Las herederas
Por Edgar Aldape Morales | 7 de marzo de 2019
Una mirada furtiva, quizá temerosa, abre los primeros instantes de Las herederas. ¿Qué ve esa presencia detrás de lo que parece ser una puerta entreabierta? A simple vista, esos ojos, que poco después sabemos que le pertenecen a Chela, centro sin duda del primer largometraje de Marcelo Martinessi, observan a una mujer que pregunta por cuchillos, un juego de copas de cristal y un reloj que no mueve más sus manecillas. Sin embargo, esa “venta de garaje” esconde una súbita verdad que durante el filme se nos hará saber: el amor que comparten Chela y Chiquita “hasta hace un tiempo funcionaba”, tal como ese reloj descompuesto ubicado en el comedor.
Chela y Chiquita, ambas descendientes de familias adineradas, han estado juntas por largo tiempo. Su situación financiera ha empeorado, por lo que comienzan a vender sus posesiones. Al parecer, para Chela este desahucio es un acto de humillación y dignidad que deriva de la decadencia económica a la que están expuestas. Sin embargo, la película de Martinessi (Asunción, 1973) también apunta a que no sólo es el dinero lo que afecta a Chela, sino también el hastío y la asfixia de una relación al borde del naufragio. Quizá por ello la película se siente distante y árida, imbuida en un tiempo inerte dentro de las ruinas de una casa que poco a poco se irá vaciando: primero cuando Chiquita es encarcelada al ser acusada de estafa y después cuando Chela sigue vendiendo los objetos que alguna vez hicieron pertenecer a la pareja a una burguesía envuelta en una nube de mezquindad y clasismo.
Con un tono íntimo y minimalista, Marcelo Martinessi elabora un texto fílmico en el que se definen el entorno y sentir que circundan la realidad de los personajes, especialmente la de Chela. El espacio que ella conoce (la casa de pintura desgastada que se va vaciando) es una deriva de su propio estado existencial. En principio, ella es un ser cuya seguridad se vuelve endeble por la venta de sus posesiones. El ingreso a prisión de Chiquita agrava la situación, evidenciando las fracturas internas de una persona desgastada tanto por la vulnerabilidad emocional como por su condición de vida. Dos hechos le permiten respirar el aire que la rodea: la llegada de Pati, una trabajadora del hogar que será su única compañía, y la decisión de prestar servicio como taxista de algunas ancianas adineradas –en el carro que también se venderá–, lo que la llevará a conocer a Angy, una mujer un poco más joven que le provoca nuevos vientos de avidez.
El cúmulo de emociones de Chela se complementa con un extracto de contradicciones sociales en los restos de una sociedad inserta en una idiosincrasia muy firme. El contraste entre los juegos de póquer de las señoras adineradas y la cárcel donde está recluida Chiquita sugieren las distancias de un mundo (el de Latinoamérica, en este caso) a flote. Esta herencia cultural y divisoria permea al filme con un tinte de crítica mordaz, vista desde un universo femenino envuelto por la diégesis de sectores sociales que se empeñan en defender preceptos morales que anulan otredades, libertades sexuales y el deseo de tener nuevas vivencias antes de que sea tarde. En ese tono, los afectos, inquietudes y el temor de Chela se convierten en un llamado provocador que, sin coquetear con el miserabilismo, adquiere un tinte político.
Además de esta atmósfera formulada por Martinessi, la cual desentraña los desasosiegos, frustraciones y hábitos de sus personajes, especialmente los de Chela, son las interpretaciones del conjunto actoral las que encaminan las directrices de un filme vital. Aunque es la desesperación en los ojos claros y los manierismos de Ana Brun (Chela) el que lo dota con un notable brío. Así, Las herederas (2018) emerge como una exploración sobre cómo brincar la reclusión humana y la parálisis ante las herencias de un mundo carcomido por prejuicios y normatividades (incluidas las del amor) todavía vigentes.
Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional. Formó parte de Talents Guadalajara 2018.