Agnès Varda, la pepenadora estética

Agnès Varda, la pepenadora estética

Por | 21 de octubre de 2019

Sección: Ensayo

Temas:

Mona (ver texto) y una anciana en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1984).

 

Dedicado a mi abuela María Luisa, otra pepenadora insólita.

Su mirada inauguró una nueva forma de ver el mundo. Siempre atenta a la forma, Agnès Varda jugó con el acomodo de las partes, recogiendo fragmentos de aquí y de allá para generar una cineescritura basada en la subjetividad, el autorretrato y la reflexión epistemológica del cine. Como veremos, en su práctica la errancia fue un recurso esencial, lo cual la equipara con la figura del pepenador, que vaga recogiendo lo que le sirve. No es aventurado decir que Varda (Ixelles, 1928 – París, 2019), que antes de ser cineasta fue fotógrafa, fue una pepenadora estética cuya obra interpela al espectador a través de la sensación.

Ya en su filme debut, La Pointe Courte (1955), los protagonistas, una pareja en crisis, atraviesan el barrio pesquero de un pueblo al sur de Francia. La cámara de Varda acompaña su andar, mostrando todo lo que hay a su paso (sábanas que se secan al viento, rostros dignos del neorrealismo, casas modestas), mientras hablan del futuro de su unión. Esta característica de seguimiento es un motivo inaugural, que se repetirá en toda su obra y que le permitirá, entre otras cosas, poner en jaque el plano/contraplano habitual en la filmación de conversaciones, generando soluciones originales que se pueden considerar como plásticas (por ejemplo la disposición de los rostros en La Pointe Courte, que se puede ver aquí abajo) o coreográficas (que ensayó en su primera película a color, La felicidad [Le bonheur], estrenada en 1965, donde los personajes se mueven dentro del encuadre para mostrar su cara frente a la cámara).

Incluso la protagonista de Cléo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962, abajo), que deambula por París, angustiada por la idea de morir de cáncer, en su recorrido percibe con extrañeza la mirada de la gente con la que se cruza, pasa de objeto visto a sujeto que mira. En las trayectorias de los personajes de Varda hay una revelación o un misterio. El cortometraje documental L’opéra Mouffe (1958) es considerado una segunda opera prima por los autores del libro Agnès Varda: Le cinéma et au-delà[1], ya que evidencia por primera vez la voluntad de la creadora de hurgar en la realidad y, además, manifiesta su interés por caminar sin razón aparente. Al pasear por la parisina calle de Mouffetard, la cámara registra el espacio público como un organismo cuya vida surge de quienes la ocupan. Los rostros sorprendidos de quienes advierten la presencia del artefacto que los filma y los vagabundos son parte de la película, pariente directo de Daguerrotipos (Daguerréotypes, 1976), el documental que Varda hizo sobre la calle en la que vivió hasta su muerte.

Saludos, cubanos (Salut, les cubains, 1964), un corto hecho enteramente con fotografías que Varda tomó durante una visita a Cuba en 1963, es una obra temprana gestada en la errancia de la actividad fotográfica y la capacidad de seleccionar el material (como lo haría quien rebusca después de la cosecha) para construir una narrativa. También es un ejemplo emotivo que muestra al espectador el truco del cine: la sensación de movimiento que se produce al juntar imágenes y generar secuencias. Antológica es la aparición de Benny Moré, cuyas fotos, evidentemente de naturaleza fija, son animadas por Varda para crear la ilusión de movimiento (aspiración de los científicos que estudiaban la alteración de los cuerpos al desplazarse) en un gozoso baile:

Son dos películas las que muestran la potencia estética de Varda como pepenadora: Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1984) y Los cosechadores y yo (Les glaneurs et la glaneuse, 2000). En la primera, que cuenta el último invierno de Mona, una joven que vaga por la provincia francesa, utiliza el recurso del testimonio asociado al reportaje (género que Varda trabajó en el corto Black Panthers, de 1968). Se trata, sin embargo, de una ficción que cavila sobre la libertad y la (im)posibilidad de permanecer en los márgenes. A pesar de la dureza de la cinta –compañía perfecta de La ceremonia (La cérémonie, 1995), «el último filme marxista», según palabras de su autor, Claude Chabrol.  Varda, que apenas da pistas sobre el pasado de Mona (que de manera radical vagabundea sin buscar nada en realidad), simpatiza con su protagonista, a la que sigue con una voluntad de carácter humanista. En Sin techo ni ley no hay espejos, recurso habitual en Varda, y que se aprecia en Cléo de 5 a 7 –que sirve para que la protagonista se juzgue a sí misma– o en Las playas de Agnès (2008, abajo), donde la realizadora monta una instalación con estas superficies frente al mar. Aquí, los espejos son sustituidos por la alteridad: quienes estuvieron en contacto con Mona dibujan apenas su contorno, manteniendo el misterio de su recorrido.

Como gran artista, Varda supo transformar la materia al encontrar en ella nuevos significados. Para ella la humedad en los muros, un problema común a erradicar, era la aparición de una obra de arte abstracto; la anécdota es parte de Los cosechadores y yo (Les glaneurs et la glaneuse, 2001), filme que documenta la actividad de quienes escarban en los desechos y la basura, y que encierra y sintetiza la estética de la creadora.

Al tomar como inspiración la obra pictórica Las espigadoras (1857) –en la que Jean-François Millet representa a tres mujeres agachadas que usan sus manos como picos de ave para buscar los granos olvidados en los campos–, se detecta una de las marcas más originales de Varda: su sensibilidad, entrenada en el arte visual, el teatro y la poesía, a diferencia de sus contemporáneos, que aprendieron casi todo yendo al cine o leyendo. Luego, en esta misma película, se encuentra ella misma, filmando sobre todo sus manos. Quizá debido a la poesía, la voz de Varda suele estar presente en sus películas, pero no de forma extensiva, sino de manera evocadora, yendo y viniendo. Varda juega un doble papel aquí: es la creadora, sí, pero obtiene su materia prima al tomar el rol de pepenadora, caminando, recogiendo imágenes y opiniones, algunas a favor y otras en contra porque consideran esta actividad como un robo.

En el acto de desechar y la oportunidad de recoger, Varda vio el reconocimiento de la existencia del otro: dejar que quien busque, encuentre lo que le sirva. Se trata de un verdadero acto de caridad, sin imposiciones, permitiendo que cada quien tome lo que considere bueno. Este proceder desembocó en una pieza en la que, una vez más, Varda (que en la última etapa de su carrera se convirtió en artista visual, sacando al cine de las salas) reflexiona sobre la naturaleza del quehacer fílmico. En 2006 presentó Mi cabaña del fracaso (Ma cabane de l’échec), una instalación para la que construyó una choza reutilizando copias en desuso de Les créatures, su filme de 1966, fallido en términos de crítica y público. Para la creación de la cabaña Varda aprovechó la llegada de lo digital y el apilamiento de las copias físicas empolvadas, que se encargó de recuperar. De esta forma desdobló el cine otra vez: mostrando la inmovilidad de las imágenes, el ancestro fotográfico de las películas, su materialidad; una vuelta de tuerca en la que las manos se ensucian para jugar con aquello que compone al cine.


Carlos Rodríguez es editor web de La Tempestad. Actualmente trabaja como redactor de contenidos de la primera edición del Festival de Cine Tulum. Estudia la obra de Claude Chabrol a través del sitio claude-chabrol.com.


[1] Ver Antony Flant, Roxane Hamery y Éric Thouvenel (coordinadores), Agnès Varda: Le cinéma et au-delà, Presses universitaires de Rennes, 2009.