmenso donde la cámara [tiene total libertad]. “Penetramos” por la ventana de “la calle de Arles” “en” la residencia de Van Gogh y nos acercamos a la cama de edredón rojo. Además Resnais se atreve a hacer el “contracampo” de una anciana holandesa entrando a su casa.[12]

Y esa vieja nos coloca dentro de un cubo o una esfera de posibilidades visuales. A su vez, la mujer, al igual que la representación de Enrique V, nos regresa al problema inicial, el del lenguaje, es decir la materia de trabajo fílmica. Si el cine es un lenguaje es un problema de estilo resuelto de maneras muy concretas en películas muy concretas.

 

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Hablemos entonces de películas. De nuevo tomo dos ejemplos, que me parecen instigadores.

1. En su crítica para Las últimas vacaciones (Les dernières vacances, 1948), André Bazin comienza por el riesgoso camino de elogiar a un amigo a quien admira más allá de su cine. La mesura, la modestia y el pudor que caracterizaban al crítico tanto como su objetividad y su rigor, lo llevan a buen puerto: de algún modo su experiencia personal se desdibuja porque lo que está al centro es la obra del escritor, crítico y cineasta Roger Leenhardt, quien «filmó la novela que pudo haber escrito».[13] El problema fue, según Bazin, un problema, o una tendencia, mayor en el cine de la época. Por eso se pregunta:

¿Qué no todo lo que cuenta de verdad en la producción mundial, de La regla del juego al Ciudadano Kane y a Paisà, son precisamente las novelas (o nouvelles) que prefirieron ser películas? ¿No es a esas mutaciones estéticas (que no son en absoluto […] adaptaciones ni transposiciones) a las que el lenguaje cinematográfico le debe, en el mismo periodo, sus progresos más irrebatibles?[14]

De nuevo el problema del estilo, que es el problema de la forma fílmica, es un asunto central. Un aspecto medular que sería irrelevante si no fuera porque es el vehículo para plantear una situación que carecería de interés si no hubiera ideas detrás. Bazin, en cambio, lee en Leenhardt una paradoja: el encuentro imposible e invisible de tres tiempos que corren a distinta velocidad.

Jacques, el personaje masculino de la película, está enamorado de su prima Juliette, pero ambos tienen quince o dieciséis años, y, en consecuencia, ella está a planetas de distancia. Eso provocará que, en sus últimas vacaciones de verano en la mansión familiar de las Cevenas –en un lenguaje que suena bello por fechado– «[aprenda] a distinguir el ardor de la última bofetada de una madre, de la primera bofetada de una mujer».[15] Y esas vacaciones son indefectiblemente las últimas tanto porque la familia venderá la casa para que se instale ahí un hotel (una razón visible), como porque se acerca, sin que nadie la prevea, la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, esa familia, que ya no volverá a reunirse en Occitania nunca más, es una familia protestante en desintegración, lo que Bazin no sólo identifica en el tema de la historia sino en el tratamiento, austero y heredero de Jean Renoir. Jacques se hace hombre mientras un orden filial se desmorona y la historia, implacable, se encargará de que sea imposible volver al punto de partida. Individuo, familia y colectividad están en juego.

2. Al abordar La tierra tiembla (La terra trema, 1948), similarmente, Bazin alterna entre los sucesos diegéticos y la historia extrafílmica con la que se relacionan, la forma específica de la película y las formas de la historia del lenguaje cinematográfico, que en este caso le resulta lo más interesante.

La tierra tiembla trata de una familia que decide “apropiarse de los medios de producción” en una comunidad de pescadores abusados por un comerciante. La película, hablada en siciliano y proyectada en su momento sin subtítulos, interpretada por actores naturales y con tomas «de una duración desmesurada, a menudo de tres o cuatro minutos»,[16] donde la profundidad de campo permite observar varios sucesos en el mismo cuadro, mientras la cámara se desplaza «lentamente por un largo sector» de la escena, se caracteriza por un ascetismo riguroso, que por primera vez hace posible exactamente el mismo tratamiento «intra y extra muros». Y «[a] pesar de la pobreza o incluso como consecuencia de la banalidad de esa familia de pescadores se produce una extraordinaria poesía a la vez íntima y social».[17] Con estas bases Luchino Visconti hace algo que Bazin llama «comunismo sintético»: una especie de propaganda neutra, que renuncia a seducirnos, pero que, de cualquier modo, resulta paternalista, seguramente porque el director era un aristócrata.[18] Si bien aquí hay una relación mucho más marcada entre estética y diegética, y las marcas de referencia son muy similares a las del caso anterior –donde familia, comunidad e historia son reconocibles– también el tratamiento concreto del autor y sus preocupaciones entran en el ejercicio crítico: la lucha de clases viene de la mente de Visconti y es una guía y un objeto digno de reflexión.

Por otro lado está el asunto del lenguaje cinematográfico, más allá de su uso concreto en La tierra tiembla, y que ya abordamos. Para Bazin queda claro que

con Visconti, el neorrealismo italiano de 1946 ha sido rebasado en más de un aspecto. Las jerarquías, en el arte, son en exceso vanas, pero el cine es demasiado joven, demasiado inseparable de su evolución, como para permitir repetirse demasiado tiempo: para el cine cinco años significan lo mismo que una generación literaria. [Y] Visconti tiene el mérito de integrar dialécticamente las adquisiciones del cine italiano reciente a una estética más amplia, más elaborada, donde el término mismo de realismo ya no tiene demasiado sentido.[19]

El cine de hoy no es el mismo de 1948, cuando apareció este texto. Es francamente menos emocionante. Quizá sus generaciones comienzan a ser generaciones. Difícilmente hay cambios notables cada cinco años –excepto en los efectos especiales– y ahora sería ridículo referirse a un plano de cuatro minutos como desmesurado. En todo caso el mayor rigor histórico de este fragmento está en la conciencia de provisionalidad del argumento: plantear una jerarquía es necesariamente una falsedad y es fácilmente detectable y cuestionable; mejor evidenciarlo desde un inicio, desde la autoconsciencia de la escritura.

 

*

 

Tras todo lo anterior queda una pregunta sin resolver: ¿qué es el cine? ¿Y qué es? Una interrelación entre el sujeto fílmico y el mundo. Una tensión entre los tiempos de los personajes y el tiempo histórico. La resolución de los problemas conceptuales e inquietudes vitales de los autores[20] y las películas que realizan. Un azar tecnológico. Un arte que es un medio. Un modo de soñar en la trascendencia. Una forma viva. A fin de cuentas, una pregunta abierta, es decir, un pretexto para hacer filosofía en su sentido más exacto y menos académico.

No hay nada que importe más que hacerse esa pregunta constantemente porque el trabajo de un crítico, tan ligado a la coyuntura, suele no tener valor sino de «referencia», o «retrospectivo» por su vínculo con un momento histórico. Muy a menudo se trata de textos «fechados». Bazin eliminó todos esos trabajos de su compendio, consciente de que «la historia de la crítica es una cosita minúscula» y que «la de un crítico en particular no le interesa a nadie». Por eso su selección final estaba compuesta de artículos que «proced[ían] de algún movimiento del pensamiento, teniendo ímpetu, dimensión y ritmo [propios]».[21]

Desdibujándose, optando por lo fundamental, André Bazin fue una especie de Sócrates en el cine, en el pensamiento fílmico. Un pensador con antecesores, que sin tomarse demasiado en serio, marcó un hito –a partir del cual se lee tanto a sus antecesores como a sus sucesores– en un ámbito reflexivo. El académico francés François Jost lo coloca entre los «“fundadores de la discursividad”, que Foucault definía así. “[…] no son solamente autores de sus obras, de sus libros. Han producido algo más: la posibilidad y la norma para la formación de otros textos”».[22] Entre los fundadores de discursividad “presocráticos” están al centro Serguéi Eisenstein y Vsévolod Pudovkin, quizá también Béla Balázs; entre los postsocráticos, demasiado recientes, es difícil asegurar el valor de nadie excepto por Christian Metz y Andréi Tarkovski. Apenas seis nombres –cinco seguros y uno en duda– en poquito más de un siglo. No está mal para un arte tan joven. Tres de los seis son cineastas; dos, críticos; uno, académico. De entre los seis no apostaría por la posteridad de ninguno más que Bazin, el más descreído y modesto. Al leerlo uno se queda con la impresión de que ya lo dijo todo porque hizo la pregunta correcta y las subpreguntas que más profundidad le daban según el caso, rumiándolas, sin necesidad de responder ninguna. Si el “teatro filmado” da para pensar en la intermedialidad es porque más allá de conceptos específicos o de moda hay una cuestión viva. Si tras hablar de la impresión de realidad fotográfica nos recuerda que sólo se trata de una solución técnica fortuita, aunque históricamente determinada, es porque para él no hubo argumentos irrebatibles. Seguramente por eso supo editar lo que los milenios han editado en miles de casos, eligiendo qué debía ir al olvido y qué debía leerse, siempre con la cautela de saber que lo escribió un crítico, ínfimo como todos los críticos. No es el Sócrates de la reflexión fílmica tan sólo por el calado de sus preguntas, lo es también por su estatura ética. Su humildad, su rigor y su claridad establecen la vara para quienes, desde la academia o la crítica, nos dedicamos a reflexionar, permanente u ocasionalmente, sobre el cine: no importa quiénes somos, ni en qué creemos, importa qué nos preguntamos y qué tan estricta y críticamente lo hagamos.

La crítica no es una mediación. Es una reflexión pública frente a un ágora tan capaz de ponderar logros y plantear hipótesis tan profundamente como nosotros. Por eso exige como requisito fundamental la comunicabilidad: como es un espacio de reflexión pública es un espacio de discusión.

Ahora el reto no es saber qué es el cine. El reto es saber preguntarse qué es el cine cada vez que uno comienza una cavilación. ¿Qué es el cine ahora que ya no importa la distinción entre procesos fisicoquímicos y digitales? ¿Qué es el cine en el trance de la cuasidesaparición del star-system y la aparición de los universos fílmicos? ¿Qué es el cine documental cuando se toma en cuenta que durante cincuenta años fue un fenómeno televisivo? ¿Y qué nos dice de las imágenes en movimiento la disminución de la televisión pero la pervivencia de sus formatos? ¿Qué es el cine autoral cuando parece que hay fórmulas tan claras para entrar a muchos festivales como para hacer blockbusters? ¿Qué es cada que un autor encuentra una voz propia y resuelve problemas estéticos de manera personal? ¿Y qué es cuando quienes encuentran las vías formales más radicales son los camarógrafos o los guionistas y no los directores? ¿Qué es el cine ahora que millones de personas se han apropiado de las imágenes en movimiento porque los celulares son cámaras de video? ¿Qué es cuando su historia es milenaria y es la historia de los dibujos y las sombras animados, además de la fotografía móvil? Ninguna pregunta tiene respuesta y todas las preguntas tienen respuesta, mientras no sea definitiva. Ese es el ejercicio crítico: reflexionar desapareciendo ante lo relevante. Importa la discusión porque importa el cine y el cine importa porque rara vez el cine se queda en el cine.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine y en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). @eltalabel


[1] La pregunta plantea la línea de razonamiento histórico de uno de los textos más célebres de André Bazin: “Ontologie de l’image photographique» (Qu’est-ce que le cinéma, versión reducida en un solo volumen, Éditions du Cerf, París, 2011; la cita está en la página 9).
[2] Op. cit., p. 13
[3] Ibidem.
[4] “Le mythe du cinéma total”, idem., p. 23.
[5] No estoy haciendo trampa al cambiar ser por haber en mi traducción del término ontología: estoy valiéndome de la naturaleza filosófica del español —diferenciar entre ser un tarado o estar tarado, algo muy natural para nosotros, requiere un tratado en alemán o francés; ahí tienen las páginas y páginas inútiles de Kant y Sartre. Mi razonamiento es este ὄντος [óntos] es el caso genitivo masculino y neutro de los participios ὤν [ṓn], masculino, y ὄν [ón], neutro, del verbo εἰμῐ́ [eimí], que significa ser, estar, haber y existir. Por lo tanto ὄντος quiere decir de lo sido, de lo estado, de lo habido y de lo existido. Pero atendiendo a la precisión del español me parece que la forma más neutra es la más filosófica y exacta en su indefinición: ontología = el estudio de lo que hay. Esto debido a que hay es la única forma impersonal entre todos los verbos señalados, lo que apunta a la abstracción más absoluta concebible. Curiosamente, en este caso, una abstracción que señala lo contingente.
[6] Consultar los primeros cinco párrafos de “Le mythe…”, op. cit., donde Bazin le da la razón a Georges Sadoul (en el primer tomo de L’invention du cinéma) con respecto a que la historia técnica del cine fácilmente podría haber sido otra, y donde además reconoce que no todo el cine es fotográfico –lo que, en consecuencia, indica que tampoco es un asunto realista.
[7] “Ontologie…”, op. cit., p. 17.
[8] “L’évolution du langage cinématographique”, op. cit., p. 64.
[9] Ambas citas son parte de un mismo párrafo de “Théâtre et cinéma”, op. cit., pp. 140-142.
[10] El texto clásico al respecto es de Dick Higgins, escrito en 1965 y ampliado en 1981: “Intermedia”, Leonardo, volumen 34, número 1, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 2001, pp. 49-54. Higgins, por cierto, reconoce que el término fue acuñado por Samuel Taylor Coleridge en 1812 (p. 52).
[11] “Peinture et cinéma”, op. cit., p. 188
[12] Idem., p. 189.
[13] “Les dernières vacances”, op. cit., p. 214.
[14] Idem, p. 215.
[15] Idem, p. 210.
[16] “La terre tremble”, op. cit., p. 289.
[17] Todas las citas entre la cita anterior y este punto provienen de idem, p. 290.
[18] Cf. Idem, pp. 292-293.
[19] Idem, p. 291.
[20] Es muy notorio que Bazin no cerraba la autoría, como lo harían sus seguidores, al director de una película. Por ejemplo, siempre tomó en cuenta la colaboración creativa esencial entre Vittorio De Sica y Cesare Zavattini.
[21] Todas las referencias provienen del “Avant-propos”, de Qu’est-ce que le cinéma?: I. Ontologie et langage, Éditions du Cerf, París, 1958, p. 8.
[22] François Jost, “Prólogo a la edición castellana” de los Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968), volumen 1, de Christian Metz, Paidós, Barceloma, 2002, p. 13.