High Life

High Life

Por | 29 de agosto de 2019

Este 2019 se cumplieron 50 años de la llegada del Apolo 11 a la Luna y 51 del lanzamiento de 2001: Odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968). Más que el logro científico-tecnológico del primero y el artístico del segundo, las dos narrativas representan un logro común y mayor: el momento en la que la esperanza en el humano moderno triunfó. El cosmos, esa dimensión hasta entonces desconocida, parecía conquistable gracias al progreso, y con ello, la promesa de una serie de respuestas llenaban de sentido a los habitantes de la Tierra.

A medio siglo de la que quizás haya sido la época más optimista de la civilización reciente, la moral ha menguado. Además del sinfín de problemas que no hemos logrado solucionar en nuestro planeta, la ambición se extingue ante el sentir generalizado de la duda nihlista: ¿para qué llegar a la Luna, Marte u otra galaxia si con nosotros viajarán todos los fantasmas que no logramos erradicar? High Life (2018), la cinta más reciente de Claire Denis, retrata el viaje interplanetario desde este malestar.

La historia se centra en tres momentos de la vida del criminal vuelto astronauta, Monte (Robert Pattinson). Él, junto a un grupo de ocho convictos de ambos sexos, ha sido seleccionado para formar parte de una ambigua exploración espacial y así evitar una vida en prisión. Sin embargo, lo que en un principio parece una oferta de redención, al poco tiempo se devela como la misión suicida que en realidad es: los tripulantes jamás volverán a la Tierra.

Sabiendo que no se dirigen a ningún lugar específico y que habitan el lugar en el que inevitablemente la muerte los alcanzará, los condenados recurrentemente ponen en duda el régimen de placeres impuesto por la Doctora Dibbs (Juliette Binoche). Añadiendo sedantes al agua, promoviendo el uso de un robot sexual e intercambiando drogas por la esperma que requiere para sus fallidos experimentos reproductivos, ella es quien dicta el orden abordo. Aún así, las riñas y la desesperación se vuelven inevitables y, uno por uno, los astronautas perecerán.

Antes de volverse el último sobreviviente en la nave, Monte, aferrado a su celibato como monje, es víctima de lo que podría ser una violación, o una obra del Espíritu Santo. Una noche, mientras duerme sedado, la doctora logra extraer su esperma e insertarlo en una de las tripulantes, dando así el único éxito en sus experimentos por perpetrar la vida humana. Willow, la hija no deseada de Monte, será la única persona con la que éste convivirá durante años.

Rompiendo con la narrativa cristiana del nacimiento inexplicable como un evento milagroso y esperanzador, Denis (París, 1946) hace que para Monte este suceso tome una dimensión más cercana al samsara budista: una continuación del reiterado sufrimiento de una existencia sin sentido. A pesar de las repentinas irrupciones del padre por acabar con todo –«Podría ahogarte como un gatito […] Primero tú y luego yo», le dice a la bebé Willow mientras duerme– una frágil bondad y una consciencia plena del tabú se apoderan de él, y gracias estas, logra alejarse de las tentaciones filicidas y mantener a su hija viva hasta la adolescencia.

¿Para qué?, nos hace preguntarnos la cinta. ¿Qué sentido tiene aferrase a principios éticos desde el aislamiento? Si el objetivo de éstos es que la vida pueda continuar, ¿qué pasa si no hay Otro con quién hacerlo?

A diferencia de la nave donde viaja el HAL, el odisea espacial de Denis no aterriza en planetas que rectifiquen el sentido a la exploración, la cual termina con más interrogantes que respuestas. En su lugar, nos da una vista detallada de alguien que tampoco logra solucionarlas, y aún así no se permite derrumbarse, o por lo menos, hasta que haya alguien con quien hacerlo. Mientras que en su mundo, el imaginario extraterrestre permanece casi idéntico al de hace cinco décadas –las formas geométricas que componen las naves y la oscuridad total del espacio persisten–, el astronauta que porta el traje blanco y el caso de cristal ha cambiado drásticamente. Si el de antes representaba lo más alto de la civilización, el de ahora es un criminal al borde de volverse un perro salvaje.


Santiago Gómez Fernández trabaja en la producción de series y películas y forma parte del equipo de redacción de Icónica.