Manifiesto sobre la no-verdad y su exhib

Manifiesto sobre la no-verdad y su exhibición

Por | 24 de abril de 2018

El gobierno miente. Su mentira es estrategia de supervivencia. Nos miente en la cara, en la tele, en la radio, en los espectaculares que se alzan sobre la ciudad como cadáveres de la memoria. Nos miente con maña, y encima de todo, a los incrédulos, nos regaña. A través de su engaño legítimo, de su argucia sinvergüenza, instala un régimen que privilegia el simulacro sobre la experiencia verdadera, aquella de la que somos partícipes, aquella en la que nuestras voces cuentan, aquella en la que la vida pública nos involucra a todos, esa experiencia verdadera que tanto temor provoca en los seres de espíritu umbroso que se proclaman funcionarios públicos, pero para lo único que funcionan, es para satisfacer su propios intereses huecos. Dentro de tal sistema siniestro, no hay niño ni viejo, artista, médico u obrero, abogada, actriz o diputada, que escape del persuasivo ejemplo. No sólo nos miente el gobierno, sino que también nos quiere contagiar su mitomanía.

La mentira como norma gubernamental nada tiene de nuevo. Al pensar el 68 y lamentar la incapacidad de descubrir el número de muertos en la Plaza de las Tres Culturas, Monsiváis escribe: «La cifra ya nunca se sabrá, aunque el culpable directo de las hipótesis de defunción no es la imaginación estudiantil, sino la política de ocultamiento del gobierno, ansioso por ratificar que aquí nunca pasa nada, nadie muere en los terremotos, ni en las inundaciones, ni en esa Plaza de Seres Inmortales que es Tlatelolco».[1] Si en el país no pasa nada, entonces tampoco pasa el tiempo: México es un país donde la historia está congelada, donde la experiencia comunitaria está secuestrada. Aquí una referencia inevitable a Raymundo Gleyzer, quien tomando la gira presidencial de Echeverría como punto de partida, hiende el cuchillo de la crítica sobre los procesos de construcción histórica en México, procesos que dependen de la opresión, la ignorancia y, por supuesto, el congelamiento de la Revolución y de todo acto revolucionario (México, la revolución congelada, 1971, es una película imprescindible para este 2018).

¿Cómo descongelar estas bestias de la historia mexicana, que todavía hoy, al filo del cierre de la segunda década del siglo XX, nos acechan? El periodismo agoniza, la denuncia se petrifica, el análisis brilla por su impotencia contra la visceralidad imperante; el diálogo, sorprendentemente, sigue oculto entre las sombras del odio y la criminalización de la disidencia. La advertencia de Fernando Benítez en el 68 fue más bien presagio funesto: el 68 fue un punto de quiebre, la sociedad mexicana pudo enfrentar un renacimiento del espíritu cívico, pero derivó más bien en “una nueva represión” y el “reino absoluto del terror”. El artículo de Benítez se titula “Los días de la ignominia”[2]: esos días se han convertido en lustros, décadas, medio siglo ya de la misma afrenta.

Ante esta condición, que encuentra en el gobierno de Peña Nieto una de sus caricaturas más grotescas, es que me di a la tarea de diseñar un artefacto dedicado a develar los mecanismos de ocultamiento. Del repertorio peñista de la ignominia tenemos “la verdad histórica”, “la Casa Blanca”,  “el plan nacional anticorrupción”, “la crisis que no está en el país sino en la mente de quienes así lo creemos”, entre un sinnúmero de sentencias públicas que no sólo engañan, sino ofenden frontalmente la inteligencia del pueblo mexicano. En la pieza Estas imágenes son verdad: Microarchivo de la ignominia, recupero muestras mínimas de este inventario mitómano para inscribirlas en el paisaje material de la actualidad mexicana. El gesto, que no pretende superar su gestualidad, es un esfuerzo por impedir ese congelamiento de la historia.

¿Cómo? La táctica es por medio de la técnica artística: traducir mentiras descargadas de la web, de los canales oficiales del gobierno, en materia fotográfica. Si digo materia me refiero precisamente a esto: materia fotoquímica palpable, materia que ocupa un lugar en el espacio, imposible, por lo menos a primera instancia, de transformar en un espejismo. Esto es: rollos de película en Super-8, 16, 35 y 120 milímetros que condensan gesticulaciones de la mentira protagonizados por Peña, Rivera, Murillo, Cienfuegos. Pequeñas muestras que resistirán, por lo menos en el ideal artístico, la apuesta ignominiosa al olvido por parte de las autoridades del país.

Los rollos, ampliaciones y variaciones digitales viajan en un archivo móvil que despliega este universo documental como una forma de descongelar la verdad histórica del régimen. En el espacio más diminuto de este gesto poético (poético en tanto produce materia estética antes inexistente), se revela la propuesta de esta pieza: el formato más reducido, el Super-8, todo en material blanco y negro reversible, fue procesado a mano bajo tres procesos distintos a fin de ofrecer una reflexión sobre algunos de los procesos de construcción histórica. Primero, un revelado positivo normal que proyecta los gestos en su contraste ‘real’; su tiempo sería algo así como el de un pretérito implacable. Segundo, un rollo revelado con solarización y velo, lo que provoca la aparición y desaparición caprichosa de nuestros mitómanos; un reflejo fotoquímico de su propia naturaleza esquiva, presente ignominioso. Tercero, el más determinante, lo ocupa un negativo opaco que intervine cuadro por cuadro mediante el rayado de la emulsión. Esta práctica pretende incidir en el espacio más íntimo de la historia, representado por un recuadro de 4 x 5.7 mm, que exige la complicidad absoluta de mi manipulación estética, convirtiéndome, inevitablemente, en cómplice de dicha mitomanía. Una vez efectuada la coartada en los más de 3,400 cuadros que contienen los 50 pies del rollo de película Super-8, le pasé varias capas de grana cochinilla, manchando esta versión mínima de la historia con el tradicional carmesí de la sangre.

Pues, ¿qué es nuestra patética realidad histórica sino una bofetada o risotada de nuestra apatía?  Así, el microarchivo de la ignominia no es nada más un acto de resistencia al mecanismo de ocultamiento del gobierno, sino también y sobre todo, a la inercia de uno como ciudadano, cómplices en el disimulo como norma comunitaria: para romper con los vicios del poder, hay primero que extirparlos de uno. Al hacerlo mediante este gesto poético, busco ofrecer la misma oportunidad a otros de desmembrar los gestos históricos, desollar la versiones oficiales y, mediante una herida en la memoria propia, inaugurar alternativas de futuro. Gesto discreto, microarchivístico, pero no por ello menos poderoso: nos obliga a mirarnos las manos y ver que también, queramos o no, están manchadas de sangre. Al reconocernos cómplices, rompemos con la cadena de violencia y silenciamiento del gobierno. La práctica documental, apuesto, tiene el poder de arrancarnos las vendas que llevamos en los ojos. ¿Qué país miramos al destapar la mirada? ¿Queda algo entre tanta ruina, entre tanta “fisiología interrumpida”?

El calendario de activaciones y la documentación de la pieza pueden consultarse en pablomz.info/eisv


[1] Carlos Monsiváis, El 68: La tradición de resistencia, Era, México, 2008, p. 210.
[2] Fernando Benítez, «Los días de la ignominia», Revista Siempre!, México, 2008.


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info