La flor
Por Rafael Guilhem | 28 de febrero de 2019
Esta película nace de un dibujo: una flor donde cada pétalo y tallo es una historia (cuatro que empiezan pero no terminan, otra que empieza y termina, y finalmente, una que no tiene inicio pero sí final); el esquema de algo inmenso y desproporcionado que el director Mariano Llinás, plumón en mano, va diagramando sobre una libreta llena de apuntes, rayones y notas al pie. En adelante se puede postular, como destino de estas primeras imágenes, que de la tinta se desperdigarán líneas narrativas con tentativas de infinitud, acaso encerradas en una forma concreta pero centrífuga de catorce horas que, como las narraciones que van de boca en boca (aquello que alguien oyó de otro alguien), viajando por la fragilidad del tiempo y el lenguaje, ya poco dejan ver lo Real salvo en su conversión mágica y enteramente ficticia.
¿Es entonces La flor (2018) una fabulación autónoma, desinteresada y monumental; o su alejamiento de lo Real —dicho sea de paso, del realismo— a través de una reapropiación de un puñado de géneros cinematográficos y literarios es más bien una ruta holgada hacia una vivificación contextual de mayor densidad? La misteriosa libreta roja del inicio con anotaciones detalladas contiene dimensiones más extensas que la simple anchura del objeto, algo así como un mapa que supone un territorio. El procedimiento es el siguiente: partir con reglas asumidas, vidas existentes, personajes enamorados, organizaciones secretas, árboles errantes, espías, músicos, países, estrellas y viajes. Una gramática de multitudes e intrigas que parecen llevar mucho tiempo diciéndose, pero cuyo lenguaje ha sido fabulado desde un austero cuadernillo a orillas de una autopista en la provincia argentina.
Estas hojas escritas son parte también de la diégesis de la película, y por lo tanto están expuestas a la escenificación. Algo muy similar a lo que urdía Jorge Luis Borges cuando constituía un sistema de lectura para sus relatos glosando en un índice de referencias verosímiles pero inexistentes que permitían economizar el acto de creación mediante el acto de falsificación. Igual que Borges, o que un matemático erudito acariciando con una fórmula el universo entero, Llinás (Buenos Aires, 1975) ancla su obra a algo más amplio sin necesidad de enunciar esa amplitud. Las omisiones, alteraciones y atajos, en pocas palabras, las formas del relato, acaban siendo un recurso para desbordar la realidad y ejercerla en completa desobediencia a la disposición oficialista.
Así, la ficción es el momento de melancolía precedente a la renuncia por conocer la vastedad desmesurada del mundo. Es de hecho, un viaje de intensidad hacia eso Real que no acaba de definirse; un doble movimiento de preservación que se vuelve invención; una búsqueda de sentido que en la pesquisa lo genera, pues a la realidad hay que hacerla hablar antes de que enmudezca por voluntad propia. Tal vez por eso La flor, igual que el resto de películas de Llinás y sus colaboradores, está realizada como una investigación detectivesca que antes que resolver un caso se preocupa por ocupar las vías del misterio para apropiarse del mundo según otras motivaciones: la continua bifurcación, la incisiva digresión que no cesa de dividirse, perderse y desorientarse. Quizá el planteamiento último es que las partes son mayores que el todo, y que los relatos siempre serán más grandes que la vida absoluta.
La narración se vuelve un acto de velocidad, de agrupamiento insaciable que sabe de su imposibilidad para sujetar la experiencia en toda su literalidad, y aun así intenta contenderla. Es además el circuito para unir al individuo a una habitación más espaciosa donde se reúnen cosas, personas, lugares y tiempos de diversa índole. Hay un segmento inolvidable en donde un científico secuestrado trata de ubicar su paradero guiándose por el cielo y las constelaciones estelares. Tras varios tanteos el hombre se descubre al sur del continente americano, el cual desconocía pero le era posible inferir por un método de imaginación y cálculo. Es la síntesis en que descansa la tradición irredenta de Llinás: universal pero situada, dispersa pero reivindicativa; una ficción que se aleja de la verdad pero se acerca a la eficacia. La flor se torna una película de fantasmas aventurados y desbocados sin impedimentos físicos, espaciales o temporales.
Se trata finalmente de una película que imagina las tradiciones sobre las que se asienta. Rebate el minimalismo reciente de cierto cine argentino con un maximalismo que es, además, vigoroso y soñador. Pero también, niega lo doméstico, lo familiar y lo estrictamente político, cambiándolo por sus opuestos: lo magno, lo colectivo y lo desafanado. Como si en el simple hecho de desplazar la agenda nodal hubiera un desplazamiento de la mirada y del orden perceptivo dominante. Su acceso más firme a la realidad pasa por el deseo de inventarla, haciendo alusión a su vez a quienes la inventaron con anterioridad. De modo que la contienda entre quimera y verdad es resuelta por Llinás con la fabulación de historias extraordinarias que existen por el simple hecho de ser contadas. Por eso, el mundo en La flor no es el mundo, sino su variación.
Rafael Guilhem, coeditor de Icónica, es uno de los fundadores la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento. Colabora en El Antepenúltimo Mohicano.