Algunas consideraciones sobre lo poético cinematográfico
Por Laura M. Martins | 4 de septiembre de 2019
Sección: Ensayo
Temas: Cine de poesíaCine poético
Los habitantes (Obitáteli, Artavazd Peleshián, 1970)
¿Quién puede precisar o demarcar en qué consiste lo cinematográfico o puntualizar qué es la poesía (cuando ella nos atraviesa desde la noche de los tiempos)? Lo que sostengo a continuación se presenta, entonces, como un conjunto de reflexiones que facilitaría un acercamiento a esa etiqueta o categorización, una aproximación que exhibe el carácter provisorio de cualquier explicitación que se pretenda abarcadora o completa.
Lo poético cinematográfico no consistiría en designar o definir (subrayar) las cosas sino en irrumpir como un destello, producir resonancias, luminiscencias que nos permitan atrapar (ver, sentir, palpar), por un instante, algo del fluir del mundo; una pequeña perforación en lo distinto, lo olvidado, lo imprevisto o lo nunca antes percibido. Un cine, también, en el que algo conocido pueda observarse/contemplarse como si fuera desconocido y al hacerlo así procurar des-domesticar nuestra mirada o desbaratar certezas ya fosilizadas. Aunque Georges Didi-Huberman lo sostiene en relación a los espacios de insurgencia y resistencia que surgen pese a todo frente a la catástrofe capitalista, lo poético cinematográfico podría hallarse en un cine de luciérnagas en oposición a la cegadora claridad de los reflectores por los cuales se-debe-ver-todo,[1] en un cine de afecto y respeto por el mundo sensible y por el espectador.
Abordaré varios films rodados en diferentes latitudes (la Unión Soviética, Estados Unidos, Polonia y Austria) y con estéticas disímiles. Casi todos ellos se distinguen por la desactivación de la trama (lo argumental) para activar el diálogo entre imágenes y espectador en función de que éste indague, observe, se detenga en aquello ante lo cual se sienta impulsado a responder sensiblemente, pueda palparlo. Se trata de una suerte de exigencia: lo filmado o la forma de lo filmado exige algo de nosotros. Lo poético residiría en aquello que intensifica nuestra experiencia sensorial, en lo que suscita la inventiva profunda del oído (como quería Robert Bresson), en la posibilidad de abrir una pequeña incisión desentumecedora de nuestro modo de ver el mundo. Cuando un sonidista graba vibraciones de mimbres puestos en la lluvia para ofrecernos una tormenta; cuando ese sonidista crea, más abstractamente, otra tormenta a través de los descartes de las grabaciones sonoras de los vientos, encontramos en esas imágenes sonoras algo del orden de lo poético (el sonido cobra allí una dimensión en sí y no opera como mera duplicación de la diégesis).[2] A la escasez de palabras le corresponden voces y sonoridades sugerentes. Las operaciones que ponen en juego estos films multiplican las posibilidades de mirada. Producen una verdadera experiencia del mirar y escuchar.
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Los habitantes (Obitáteli, 1970), uno de los cortometrajes del realizador Artavazd Peleshián, constituye un título notable en la historia del cine. Una muestra contundente de que en la duración breve (apenas nueve minutos) puede hallarse una obra de arte y no una forma menor que sirve de puro ensayo o ejercicio para la posterior filmación de un largometraje. Este corto comienza con un primer plano de (un recorte de) un cisne que despliega sus alas (un solo plano invertido de izquierda a derecha, de derecha a izquierda que se repite varias veces), seguido por planos de otras aves que levantan vuelo y a los que luego les sucederán estampidas, animales encerrados, enjaulados o atrapados, y unas figuras, casi abstractas, que podrían ser de seres humanos amenazantes dando un paso atronador. La depredación exhibida en planos brevísimos se conjuga en una estructura coral de graznidos, bramidos, rugidos, balidos, disparos, detonaciones, y de un barritar desesperado de manadas de elefantes. No hay en Peleshián un puro corte, un puro salto, sino que imagen, sonido y música se ensamblan para producir un efecto poético. Él mismo sostiene que cuando vemos películas con música, nos parece que oímos música y que vemos la imagen, pero en sus films ambas cambian de territorio: vemos la música y oímos las imágenes.[3] Es decir, la música pasa al territorio de la imagen y la imagen, al de la música. Peleshián comparte con Bresson la idea de que el ojo en general es superficial; el oído, en cambio, es profundo e inventivo. Según el realizador francés, el silbido de un tren imprime en nosotros toda una estación. O sea que en el director armenio la intensificación de la experiencia sensorial se halla ahí, en ese traspaso de un territorio a otro, en esa reterritorialización. Las imágenes de las veloces estampidas, de animales escapándose del inminente peligro, combinadas con la utilización de treinta pistas de sonido diferentes,[4] generan una suerte de estruendo, un torbellino poético.
2
Leviatán (Leviathan, 2012) de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel es un documental surgido del Laboratorio de Etnografía Sensorial de la Universidad de Harvard filmado con doce cámaras GoPro. Resulta más que apropiado preguntarse dónde reside lo poético en un barco pesquero en alta mar que parte del puerto de New Bedford, Massachusetts, y donde vemos el trabajo manual, el esfuerzo, el cuerpo con frío, atravesado por el viento y el agua; la brutalidad de ese trabajo ejercido a merced de la furia de los elementos. Encuentro algo del orden de lo poético en la enunciación que se vuelve inadjudicable: ¿un pájaro (una gaviota)?, ¿un pez?, ¿el barco mismo? Esta larga sucesión de puntos de vista (mayormente no humanos) no sigue una línea narrativa, no presenta diálogos, sino pura experiencia sensorial. Nuestro sentido de orientación o dirección se desdibuja todo el tiempo; nos cuesta saber dónde nos hallamos. Son nuestros sentidos los que tienen que asir algo: pájaros, máquinas, el barco que hiende el agua, cadenas que lidian con las redes de pesca gigantes, el descabezamiento de los pescados cuyos restos luego se tiran al mar y sirven de alimento de aves y otros bichos marinos. Imágenes brutales y poéticas, poéticas y brutales, al mismo tiempo. Cuerpos, sal, sangre, transpiración, desechos, redes, metales, chirridos, cadenas. En un momento hay un plano detalle de los párpados arrugados de uno de los pescadores, un plano sostenido, hasta que el ojo pareciera también él devenir una criatura de los abismos oceánicos.[5] Esa transformación es la que veo/entiendo como poética: la del ojo humano deviniendo criatura marina y la de la inadjudicabilidad de la enunciación (la notoria ambigüedad del punto de vista: ¿animal o inanimado?). Esa mirada múltiple o inasignable es poética; esa indeterminación es poética.
3
Film situado en Polonia en los años sesenta, Ida (2013) de Paweł Pawlikowski, exhibe los efectos del nazismo y sus cómplices en la (¿pequeña?) historia de dos mujeres que van a conocerse (¿reencontrarse?): Wanda, una jueza funcionaria del régimen, y su sobrina, Ida, una novicia que, a punto de tomar los hábitos, se entera de que es judía. Ambas, como sobrevivientes, bucearán dolorosamente en el macabro pasado familiar de secretos enterrados vinculados a la inagotable perversidad del nazismo. De los films abordados en este trabajo, este es el único con trama ficcional y en el que lo poético cinematográfico se presenta, por un lado, en la sorprendente ubicación de los cuerpos en el encuadre: las figuras se encuentran a un costado, empequeñecidas. Un espacio, podría afirmarse, tendiente a la fagocitación. Por el otro, en uno de los planos iniciales Ida pinta un Jesucristo de madera y el encuadre raro, bello, o bello por su rareza, no nos permite ver los pies de ella: las figuras (a)parecen como hundidas, como en un estar poco a poco cayéndose o a punto de que suceda ese derrumbarse. Un film delicado y sensual al mismo tiempo: un film que expone la materialidad cruda del mundo (cuerpos, tierra, nieve, niebla, caminos, árboles despojados, muros gélidos e inexpugnables, etc.), pero que exhibe la fundamental extrañeza de quienes habitan ese mundo y que se desplazan como una suerte de espectros. Esa frágil espectralidad nos interpela. En estas imágenes austeras, circunspectas (como si los planos mismos sólo tuvieran por único objetivo acatar el devenir), la mayor parte de los encuadres con cámara fija contienen geometrías simétricas[6] pero también, tal como aseveré al principio, nítidas asimetrías en relación a la colocación de los cuerpos que transitan un mundo lleno de descalabros, estragos, devastación. El sufrimiento siempre traza líneas tortuosas, zigzagueantes, nunca rectas.
4
Homo sapiens (2016) es una realización de Nikolaus Geyrhalter que, pese al título, carece de presencia humana; no hay voces en off o música extradiegética. Filmados en planos fijos sólo hay espacios que, por razones no explícitas, quedaron abandonados. Así vemos desfilar, unidos por sucesivos fundidos a negro, una iglesia, un teatro, un hospital, una escuela, un puerto, una prisión, un barco, una cueva llena de chatarra herrumbrada, edificios gubernamentales, centros comerciales, plantas procesadoras, una ciudad entera carcomida por la extrema salinidad del agua. Se escuchan zumbidos, graznidos, gorjeos, crujidos, un trinar y un croar insistentes, el gotear del agua, el viento en su ulular incansable y los ruidos que producen los objetos al desplazarse (papeles, plásticos, cartones, maderas, ramas). Lejos de cualquier perspectiva bucólica, vemos polvo, óxido, nieve, arena, naturaleza omnívora. Un paisaje postindustrial pero también posthumano. Y lo exhibido no es el futuro como se ha afirmado[7] sino el presente mismo en su poder devastador. Si bien en algunos casos podemos inferir las causas del abandono (tsunamis, efectos radioactivos, inundación, guerras, calentamiento global, etc.), la visión del planeta como ruina y desecho resulta escalofriante; tan desolador como esa montaña rusa (rollercoaster) que, como el esqueleto de un animal antediluviano, va siendo devorada por las aguas de un mar en alza. Como en los films de Peleshián, Geyrhalter recurre a la inventiva de nuestro oído. Ante ese muestrario imparable de desechos pero, sobre todo, ante ese conjunto de sonidos naturales amplificados (ranas, pájaros, insectos, gotas de agua, vientos), nuestra experiencia sensorial se agudiza y observamos, en las ruinas y escombros, una coexistencia poética entre vida y muerte. Los planos fijos de esa materialidad derruida –aquello que el Homo sapiens ha dejado detrás de sí– cancelan la dispersión del espectador y, en su duración, habilitan el contemplar que el sonido intensifica. El desasosiego que sentimos frente a lo visible encuentra en las voces desplegadas en cada uno de los paisajes distópicos una sinfonía del mundo. Una sinfonía (desasosegadamente) poética.
Sin ninguna pretensión conclusiva, mi intento aquí ha sido el de proporcionar algunas de las distinciones que hacen a lo poético cinematográfico: lo sugerente, una experiencia sensorial intensificada, la posibilidad de contemplar, una suerte de estado febriciente de la visión, el principio de indeterminación que lo regiría. Aquello que nos permite multiplicar tanto las posibilidades de la mirada como las de lo auditivo –esos grandes ojos que son nuestros oídos–; aquello que nos conmueve en el borde inefable de las imágenes. Dada la indeci(di)bilidad de lo poético cada uno de estos films reactualiza o demarca lo que le concierne precisamente a lo poético cinematográfico; exhibe, en su singularidad, aquello que le atañe dentro de ese orden de imágenes. Al respecto, adhiero a lo que sostiene pertinentemente David Oubiña en relación al cine de Abbas Kiarostami: «Si fuera posible determinar un rasgo fundamental de lo poético cinematográfico habría que buscarlo allí donde la imposibilidad para rastrear en la imagen una avenencia entre toma y concepto vuelva inútil esa distinción».
Advierto, no obstante, que los films a los que recurrí contienen un núcleo unificador que es el de la destrucción: ya sea el genocidio de la Segunda Guerra Mundial y los distintos procesos depredatorios llevados a cabo por el ser humano o los lugares que se abandonan por desastres naturales, emanaciones radioactivas o guerras, o ya sean los trabajadores de la industria pesquera en su fase de franco declive. Asistimos a la prueba de la destrucción real de tantas cosas y, en definitiva, parafraseando a Peter Sloterdijk (citado por Graciela Speranza), a la prueba de la destructibilidad de todo[8]. Y, a la vez, entre tanta depredación, nos percatamos de que si hay arte hay vida. Es en este sentido que, aunque en referencia al documental, Jean-Louis Comolli advertía la pertenencia del cine como «archivo de lo viviente amenazado [porque] su rol consiste en registrar, antes de la destrucción o durante la [misma], lo que está siendo destruido para conservar sus rastros y su memoria». El cine filma el «descalabro del mundo que ocurre por doquier» y al hacerlo se convierte en una «acusación contra el programa de destrucción en curso».[9] Una conjura contra la deshumanización. Una mirada movilizad(or)a. Por eso estas películas, de un modo u otro, son imperiosas: porque nos exhortan a mirar, no a esperar peripecias y desenlaces claros o cierres apaciguadores, sino a experimentar la materialidad del mundo. A fin de cuentas, nos ofrecen un encuentro sensible con el mundo que nos incita a pensar como un instrumento decisivo para la supervivencia colectiva.
Laura M. Martins se desempeña como docente e investigadora de estudios latinoamericanos y literaturas comparadas en la Universidad Estatal de Luisiana.
[1] Con “reflectores” Didi-Huberman se refiere a los «de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión». Georges Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas, Abada Editores, Madrid, 2012, p. 36.
[2] Me refiero a lo efectivamente hecho en La orilla que se abisma (2008) del director argentino Gustavo Fontán.
[3] «En mis películas la imagen puede ocupar el lugar del sonido, y el sonido ocupar el lugar de la imagen». Scott MacDonald, “FICUNAM (06): Entrevista a Artavazd Peleshian”, Con los ojos abiertos, 11 de febrero de 2011.
[4] Scott MacDonald, ibid.
[5] Stephanie Zacharek observa bien esta correspondencia (“‘Leviathan’: Of Fish and Men, Withouth Chats”, NPR, Washington, 28 de febrero de 2013).
[6] Coincido plenamente con la lúcida (y lucida) lectura sobre Ida efectuada por Roger Koza (en mi opinión uno de los mejores críticos de cine de la Argentina). En su sitio de internet aparezco con seudónimo en mis intervenciones.
[7] Rob Thomas, “Homo sapiens Shows the World after Humans Are Extinct”, The Cap Times, Madison (Wisconsin), 19 de octubre de 2016.
[8] Graciela Speranza, Atlas portátil de América Latina: Arte y ficciones errantes, Anagrama, Barcelona, 2012, p. 134.
[9] Todas las citas vienen de Jean-Louis Comolli, “El cine medida del mundo: Notas para una conferencia”, Revista Imagofagia 1, Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, abril de 2010.