El libro de imágenes
Por Rafael Guilhem | 29 de noviembre de 2018
Sección: Crítica
Uno de los principios que articula el funcionamiento de las películas de Jean-Luc Godard es similar al de abrir un libro en cualquier página y dejar que los textos aleatorios e inconexos se unan de forma inesperada. Es un ejercicio que inicia con el azar y posteriormente está condicionado a un pensamiento riguroso capaz de dar a las cosas un orden que las haga hablar por sí mismas. Si Pasolini postuló que no es posible la existencia de un diccionario de imágenes, y si lo fuera debería ser uno infinito, para Godard primero existen las imágenes, y a través de su ensamble se conforma el diccionario. De modo que no hay un diccionario infinito sino un número infinito de diccionarios. Este desplazamiento es fundamento de un teorema vital: las imágenes no existen en aislamiento, siempre van acompañadas de algo más, que pueden ser otras imágenes. Esa comunidad de imágenes –miradas, sonidos, textos– es en conjunto un libro. ¿Qué clase de artefacto es este libro?, ¿cuál es su figura, su grosor, sus páginas y su textura?, ¿cómo suena el libro de imágenes?
[Ver es investigar] En el cartel de la película Todo va bien (Tout va bien, 1972) del propio Godard se leía: «Un gran filme que defrauda». Lo mismo se puede decir de El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), no porque sea una mala película, pero sí porque impide que nos acostumbremos al ritmo, a las imágenes y los sonidos: todo el tiempo desautomatiza, desorienta y provoca fallas. No es lo que esperamos del cine, pero es hermoso. En primera instancia, el filme devuelve la incertidumbre al material, da indicios de que la mirada es también lo que rehúye al ojo e impide que los planos se asienten. A través de una disyunción entre las imágenes y los sonidos con lo visible y lo audible, pone en duda los lugares comunes y hace más intrincada la acción de mirar, que lejos de ser inmediata es obtusa, prolongada, múltiple y esquiva. Porque el principal error es tomar una imagen como si estuviera elaborada desde su origen y fuera reductible a sus aspectos técnicos, pero Godard sabe –ha sabido a lo largo de su obra–, que los sonidos, las imágenes, nunca se abandonan a la certeza.
[Política de lo digital] Más allá de los grandes ensayistas cinematográficos como Alexander Kluge, Harun Farocki, Chris Marker o más recientemente João Moreira Salles, Godard actualiza sus preguntas ante el cambio ontológico del cine en su versión digital. No se concentra únicamente en la ideología y el poder anidados en el montaje, pone el foco en el registro mismo donde lo digital amenaza con cambiar el posible culto de las imágenes por una creencia sustentada en el artificio de los efectos especiales y los visuales confeccionados. Y sabemos que la verdad inmóvil es siempre peligrosa, pero la verdad construida por una obra es siempre liberadora. El libro de imágenes, que pasa por varios ejes temáticos de gran importancia –a la par que se moldea de ejes estilísticos y formales– inicia con la imagen de una mano sin la que, dice, no podemos pensar. Hoy para ver, hay que tocar las imágenes (pensemos en los celulares inteligentes), pero poco resolvemos sobre cómo las imágenes nos tocan a nosotros, de qué formas inciden sobre nuestra realidad. En el filme se juega una especie de poética del escepticismo: el archivo digital, para recuperar su verdad, debe quitar, esculpir, debilitar el material y encontrar la mirada en los huecos. Lo político en la era digital, si se quiere, pasa por lo que se pierde, por la sobrevivencia en medio de tanta información, y a nivel fílmico, las imágenes y sonidos que resisten son las que dudan de su propia certificación.
[Desarchivar la imagen] Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi decían que no existe la nostalgia, existe el presente. Esa diferencia es sustancial en tanto Godard no cita al modo postmoderno del pastiche. Es mejor decir que falsifica, vuelve a dar vida al material de un modo crítico y detectivesco. Lo que pone en juego El libro de imágenes es el valor de uso de los archivos. Sacarlos de contexto y movilizar sus periferias es una forma de dar vida a los anaqueles y las bibliotecas, forjando una estructura disidente que pasa por el mismo tamiz las películas, los noticieros, los textos, la música, los ruidos, las cámaras de vigilancia y las animaciones. Pues aunque los archivos no hayan surgido con un afán político, contienen en su interior el rastro de sus circunstancias y posicionamiento; coordenadas que si se desfasan, pueden develar pistas en los bocetos trazados debajo de su superficie última. Se escucha una voz ronca (del propio Godard): «Hay diferencia entre la violencia del acto de representar, y la calma interior de la representación». En ese sentido, la resistencia requiere articular nuevos lenguajes para no reproducir los mecanismos del poder: incorporar los archivos al mundo bajo otras condiciones de lectura. ¿Cuál es el trabajo de Godard sobre estos archivos? Primero, acentuarlos y soplar sus brasas para reavivar el fuego, y después, asociar materiales distanciados y hacer nacer ahí un nuevo hueco, una añadidura a la realidad. Tal vez la belleza de todos los materiales de archivo que recupera Godard estriba en que le permiten hablar a través de ellos y sumar capas que hagan de cada mirada un racimo de miradas que dudan de sí mismas, que piensan contra sí mismas. Así el archivo se apodera de la película y la utiliza para revelarse y rebelarse.
[La totalidad como catástrofe] «Sólo el fragmento tiene la marca de la autenticidad», se señala hacia el final de El libro de imágenes. Ya la Torre de Babel nos mostró que la aspiración a la completud trae como consecuencia la catástrofe…
[La física sublevada] El punto más álgido de El libro de imágenes está en el cambio de registro, formatos, canales de audio, medios y textos. Nunca se permite a la materia terminar de formarse, y a medio camino de su figuración los límites del cine abandonan la pantalla. La experimentación se expande a la sala de cine, como una caja de resonancia que a su vez invade los cuerpos de los espectadores. ¿Por qué suena como suena y se ve como se ve? El sonido aparece detrás del público, después delante, a un lado. Se bloquean y liberan canales, como una pedagogía de la percepción cinematográfica llevada a la tecnología de una proyección. Toda la revoltura de citas provenientes de diversas lejanías confluyen de tal manera que, aunque los fragmentos son reconocibles, se hacen irreconocibles. Lo dicho es un principio y no una consumación, lo que hemos asimilado como convenciones está formado arbitrariamente, y es menester tomar prestados otros ojos y otros oídos para formar una aproximación al cine, y a través de éste, a la realidad. Lejos de un conjunto uniforme, en la materia cinematográfica hay analfabetas, extranjeros, falsificadores, dictadores, monjes y rebeldes. Todos roban y contienden por un aspecto, pues si algo ha hecho Godard, es señalar que las verdaderas miradas son irrepetibles. Lo demás es poder.
[El cine no es universal] O cuando menos, no se vive universalmente. El libro de imágenes más que un objeto clausurado es una película que permite ver otras películas. Diversifica lo que vemos según quien lo ve: un francés, una mexicana, un árabe, no verán la misma película. Primero por los idiomas: algunos pasajes se subtitularon al español, otros prefirieron dejarse como sonidos y sin traducir. Pero más allá de esa decisión, está el lugar de las imágenes. Con un fragmento dedicado por completo a Medio Oriente, como un eco del Orientalismo de Edward Said, Godard entiende que se puede hablar la palabra del Otro, pero nunca hablar por ese Otro. Hay un video tomado de una cámara de vigilancia que muestra un poblado árido. Por las características de la imagen, que hemos visto una y otra vez desde aquel 11 de septiembre de 2001, sabemos que se trata de Medio Oriente y que muy probablemente la acción subsecuente será la explosión de una bomba cuyo humo cubra nuestro campo de visión. ¿Cómo intuimos todo eso? Porque es una imagen que se ha instaurado como verdad, automática como las metralletas de los ejércitos de Occidente que nos impide mirar algo más que lo que enmarca el rectángulo de la pantalla. La explosión finalmente sucede aunque mucho tiempo después, a destiempo, porque no niega la atrocidad de la bomba pero sí la de su representación. En el anochecer de la película un texto ilumina ligeramente: «El idioma nunca será el lenguaje». El libro se cierra esperando ser robado por algún curioso.
Rafael Guilhem cofundó la revista digital Correspondencias. Cine y pensamiento. Colabora en El Antepenúltimo Mohicano.