Blade Runner 2049

Blade Runner 2049

Por | 19 de octubre de 2017

Un cuarto seco, iluminado apenas con precisión quirúrgica para acentuar su sombra y su polvo vetusto, su piano que cruje y la pintura opaca de las paredes que lo guardan en solemnidad. Una cabaña en medio del campo y una imagen que no puede durar mucho tiempo ante los androides mercenarios, la pesadumbre aerodinámica y la publicidad grandilocuente. En la estancia en donde el agente K (Ryan Gosling) prepara el primer asesinato de la película, guarida de otros tiempos, se conserva increíblemente aquello que se busca con fervor en el universo renovado de Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017).

Se busca, en primera instancia, lo que el replicante ermitaño Sapper Morton (Dave Bautista) idealiza como un milagro. El granjero presenció el nacimiento de un híbrido entre los humanos y los suyos, y ahora sabe que su retiro postergado, la purga de su especie y la erosión del espacio que rodea a su pequeño oasis de agricultura futurista pueden sobrellevarse con un símbolo de salvación en el pecho. La esperanza que, según Octavio Paz, se busca «bajo todos los cielos y entre todos los hombres». Contrario al conglomerado sofocante de la ciudad del agente K, Morton vive con una austeridad que sólo se alcanza con una mezcla muy específica de añoranza sacramental: nostalgia por la fertilidad del pasado y altruismo para alcanzarla de nuevo.

Pero, al mismo tiempo, se busca reanimar la esencia que atemperaba al relato clandestino de Rick Deckard y su última misión como cazador de prófugos en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), desde el ensanchamiento de su ritmo taciturno hasta el intento de darle un sentido heroico a un argumento que originalmente era hermético y sencillo, no sólo siguiendo los pasos del mito sino sacándolo de su sarcófago en el afán de desenterrar fósiles por fetichismo: al tesoro arqueológico de Harrison Ford para los pósters y los trailers del público cautivo, por una parte, o al ídolo fugaz de Rachael, muerta en un parto insólito hace muchos años, para reavivar las pesadillas del viejo Deckard con una macabra simulación corpórea que es el pináculo de la imaginación tecnológica en 2049. La ambición desmedida reemplaza a lo vivencial con la falsa experiencia manufacturada.

El sueño de ser más real que lo real (o el delirio profiláctico que la Corporación Wallace le ha dado de comer a su nueva generación de replicantes) se ha terminado de materializar por fin, después de 30 años, en una realidad superimpuesta que cubre al postapocalipsis con una tersa capa de piel virtual: el logo neón de Atari o el ya icónico espectacular de Coca-Cola y de la geisha coqueta salidos desproporcionadamente de sus respectivos marcos para plagar el mundo entero de sombras digitales, descomunales y fantasmagóricas, mujeres gigantes color magenta y bailarinas holográficas de un ballet sin rumbo, novias artificiales que recurren al erotismo vicario de Ella (Her, Spike Jonze, 2013) para aproximarse a algo más tangible que sus cuerpos de luz y ecos audiovisuales de Elvis Presley cantando en un casino naufragado como recordatorios de que hubo una sociedad viva en algún momento de la historia. Cubriendo la podredumbre encharcada de la ciudad que nutre de film noir a la leyenda de los blade runners, palpita un desborde visual muy representativo de la humanidad que, como la manera cada vez más artificiosa de narrar en el cine industrial estadounidense, se ha perdido en el abismo fractal de las infinitas imágenes en movimiento.

¿Va a encontrar un policía sin alma una historia que le pertenezca en medio del preciosismo arquitectónico, de los virajes imposibles, de la revolución absurda? El agente K lleva consigo una idea robada (la de Morton) y un legado de mentira (el de Deckard) sin mucho provecho hasta que, sustrayendo el ego y entregándose al desarrollo mismo de una avalancha política por mérito propio, descubre aquella verdad que es mayor que sus miedos y sus pequeñas o grandes pretensiones (y que las vuelve, por lo tanto, impermeables a uno de los grandes dilemas de siempre al respecto de Philip K. Dick y muchas otras plumas de la ciencia ficción clásica: ¿los sentimientos del robot son genuinos?).

La explosión de extravagancia fotográfica y la emotividad del mártir, ya incapaces de sostenerse a sí mismas, se desploman airosas y satisfechas. Habiendo cumplido una misión para salvar una genealogía ajena, el fulgor abnegado de K se apaga después de dos horas y cuarenta minutos bastante bien condensados, y recibe tendido sobre una escalinata nevada el abrazo de una muerte prefabricada, no por ello menos terminante y desoladora.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay