Un final feliz

Un final feliz

Por | 5 de abril de 2018

Sección: Crítica

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Un final feliz, la más reciente película de Michael Haneke, transcurre en el puerto francés de Calais. El canal de la Mancha, como un gran muro de agua, separa Calais de Inglaterra. La pequeña ciudad francesa se ha vuelto punto de reunión de numerosos migrantes en los últimos años. Desde África o desde Oriente Medio, los que llevan consigo la patria anhelan vivir en Gran Bretaña. Para cumplir su sueño tienen que atravesar la vasta pared marítima del canal de la Mancha. La elección de Calais como locación del filme es pertinente porque ahí confluyen migrantes, ingleses y franceses, pero sobre todo es pertinente por los muros líquidos que la película nos incita a superar.

A Leopoldo Zea, eminente filósofo mexicano, le preocupó ver que el nuevo milenio traía consigo el recrudecimiento de las fronteras. Decía que si el siglo XX fue la época de muros como el de Berlín que no dejaban salir; el siglo XXI sería el tiempo de muros como el estadounidense que no dejarían entrar. El neoliberalismo nos compró con la ilusión de la libre circulación y el fin de las fronteras. En realidad todo es más sutil: hoy los objetos circulan con mayor libertad que los humanos. Para movernos con seguridad necesitamos dinero. Por eso los migrantes corren el peligro de morir ahogados. Vivimos en la era de los muros acuáticos. A veces son tan impenetrables como un sólido torrente, otras son tan flexibles como un arroyo.

Los muros líquidos en Un final feliz (Happy End, 2017) pueden ser la barrera entre Inglaterra y Francia, pero también la muralla de la comunicación humana, o del límite entre la vida y la muerte. Eve (Fantine Harduin), puberta de 13 años, le da una sobredosis de antidepresivos a su madre y calla sus quejas para siempre. Thomas Laurent (Mathieu Kassovitz), el padre de Eve, no sortea las barreras de comunicación en la relación con su hija. Eso le impide darse cuenta de los malestares psicológicos que la aquejan y que la orillarán a intentar suicidarse. Desde no preocuparse por entender su llanto hasta guardarle secretos y poner contraseñas para no dejarla entrar en su computadora, Thomas construye más muros con su privacidad de los que derrumba al ser amable.[1]

Thomas y Laurent forman parte de una familia numerosa. Los Laurent son dueños de una empresa homónima. Anne (Isabelle Huppert) y Pierre Laurent (Franz Rogowski) forman parte del muy redituable y destructor negocio de las inmobiliarias. En la construcción de un edificio, el derrumbe de una pared cobra la vida de un obrero. El abogado de los Laurent corrompe y amenaza para que a la familia no se le acuse de negligencia por la muerte del trabajador. Así es como la familia Laurent conserva y consolida sus poderes éticos y económicos.

Los muros que implican una asimetría de poder ventajosa se vuelven panópticos. Eve, protegida por la oscuridad, puede grabar a su mamá con el celular antes de matarla. Pierre vigila desde una torre toda la construcción al momento del derrumbe. Nosotros los espectadores privilegiados, protegidos por el muro de la pantalla, abarcamos todo con la mirada. Y sin embargo, el muro-panóptico también oculta cosas, también tiene puntos ciegos: Pierre no ve al obrero entrar a uno de los baños que cae en el derrumbe. A nosotros, la distancia de la cámara y el micrófono nos impide oír lo que los personajes platican en distintos momentos de la película. Además, las elipsis de una secuencia a otra nos desorientan.

Estas elipsis desorientadoras son muros para nuestro entendimiento. Así lo percibieron Carlos Boyero y García Tsao: «Cuesta esfuerzos titánicos […] entender lo que está contando Haneke»; «El misántropo autor no hace fácil la comprensión […] y pega grandes brincos elípticos en su narrativa».Hacen parecer a la película fragmentaria, cuando en realidad tiene cuatro historias con un orden muy tradicional. Lo que sucede es que primero oímos o leemos a los personajes y luego les vemos las caras. Nos negamos a relacionar las palabras de los personajes con sus rostros por barreras morales y prejuicios. ¿Cómo creer que una menor de 13 años asesinó a su madre? ¿Es de verdad aquella persona que parecía tan amable la que es infiel, la que intentó suicidarse, la que es dueña de esta tramposa empresa?

Los muros-panópticos de Haneke (Múnich, 1942), son la expresión espacial de lo que el director austriaco piensa sobre el internet: «Tenemos acceso a todo pero no vemos nada […] Creemos que sabemos todo, pero sabemos cada vez menos». Estos muros líquidos que son las pantallas digitales, difractan la realidad y la vuelven parcialidades, prejuicios o cegueras. Haneke se propuso recordarnos las limitaciones de nuestra percepción. Desde lo alto de su muro virtual el humano se cree invencible porque ve y controla el paisaje circundante. Pero aunque su enemigo está a un lado, él parece no verlo. El humano que se encerró en defensa propia, en realidad se encarceló junto a su asesino que es alguien cercano, incluso él mismo. Con la vista vuelta al exterior mediante el internet, le damos la espalda a las relaciones palpables de la realidad.

Los muros de agua forman una prisión a la que se accede inconscientemente. Ignoramos que dentro de esas paredes algo se pudre con la humedad. En 1940 José Revueltas escribió Los muros de agua para relatar su denigrante experiencia en la cárcel de las Islas Marías. Un final feliz no es un encarcelamiento tradicional como el que sufrió Revueltas: es la prisión, también denigrante, de la realidad cotidiana cuya única escapatoria radica en la muerte. Por eso Eve escapa de su madre matándola y al no satisfacerse intenta el suicidio. Lo mismo intenta repetidamente su abuelo Georges Laurent (Jean-Louis Trintignant) al chocar con un árbol, al pedirle a su peluquero que le consiga una pistola y al tratar de ahogarse en el mar. El mar, umbral de la muerte, muro de agua en el que los migrantes se ahogan y los burgueses se suicidan.

Esta situación ¿podría significar que el verdadero tirano habita dentro de nuestras mentes? ¿Quien nos mata está adentro del muro, adentro de nosotros?:

El filósofo Byung-Chul Han […] sostiene que el comienzo del siglo XXI no es viral ni bacterial, sino neuronal, y que hoy nos aquejan malestares como la depresión, el desgaste ocupacional o el déficit de atención. Vivimos, dice Han, en una época de violencia neuronal en la que ya no nos afecta el otro inmunológico. […] Los inmigrantes o refugiados se consideran como una carga antes que como una amenaza.[2]

Aunque es verdad que sufrimos de amenazas internas y de enfermedades mentales, todo esto es un reflejo de lo externo. Las injusticias del mundo se traducen en experiencias personales, familiares y de pequeños colectivos. El desgaste que provoca el capitalismo de las relaciones humanas no sólo afecta en el ámbito laboral y no sólo afecta a las clases bajas. Las clases privilegiadas también son víctimas de una manera de relacionarse hiriente y mercantilizada. Construimos muros en nuestras relaciones humanas, la fragmentación social está a la orden del día. Y lo peor de todo es que a veces no podemos verla, porque nos negamos a ver lo terrible. Construimos muros en nuestra mirada.

La ceguera de los xenófobos es algo que preocupa particularmente a Haneke, ya lo había manifestado en una película anterior: Caché: El observador oculto (Caché, 2005) donde se recuerda el evento histórico en el que 200 argelinos fueron ahogados en el río Sena. En Un final feliz se habla de algo tan delicado como la xenofobia: la indiferencia. Cuando Pierre pide a los invitados de la fiesta familiar aplaudir a la cocinera marroquí por su tajine, nadie aplaude. Que Pierre invite a sus amigos africanos a la boda de su madre se considera una irreverencia innecesaria. Amurallados para evitar las terribles circunstancias de la migración, los europeos ignoran a los migrantes.

Decía José Revueltas que lo terrible está en todos lados, pero es difícil comunicarlo por pudor y porque parece inverosímil. Nos cuesta aceptar lo espantosamente cierto que es lo terrible. Lo terrible del ave de rapiña cazando a su presa que tanto sorprende al abuelo Georges. De la mordida que el perro le da a la hija de los empleados marroquíes. Del dedo que Anne le fractura a su hijo Pierre. Del hamster, la compañera escolar y la madre que fueron dopados fatalmente por Eve. Del deseo persistente por la muerte de Georges. Michael Haneke nos invita a superar los muros líquidos de nuestra mirada y de nuestras relaciones para ver más allá del final feliz y empezar a cambiar las cosas.


[1] Leopoldo Zea, Fin de milenio: Emergencia de los marginados, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.
[2] Roger Bartra, La melancolía moderna, Fondo de Cultura Económica, México, 2017.


Carlos Andrés Torres Cabrera estudia Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.

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