La sociedad serie B

La sociedad serie B

Por | 11 de noviembre de 2021

El cine serie B y América Latina tienen en común una violencia desmedida y mórbida en sus escenarios. La única diferencia entre esta categoría del celuloide y el contexto de esta región del orbe es la cualidad de su realidad. Mientras que el primero tiene por objetivo el entretenimiento a través de narrativas ficticias acompañadas de una violencia absurda y exagerada; la segunda, por causas estructurales, provoca acontecimientos similares en la realidad de la mayoría de la población latinoamericana. Las zonas populares, como urbes o poblados, son escenarios frecuentes para diversos brotes de violencia.

Uno de los personajes de estos largometrajes es el asesino serial, cuyas acciones no difieren de las perpetradas por algunos habitantes de Latinoamérica. Quizá lo disímil entre el cine serie B y la sociedad latinoamericana es estético, pues el agresor fílmico posee lo torvo, cruel y hosco, y su víctima superviviente, lo bello, hermoso y benévolo, como rasos identitarios en el filme. En cambio, el latinoamericano, desposeído de los insumos elementales para su desarrollo, adquiere un aspecto desvalido, del cual tratará de despojarse recurriendo a los recursos inmediatos como la violencia. Este recurso formará parte de su cotidianidad.

La violencia, al ser ya una expresión ordinaria, establece una experiencia similar a la del espectador del cine serie B. Ya no escandaliza el hecho atroz, sea éste una lenta y dolorosa tortura, sea un desollamiento o desmembramiento, es percibido con insensibilidad y morbo, disfrute y deleite en no pocos casos. La experiencia permuta de la conmoción, ocasionada por el acto aterrador, al gozo, idéntico al del asiduo consumidor de este género fílmico. Tenemos una experiencia estética de la violencia latinoamericana.

Ya no disgusta la brutalidad del hecho, ya no se compadece a la víctima, mucho menos se simpatiza con ella, forma parte de este aterrador cuadro en movimiento. Pero no advierte el espectador que también podría tomar parte de una escena con igual o mayor grado de horror. El dolor y sufrimiento estimulan placenteramente a las personas, como en la proyección de un slasher.

Uno de estos momentos de terror, cada vez más frecuente, es la ejecución tumultuaria, cometida por un grupo de personas. Cada individuo comparte la idea de aplicar la justicia improvisada, por lo que su personalidad se diluye en la muchedumbre: personas se agrupan para volverse asesinas acometiendo contra alguien más, su víctima, y el resto de los presentes se deleita al formar parte de esta escena del crimen. Se observa a unos con un rostro fascinado por la violencia ejecutada por los feroces e iracundos agresores y a otros filmando cada minucia con júbilo. Estamos ante el placer de la violencia.

Esta conducta es similar a la de los zombis, un tropel de muertos vivientes, cuya individualidad ha sido mitigada por el movimiento cuasi voluntario de alimentarse de los humanos vivos. Asimismo, los espectadores se deleitan de esta ficción. Entonces, los muertos vivientes y la turba, ambos amasijos de individuos despersonalizados, tienen en general un fin común, el daño colectivo a uno o varios individuos.

Muestra de ello, es un linchamiento ocurrido en el poblado de San Vicente Boquerón, en Puebla. Las víctimas fueron dos familiares, un tío y sobrino, arrestadas por ingerir bebidas alcohólicas en vía pública y en las proximidades de una escuela primaria. De las varias causas que motivaron el cruel y abominable acontecimiento, una resalta por la incitación del acto por parte de un sicofante. Pues este comunicador transmitió inmediatamente en medios digitales falsas e infundadas noticias, una alertaba que estos hombres aprehendidos por las autoridades eran parte de una red de criminales que había entrado al país a extraer niños y traficar con sus órganos, e insta a la gente enardecida que tome justicia por propia mano.

Ya agolpado un gran número de pobladores en la comandancia, exigieron a los policías y autoridades que se les entregaran a los inocentes incriminados viles para ajusticiarlos. La ira emanada del reclamo disuadió a los policías de continuar reteniéndolos, ya que temían por su vida. Mientras esto transcurría, el heraldo de calumnias, junto con otro cómplice, recolecta dinero para rentar un altavoz y transmitir la noticia a los vecinos que aún no estaban enterados del peligro que asechaba a los niños del lugar.

Unos furiosos y otros excitados golpean ferozmente a los acusados. Otros más, sonrientes y alegres, transmiten en vivo el espectáculo que debe ser apreciado y contemplado no sólo por los asistentes del lugar, sino también por todo aquel que pueda reproducir el video en directo en un dispositivo. Mientras esto acontece, alegre y alborozado, el comunicador contempla la atroz violencia.

En los videos se observa a las víctimas desorientadas y confundidas, sus rostros aterrados y sufrientes no dan credibilidad a lo que está aconteciendo. Son atados con sogas, golpeados, vilipendiados. Entre los sonidos de los golpes y las ofensas, injurias y calumnias, varias voces al unísono corean: «¡Hay que quemarlos!». Hombres con bidones de gasolina los esperan afuera de la comandancia, el hombre más joven desfallece, continúan machacándolo en el suelo. Los rocían de gasolina y les prenden fuego. Después de varios minutos de soportar un gran dolor, uno fallece, el otro, aún vivo, sentado en el suelo y ennegrecido, se le echa nuevamente gasolina para avivar la llama. He aquí el regodeo por el sufrimiento ajeno.

Como si se tratase de la proyección de una película de serie B, a la gente no sólo le fascina el gusto mórbido por las cruentas imágenes, sino que las asimila y olvida rápidamente. No importan las vidas que se perdieron, una vez que ha desaparecido el alborozo, unos cuantos se quedan fotografiando los cuerpos inertes y chamuscados; otros vuelven a sus casas o trabajos y olvidan lo acontecido. Así, al final del día, los más jóvenes comparten las macabras escenas como si fuese un fugaz video viral, lo adultos mayores se preparan para cenar viendo primero la telenovela y enseguida el noticiero estelar en el televisor. Después van a dormir, ya que los eventos suscitados no les quitan el sueño: es un suceso de violencia más.


Alfonso Emmanuel Saucedo Ávila estudió Filosofía en la Universidad de Guadalajara. Ha laborado en proyectos de investigación antropológica enfocados al consumo y la cotidianidad social.