Noche blanca: Revisitar la muerte

Noche blanca: Revisitar la muerte

Por | 2 de junio de 2022

Noche blanca presenta a la comunidad zoque de Nuevo Guayabal enfrentada a la tarea de excavar el sitio antes habitado por sus ancestros y que la erupción de un volcán enterró a inicios de los ochenta. Sueños, magia, secreto y poesía: estos elementos destacan en la película, ofrecen una experiencia comparable al trance teniendo en común una fuerza oculta que se revela a quienes se adentran en el misterio y el esfuerzo de indagar bajo la tierra o la memoria.

En lo relativo al campo de los sueños, la niebla recuerda ese ir y venir de las imágenes que aparecen y se esfuman en los planos oníricos,[1] que dialogan con los Sueños (Yume, 1990) de Kurosawa, o La leyenda del tío Boonmee (Lung Bunmi raluek chat, 2010), de Apichatpong Weerasethakul. Los tonos azules y fríos de la paleta de colores construyen el clima, en términos psicológicos, de un mundo congelado en el pasado y que pide ser devuelto a los descendientes de quienes murieron en la explosión. Siguiendo la línea de lo fantasmagórico propio de las sensaciones que uno adquiere cuando duerme, la manera en que la cámara avanza entre la naturaleza y los personajes evoca la mirada omnipresente de alguien invisible pero que posee la capacidad de ver a los demás, como si flotara.

Los personajes sueñan y hablan de sus sueños en un modo casi profético que los alienta a dirigirse al lugar donde ocurrió el siniestro, los acercamientos a sus rostros mientras duermen se alternan con imágenes de archivo que capturan paisajes devastados por la tragedia en cuestión. Así, el montaje parecería sugerir que, mientras descansan, los habitantes son visitados por las imágenes ominosas características de los presagios o las pesadillas.

Si entendemos por magia aquellas manifestaciones que carecen de una explicación lógica o científica y que sin embargo ocurren, uno de los recursos que abona a la atmósfera mágica de la película es la voz en off. Quienes enuncian fuera de cámara lo hacen en el tono de un conjuro: las palabras señalan al pasado y al futuro insinuando una circularidad que se manifiesta desde los primeros minutos; por ejemplo, cuando en la pantalla surge la mano de una mujer que dibuja en la tierra mientras narra el funcionamiento del mundo y la erupción del Chichonal. Los personajes toman decisiones a partir del intercambio de historias personales y comunitarias, la oralidad juega un papel imprescindible, pues desenterrar se equipara a un viaje iniciático que –aunque solicita esfuerzos físicos– exige la interpretación de relatos ancestrales, en ellos se encuentra la llave para encarar el espacio que será recuperado. El encuentro con el pasado requiere una consciencia afectiva y social que trasciende las herramientas científicas. «Así como hay días blancos también hay noches blancas. Hoy es uno de esos días. ¿Qué decían los antiguos acerca de eso? Decían que cuando hay noches y días blancos, algo está por revelarse», explica un hombre a otro, evidenciando ese conocimiento antiquísimo que linda con la magia.

Además, las luces contribuyen a crear un ambiente poblado por lo sobrenatural: el crepitar del fuego, la forma en que el sol se derrama sobre el paisaje o las lámparas sostenidas en la noche por los integrantes del pueblo, parecidos a luciérnagas en la negrura. La magia reside también en la monumentalidad de la naturaleza, en el asombro provocado por las tomas de montañas o aguas que rebasan la presencia humana. Por si fuera poco, hacia el final de la cinta, presenciamos los movimientos de hombres enmascarados que bailan con pasos heredados durante un rito al que se puede acceder a través de la participación en lugar del raciocinio.

Lo que no se dice o no se ve es fundamental en Noche blanca (Pobo ‘tzu’, Tania Ximena y Yollotl Gómez Alvarado, 2021). Los secretos se expanden tanto como la niebla ante la incógnita de qué y en qué estado se halla el pueblo encubierto o el significado de los sueños de los personajes. Quizá, una metáfora de los diálogos con lo oculto corresponde a las palas clavándose en la tierra, ese intento firme y constante por abrirse paso a la verdad. De igual manera, la profundidad de la mirada de la mujer que aparece con frecuencia se convierte en leitmotiv del secreto. El plano en contrapicado de los habitantes que se asoman a un gran agujero devela el conocimiento de algo recóndito y no verbalizado. Esa abertura coincide con la posición de los espectadores, miramos a los que han descubierto, mas no vemos lo que se descubrió. He ahí la maravilla del misterio.

La poesía, como medio para transmitir lo inefable o las revelaciones que ocurren al liberarse de la convención, se manifiesta de distintas formas en la película. Una de estas manifestaciones compete a los instantes que sugieren inicios y finales: el amanecer o la oscuridad cernida sobre los paisajes es un recordatorio de nuestra finitud frente a los ritmos del Cosmos. El Origen se metaforiza constantemente, basta recordar a un hombre que señala el sitio donde fue enterrado su cordón umbilical cuando su madre dio a luz en aquel territorio ahora derruido. Escenas después, escuchamos una voz que dice «Mi ombligo te habita. Uno soy en ti», reforzando la impronta de una búsqueda incansable por las raíces que nos cohesionan. Sumado a lo anterior, lo poético se amplía con los versos de Trinidad Díaz Arias incluidos en distintos segmentos del filme o la similitud patente en la trama que encuentra coincidencias con obras literarias tales como Pedro Páramo, en las cuales los habitantes deben revisitar la muerte para entender y celebrar la vida.

En el ámbito estético, Noche blanca ofrece la experiencia de adentrarse por 72 minutos en el regreso a un pueblo oculto y a Nuevo Guayabal, sus montañas, árboles y hogares calentados por una llama compartida entre familiares y vecinos. Asimismo, la cosmovisión zoque manifiesta en la cinta, habita los lugares y las personas. Quien escribe este texto ha crecido en una sociedad occidental y, por ello, agradece que Noche blanca sea un regalo para acercarnos como invitados al umbral de un acontecimiento sagrado, entretejido en parte por los sueños, la magia, los secretos y la poesía.


Sabina Orozco es autora de La lengua de los osos polares (cuentos, 2021) y Cosas que no contaré a mis padres (poesía, Premio Cervantes Vidal 2021). Ha publicado textos críticos y de ficción en medios como Este PaísAmbulante, Periódico de Poesía y Cúpula.


[1] Utilizo el término plano en un doble sentido: el del ámbito del espacio mental donde cualquier objeto o persona logra aparecer y desaparecer como un fantasma; y el del ámbito cinematográfico, concerniente a los encuadres, en ocasiones sumamente abiertos y humeantes.