La (in)comodidad en Marriage Story

La (in)comodidad en Marriage Story

Por | 6 de noviembre de 2020

Así como resulta inexplicable y maravilloso conocer por primera vez a una persona y luego hallarla de manera regular en nuestros sueños y vigilia; lo es también la lectura que asegura el retorno a partir de cohesiones sibilinas con pensamientos y experiencias. Hace unos meses leí el ensayo de Claire Dederer “¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?”, desde entonces he regresado a la siempre compleja problemática entre la jerarquización del valor estético o la ética de la mirada que supone el acto apreciativo de la obra de arte en no pocas ocasiones.

La reflexión de Dederer –denotativa de una atmósfera de deshacimiento– se instala en la influencia de la biografía del autor en la obra, toda vez que está permeada por criterios o conductas monstruosas. Sujetos cuyo legado artístico de probada valía estética se retuerce entre las brasas de la atrocidad. La autora (se/nos) interroga: ¿cómo lidiar con el genio-monstruo, sus creaciones y sus aberraciones? Instancia que no encuentra respuesta sino en los afectos morales de cada lector(a).

Tropezar con el dislate de Danay Suárez[1] en los últimos días me hizo pensar en monstruos. No por considerarla una de los míos, mas sí por ser una voz poderosa dentro del rap en la isla, artista de culto del underground cubano como le leí a Rafael González Escalona en su canal de Telegram Radio Crisálida. Del contenido del post, nada que decir. La referencia sólo se debe a su papel de detonante de las conexiones enseguida esbozadas.

Casi al final del ensayo Dederer redirecciona la mira hacia su propia monstruosidad. ¿Autocrítica o vanidad? Quizá una pizca de ambas. Practica su personal auto de fe, con todo lo moralmente reprochable y heréticamente libre que supone. El texto descubre a la escritora en pleno proceso conciliatorio con sus demonios, esos que genera el visceral y egoísta trance creativo: la colonización del tiempo correspondiente a la familia, el distanciamiento del mundo real para edificar otro distinto, la entrega de los hijos al cuidado de otros. Devela una relación amor/odio con la monstruosidad que comparte con sus amigas escritoras. Una espesa bruma cubre dicho binomio cuando las ínfulas de lo terrible palidecen ante los cantos de sirena de “la genialidad”. Abandonar a los hijos es el principal rasero de la monstruosidad femenina. Dederer dora la píldora pues, es obvio que no todas las mujeres literatas alejan a sus hijos en medio de procesos de escritura. Sí abandonan otras partes de ellas. Siempre quedan destrozos después de “dar a luz”.

Las gradaciones del monstruo que propone la autora, en detrimento del impacto de la hoja de vida del autor, me interesan en tanto son detectables estéticamente a través de la mirada cinematográfica. Especímenes tipo construidos a partir del punto de vista de la enunciación. Este ensamblaje, a su vez, supone una ética de la mirada. ¿Qué sucede entonces cuando la monstruosidad se instala en la obra? ¿Una mirada que construye monstruos, es de alguna manera monstruosa? A pesar de que ejemplos plausibles podemos rastrear dentro del vasto universo del cine, voy a respetar las conexiones tal cual las experimenté y utilizar como referente Historia de un matrimonio (Marriage Story, 2019), un filme de Noah Baumbach que copié en una escapada del confinamiento apenas una semana antes de la aparición del post de marras.

Debo decir que me sentí cómoda durante algunos minutos de metraje hasta que no lo estuve más. Comodidad es quizá la clave más embarazosa para penetrar en la realidad construida por Baumbach. Todo es confortable en Marriage Story. Lo demuestra la familiaridad con los planos secuencias teatrales y los cortes abruptos, ambos cercanos a la estética cincuentera; así también ese chovinista empeño del cine estadounidense por connotar su sistema de justicia. Los juicios han venido a incautar el lugar feliz de los pistoleros y los gánsters. Sin embargo, esa comodidad no se debe exclusivamente a la atadura umbilical con códigos visuales y narrativos del establishment. Es un asunto de episteme.

La sinopsis genera un efecto sinecdóquico para esa epistemología de la comodidadque es el filme:

Un director de teatro y su mujer, actriz, luchan por superar un divorcio que les lleva al extremo tanto en lo personal como en lo creativo. Además de aprender a convivir para lograr estabilidad en la vida de su pequeño hijo.

Un esfuerzo deconstructivo pudiera permitirnos otra síntesis:

Una mujer decide tomar las riendas de su cuerpo y su vida al divorciarse de su marido, desencadenando un proceso de transición abrupto para ambos en cuyo centro se ubica la estabilidad en la vida de su hijo.

Para ello deberíamos escarbar en las grietas del discurso heteropatriarcal y producir un contrarrelato capaz de cuestionar la producción visual de la feminidad y las dinámicas maritales. Pero Baumbach no ofrece demasiadas facilidades al oficio arqueológico. Algo válido tal vez para otra película, pues la suya se satisface en la norma y la metafísica de la realidad. O quizá sí pudo ser su película, pero le ha dado pereza abandonar el sofá.

En una entrevista para el New York Times, Reggie Ugwu le pregunta acerca de la vulnerabilidad de su cine para ser «extrapolado» a diferencia del de otros realizadores, a lo que Baumbach responde:

Supongo que se debe en parte a que mis películas tienen lugar en alguna versión del mundo real, así que hay una especie de identificación. Si estás viendo una película de David Lynch, no dices, “Eso me acaba de pasar”, como, si ves Marriage Story, podrías pensar, “Ya pasé por esto”.

Según apunta el espectador establece una suerte de identificación porque se puede sentir “representado” en la pantalla.

El cine es siempre una construcción discursiva que funciona en el plano de lo simbólico. Paul B. Preciado formula que es uno de los dispositivos que construyen el marco epistemológico y trazan los límites dentro de los cuales la sexualidad se hace visible.[2] Sucede así con las dinámicas de poder en la pareja que, desbordando el espacio de la intimidad, adquieren con el cine una dimensión colectiva, pública y política. Por tanto, el vínculo del cine con los roles dentro de las relaciones maritales no se encuentra en el orden de la representación, sino de la producción. Siguiendo la lógica de Preciado, la clave no está en si una imagen representa de forma verídica o no una realidad, sino en quién tiene acceso a la sala de montaje colectiva en la que se producen las ficciones. El punto de vista enunciador en Marriage Story construye las posibilidades de performatización psicosocial de los individuos a partir de una biopolítica heteronormativa y patriarcal.

Desde el inicio se asientan los tópicos en torno a los que pivotan las personalidades de Charlie (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johanson). A través de un ejercicio de mediación que presuntamente destensaría el posterior clima del divorcio, ambos deben compartir lo que más le gusta acerca del otro. Sobre Nicole Charlie resalta la capacidad para hacer sentir cómodo a quien la rodea, para escuchar, para «mantener la nevera superllena y que nadie pase hambre» y, enfatiza, la ternura de su entrega en tanto lo siguió a Nueva York para hacer teatro pudiendo haber triunfado en el cine en Los Ángeles. El monólogo de Nicole, en cambio, trasluce una manifiesta admiración y marcados tonos comparativos. Sus palabras develan un Charlie imperturbable ante cualquier opinión ajena u obstáculo que le impida lograr su objetivo, que tiene muy claro lo que quiere y rara vez es derrotado, cualidades ambas de las cuales ella se define desprovista. Charlie es emprendedor, organizado, meticuloso, sensible…

Hace algunos años conocí una pareja de colombianos simpatiquísimos que celebraban su primer aniversario en la isla. Neoburgueses, bogotanos, las fotos de su boda aparecían en varias revistas de entretenimiento locales. Recuerdo nítidamente una anécdota que hizo la esposa sobre la celebración familiar del pasado fin de año. Según su relato en esta fecha los bogotanos tenían por costumbre escribir un deseo en un trozo de papel y, al dar las campanadas que anuncian el nuevo año, compartirlo en voz alta con el resto de familiares y amigos (nunca he tenido el chance de corroborar con otros paisanos la tipicidad de tal ritual). Ella pidió salud y prosperidad para su familia y amistades; él pidió la paz para Colombia. De manera casi inmediata al pronunciamiento de la última sílaba, concluyó: «Sabes eso que dicen, las mujeres nos remitimos a nuestro espacio personal, mientras los hombres aspiran al exterior». En ese momento aquello me resultó tan chocante como cuando alguien compara la pedofilia con una orientación sexual. No recuerdo si esbocé algún gesto afirmativo por cortesía, sólo así podría haberlo hecho, pero lo más probable es que me haya quedado en blanco ante la pesantez de tal sentencia.

El axiomático diseño de las personalidades de Nicole y Charlie resucitaron esa historia. Charlie es el epítome de la ambición, mientras Nicole la plataforma sobre la cual afianza sus rizomas. Lo anterior no sonaría a lugar común y victimización si el esquema paternalista en la gramática de los personajes diera cabida a alguna suerte de disenso. Revelador de una homogeneidad en la mirada resulta el percibir la “interiorización” proyectada en el personaje femenino a través, no sólo de la perspectiva del masculino, sino también en la de otros personajes y en la suya propia. Su principal expresión es la falta de autoconfianza.

Ligeros ápices de seguridad en sí misma se perciben a lo largo del filme. El motor impulsor de sus decisiones es por lo general un estímulo externo. Su abogada Nora (Laura Dern) y la productora del show televisivo (Sarah Jones) asumen por momentos tal cometido. Nicole resuelve desligarse de su vínculo codependiente con Charlie. Pero los motivos trascienden la necesidad de buscar su lugar en el mundo. El guionista determinó que a esta mujer había que darle un empujoncito. En definitivas, ¿tiene suficiente peso la infelicidad personal para abandonar el seno conyugal? Asusta convertir en palabras cierta respuesta. Para algunos sea quizá un exceso, lo cual no puede menos que encubrir la rigidez y normatividad de los estamentos del poder en las sociedades neoliberales y en otras cuyo estatus de sociedad roza la ficción. La coartada elegida fue el adulterio. Desacierto que se burla de la inteligencia del espectador y acentúa la victimización del personaje. Si incapaz era de garantizar una empatía suficiente con su postura, la infidelidad se erige como garante que despeja toda duda posible.

La escena que presenta el malestar de esta mujer e introduce el conflicto de la película se desarrolla en la oficina de Nora mientras le explica cómo se percató de su rol subalterno al observar a la esposa de George Harrison en un documental. Pronuncia una línea que considero categórica: «Se cómo la esposa de George Harrison. Ser esposa y madre alcanza. Luego me di cuenta que no recordaba su nombre». La primera vez que vi la película emprendí el ejercicio tras ese parlamento. No pude yo tampoco recordar su nombre. Al principio atribuí tal vacío a un despiste que por momentos me juega malas pasadas. Aunque sí recordaba el del esposo. Me otorgué el beneficio de la duda y rebobiné los treinta minutos de cinta. El nombre de Nicole es mencionado ocho veces durante esa primera media hora, el de Charlie veintisiete.

Una evidencia insondable persiste tras esa ¿sutil? desigualdad cuantitativa en las nomenclaturas. La historia de Nicole no es en esencia suya, o sea, escenifica el papel de voyeur en su propio relato. Paradoja trágicamente irónica con respecto al modo de ganarse la vida. No es por ello casual que en la pared situada detrás del sofá en el despacho de la abogada cuelgue una fotografía de tres sillas, una de ellas desocupada, ubicadas frente a la representación pictórica de lo que supone ser una escena de banquete. La fotografía, en cuyas otras dos sillas están sentadas mujeres con aparente displicencia hacia el lienzo, es mirada de reojo por Nora en dos ocasiones antes de arrimarse a Nicole para consolarla. Dicho recurso intertextual desata la duda acerca de quién ocupa el tercer asiento. Quizá un guiño a la autocontemplación de su fatídico matrimonio, o bien locus de construcción de la experiencia de los receptores.

Y, ¿quién es Nora? La única mujer dizque libre de censura en el filme. Nora es empática, inteligente, tiene una sonrisa de éxito dibujada en la cara. Generosa en halagos, cualidad que dimana de una sólida autoestima. Es una crack en lo que hace: les consiguió a la productora de la serie y a la esposa de Tom Petty las mitades del proyecto televisivo y de la canción “The Waiting” respectivamente. No obstante, la película insiste en reproducir un leit motiv tan trillado como innecesario. En su primer intercambio con Nicole, Nora se quita su chaqueta justo después de mencionarle las garantías que recibiría de contratarla. Repite este comportamiento en el tribunal en el momento en que la discusión de los términos del divorcio comienza a tornarse peliaguda, gesto que no pasa desapercibido por su asistente legal. Bien sea un mecanismo para gestionar sus inseguridades, acto simbólico que genera un contexto de confidencialidad o una patética alusión a sus “poderes” seductivos; la acción pone en evidencia, tal y como el recurso del adulterio, los colosales clichés de la estructura narrativa.

Las estrictas jerarquías y los dispositivos del funcionamiento al interior de la maquinaria de la sociedad heteropatriarcal se mantienen incólumes en el discurso fílmico. De hecho, el éxito alcanzado por la abogada se sustenta en su capacidad para adaptarse a las pautas, de “cogerle la vuelta” al sistema. Un parlamento que en mi opinión es significativo lo pronuncia Nora, soberbia actuación mediante, cuando corrige a Nicole durante un ensayo vísperas a la visita de un evaluador experto en su caso:

Aceptamos un padre imperfecto… Y todos decimos que queremos que eso cambie. Pero, básicamente, lo aceptamos. Los amamos por sus falibilidades, pero la gente no admite eso para nada en una madre. No lo aceptamos estructural ni espiritualmente… Así que tú debes ser perfecta y Charlie puede ser una mierda y no importa. A la mujer siempre le ponen la vara más arriba. Y es una mierda, pero es lo que hay.

Lo permisivo en tales líneas vendría a ser el dictamen de la monstruosidad femenina según propone Claire Dederer. El discurso fílmico perpetúa una suerte de mujer resignada. Es por ello que Nora está siempre disponible para llamadas y mensajes de trabajo excepto cuando se encuentra con sus hijos, Nicole intentó asumir que ser madre y esposa es suficiente y Charlie se permite anteponer sus urgencias personales a las de su progenie.

Al inicio del texto aludí a ciertas conexiones que se habían activado como consecuencia del post de Danay Suárez. En estos días de confinamiento, me decía una amiga, que los memes y los challenges se han convertido en nuestros principales mecanismos de defensa. Aunque no soy fan de los retos virtuales, reconozco el potencial de convocatoria, articulación, incluso comprometimiento que demuestran. Acciones no sencillas de detectar en espacios allende Facebook. Eso o que vivimos un tedio insufrible en estos tiempos, sin mayores matices. El asunto es que, en mi tercera nominación en el challenge de las películas de parte de una profesora querida, el fotograma elegido pertenecía al filme iraní Una separación (Jodāi-ye Nāder az Simin, 2011) de Asghar Farhadi. Hace tiempo no veo esa película. El tráiler en YouTube me hizo recordar no pocos aspectos de mi interés en ella. Al igual que Marriage Story la trama tiene su punto genésico en el divorcio de una pareja tradicional. A diferencia de esta, la disputa conyugal desencadena conflictos en la esfera macropolítica: a saber, las desigualdades de clases sociales y el impacto de la religión en las dinámicas de la vida.

Uno de los motivos de mi interés estriba en la desestigmatización de la mirada enunciadora. Casi todos los personajes de la película parece que mienten, defienden sus argumentos ante el sistema y ante sus semejantes con suspicacia, ejercen cierta complicidad con el espectador pues es finalmente este último, quien debe ocuparse de emitir criterios valorativos. No hay víctimas o victimarios evidentes. La culpabilización no es una marca de agua en la narrativa. El filme de Baumbach por el contrario, extiende un halo de culpa sobre sus personajes, en específico el de Nicole. La autoinculpación es quizá la más patológica. Expresiones rotundas y otras ladinas visibilizan una suerte de pecado original versión ruptura consorcio-filial. En este sentido, la estabilidad emocional de su esposo y el sentido de lo justo para su hijo encarnan el núcleo de sus tormentos. Pero también se perciben cuotas de culpabilidad en la opinión que le merecen sus colegas del teatro en Nueva York, su esposo y su propia madre.

Llegado este punto, ¿merecería el esfuerzo ahondar en la monstruosidad de los personajes de Marriage Story? Me permito deslizar las ideas de Dederer y tal vez aceptar que Charlie ostenta las dosis de egoísmo y desidia hacia los efectos colaterales del genio-monstruo. Mas sus falibilidades no parecen preocupar demasiado. En cuanto a Nicole y Nora –pues digamos que emprenden la ruta de la mesura– no hay demasiado por lo que escandalizarse en su comportamiento. Me interesa, no obstante, traer a la luz la segunda pregunta: ¿una mirada que construye monstruos, es de alguna manera monstruosa?

Pienso en Ema (2019), el más reciente filme de Pablo Larraín que tuve la suerte de ver en el Festival de Cine Latinoamericano, mi último recuerdo feliz de las noches habaneras antes de iniciar la historia distópica del coronavirus. El personaje de Ema devuelve a su hijo adoptivo tras quemarle el rostro a su hermana y luego incendia la ciudad, perrea sin ataduras performatizando su libertad en el espacio público (urticaria crónica de los señores censores), se ríe en la cara de la disfuncional familia judeocristiana, tiene sexo con el sistema y diseña su propia familia original para recuperarlo. Es el monstruo femenino que Claire Dederer diagrama. Ema construye un relato alternativo a la rígida normatividad del constructo de la sociedad moderna occidental. Es, además, una joyita estéticamente hablando. Es de esas películas que veo y me hacen vibrar.  Me pregunto entonces, ¿son los monstruos construidos los que perturban?, o ¿es quizá la mirada productora de normas y lógicas de subalternidad? Obvio resulta que no se trata de exigirle al arte cierto tipo de militancia política, bastantes daños hacen ya algunos reclamos. En mi opinión el asunto transita por otra cuerda, la de repensar las ficciones que reproduzcan patrones de comportamiento, aúpen los brazos a los lugares manidos y no se permitan miradas disidentes que trasformen nuestras formas de interacción.


Thalía Díaz Vieta es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana, institución en la que trabajó como profesora de Arte Universal Contemporáneo. Es candidata al doctorado en Filosofía de la Universidad de Notre Dame, Indiana. Ha sido coordinadora de la Sección de Cine, Performance y Artes Visuales de la Asociación de Estudios Caribeños (CSA) durante su 43ª y 44ª conferencias (2018 y 19).


[1] Hace unos meses la rapera cubana replicó un post en su perfil de Facebook en el cual se equiparaba el derecho al respeto hacia las personas con sexualidades e identidades no cis-heteronormativas con la pedofilia.

[2] Cfr. Paul B. Preciado, “Cine y sexualidad: La vida de Adèle” y Nymphomaniac”, en Un apartamento en Urano: Crónicas del cruce, Anagrama, Barcelona, 2019.

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