Better Call Saul frente a la máquina de

Better Call Saul frente a la máquina del tiempo

Por | 1 de septiembre de 2022

“Ya no queda nada”. Es el título del fin de la serie, el capítulo 13 de la temporada 6. ¿Todo ya terminó? A quienes ya vimos las seis temporadas de Better Call Saul sólo nos queda abrazarnos a la esperanza –o a la certeza– de que nunca pudimos haber visto todo, y entonces verla por segunda vez, para encontrar parte de lo que se nos pudo haber escapado en el primer visionado. Así, el título adquiere un sentido inesperado: efectivamente, ya no queda nada más que volverla a ver.

Es un título taxativo, sin duda por eso funciona tan bien. Pero, como sucede con toda frase que se presenta como indiscutible, nadie queda obligado a tomarla al pie de la letra. En la medida en que, en cierto modo, el propio capítulo consiste en un viaje en el tiempo lleno de peripecias sorprendentes, pareciera sugerirse la idea de que, incluso cuando ya no queda nada, queda necesariamente mucho por recorrer. La crítica lo ha dicho ya suficientes veces: la serie termina tan poderosamente como había prometido terminar. Sin ánimo de recorrer aquí los enredos de la trama de un gran capítulo, quisiera detenerme un momento en la primera escena, para ver, de acuerdo con ese tópico convocado sugestivamente en el desierto, qué hace Better call Saul (Vince Gilligan y Peter Gould, 2015-22) frente a la máquina del tiempo.

Se trata de una de las fantasías literarias, cinematográficas y televisivas más ubicuas de la modernidad. Supone, en los casos más afortunados, la posibilidad de salvar la vida, o de enmendar viejos errores, o de ganar mucho dinero sin demasiado esfuerzo. Pero, en tanto que fantasía, supone también –y acaso sobre todo– la posibilidad de imaginar derroteros alternativos para animar la conversación. Cuando Jimmy McGill (Bob Odenkirk) le pregunta a Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks) lo que haría si pudiera viajar en el tiempo, Mike se comporta como un moralista y como un padrazo: decide que corregir el comienzo de su deriva delictiva y verificar el bienestar futuro de sus seres queridos son las dos mejores opciones para él. Saul Goodman (Bob Odenkirk), en cambio, más simple y más rebuscado a la vez, postula que usaría la máquina para viajar al pasado y escapar así de la mafia a la que le habría robado el dinero para construir semejante dispositivo. Con el resto, por supuesto, apostaría al ganador para acumular dividendos. Pero Saul, en principio, es una máscara, una pantalla sobre la que proyectar los deseos más corrosivos y mantener el nombre propio, en la medida de lo posible, a resguardo. Para Jimmy, por su parte, la fantasía de viajar en el tiempo es algo distinto: un artefacto verbal pergeñado para enriquecer el momento, encender la imaginación propia y ajena y poner en marcha el diálogo, incluso en la aridez del desierto.

Saul Goodman es un impostor y un charlatán; Jimmy McGill, por el contrario, es un artista de la conversación. Cuando Jimmy abre la boca provoca ficciones, acaso la más predecible de las cuales es el propio Saul.

Mike acepta el desafío y le responde a Jimmy la pregunta porque entiende que quien la formula no es precisamente un impostor, sino alguien que tiene ese interrogante hundido en el corazón y exige a gritos una respuesta. Sabe que es una de esas preguntas en las que se puede jugar el destino de una vida, y definirse una clave para mirar atrás y entender de algún modo lo que pasó. Ahora bien, cuando Jimmy, después de escuchar lo que haría Mike si pudiese viajar en el tiempo, responde sobre lo que, por su lado, haría él si tuviera la ocasión, ya no es Jimmy McGill, es de nuevo Saul Goodman, el irredento charlatán.

Para que el encanto de una conversación “profunda” se aplane no hace falta más que el instante performativo de un canalla. Saul viajaría en el tiempo para salvar el pellejo y hacer dinero. Para él, ya no queda sino eso por hacer. Nada de remordimientos. Nada, si quiera, de simple curiosidad sobre lo que podría haber pasado si se hubieran tomado caminos más venturosos.

Pero Mike entiende a la perfección el comportamiento del héroe. Sabe que la máscara se sostiene precisamente porque también, en cualquier momento, se puede caer. Por eso no desespera y se convierte en un hermeneuta: traduce la respuesta mezquina de Saul en una nueva pregunta dirigida a Jimmy: «¿Eso es todo? ¿Dinero? ¿No cambiarías nada?»

«¿Qué más?» ¿Qué otra cosa importa además del dinero y de la mera supervivencia? Sospecho que no se puede saber con seguridad si esa pregunta se la hace Saul o Jimmy a Mike, o si se la hace Saul a Jimmy, o viceversa. Es, en todo caso, la hipótesis que me gustaría sostener. «¿Qué más?», dice el personaje, o su máscara, o ambos a la vez. No es una pregunta importante porque se trate de una interpelación que finalmente haya dado en el centro de todo el asunto. En Better Call Saul no deja nunca de quedar en claro que el universo ficcional –y que el mundo en el que vivimos– no tiene un centro de gravedad único con el poder de sostenerlo todo en un equilibrio más o menos estable. Más bien se trata de una pregunta importante porque no se puede saber con toda seguridad si la formula el personaje o su máscara, así como no queda muy claro tampoco si va dirigida a sí mismo o a Mike.

Entre el hijo pródigo y el estafador, entre el amante divertido y el abogado del diablo, en suma, entre el personaje y la máscara que se ha construido para gestionar su estridente imperio a fuerza de slogans tan disruptivos como pegadizos, caben, virtualmente, todas las tragedias. El héroe de la serie se estructura a partir de un recurso hiperconvencionalizado por la tradición narrativa occidental, de la cual el propio Walter White (Bryan Cranston) es un ejemplar prominente. En efecto, también en Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-13) el héroe se disocia en dos personalidades tan distantes una de otra que ningún desprevenido podría imaginar la coincidencia de ambas en una misma persona. La alteridad radical respecto de sí es parte constitutiva del personaje. Ahora bien, Walter mantiene la distancia entre el químico frustrado y el narco inescrupuloso en todo momento. Se cuida muy bien de distinguir y asumir cada perfil de su doble personalidad sin confundirlo nunca con el otro, de acuerdo con las dificultades que le toca resolver cada vez. En Better Call Saul pasa otra cosa. Entre Jimmy y Saul, más que una simple oposición de alternativas discretas, hay un pasaje, un degradé. En lugar de agotar el sentido en el juego de las oposiciones binarias, la serie se vale de ese juego para poner en evidencia que todas las oposiciones contienen el germen de una ambivalencia que las corroe por dentro. En este sentido, el héroe no es exactamente uno que se disfraza de otro. Más bien el disfraz que se pone es, de entrada, el otro de un otro cuya silueta se transparenta detrás.

Salvar la vida o amasar una fortuna multimillonaria. En la tierra del American Dream, Saul opta por lo obvio. No hay moralista que lo pueda mover de ahí. Jimmy, en cambio, se inclina por la ficción. Para él es preciso mover el avispero en la escena, embellecer el desierto con palabras, combatir el vacío con gracia. Entre uno y otro –o mejor, entre este y aquel otro– una pregunta queda por responder: «¿Qué más?»


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.