Buscando desesperadamente a Claudio

Buscando desesperadamente a Claudio

Por | 17 de julio de 2019

La película inconclusa Yo, Claudio ocupa un lugar interesante en la larga historia de obras ambiciosas truncas. Si de por sí, el abandono de una cinta, proyecto casi siempre aparatoso, sugiere la existencia de un relato digno de ser contado, esta película en particular, basada en dos populares novelas del inglés Robert Graves (Yo, Claudio de 1934 y Claudio, el dios y su esposa Mesalina de 1935) tiene el cariz de estar rodeada de un halo de misterio y fatalidad muy propio de las “maldiciones” en el  cine y las artes escénicas. Esto la emparenta con obras de destinos enigmáticos como El conquistador (The Conqueror, Dick Powell, 1956) o El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973).

Graves, poeta, biógrafo, experto en mitología y conocedor de los autores latinos, escribió sus dos novelas sobre el emperador romano Claudio en un momento de apuro económico, concretamente con respecto a una hipoteca. Años antes, tras leer a Tácito y Suetonio, había nacido en él la posibilidad de enmendar el relato común sobre el personaje, normalmente tildado de manipulable, amén de su físico lleno de defectos, incluidos la cojera y la tartamudez. El resultado fue una intrincada narrativa en clave de falsa autobiografía, no sólo de Claudio y su extraña vida sino también de su familia, la dinastía julio-claudia, cuya saga repleta de adulterios, incestos, envenenamientos y traiciones constituye el núcleo de un imperio romano en ciernes.

La premisa de Yo, Claudio (que abarca su vida desde el nacimiento hasta la proclamación como emperador) y Claudio, el dios (desde el comienzo de su gobierno hasta los últimos días de su vida) es la siguiente: un individuo ninguneado por su debilidad física, fealdad, desaliño y una modestia a menudo malinterpretada como bajo intelecto, logra sobrevivir por su bajo perfil a la guerra incesante de sus poderosos y poderosas parientes, bellos y protagónicos, quienes a lo largo de las décadas se exterminan los unos a los otros en la senda por el poder. Después del asesinato de Calígula, Claudio, ya un hombre maduro, es casi el único vivo que queda de la dinastía, ya bien por haberse mantenido al margen o haberse humillado ante el mandamás en turno. La guardia pretoriana, encargada de la seguridad del César, corre peligro de disolución ante la falta de Calígula y se ve obligada a escoger otro emperador para no quedarse sin trabajo. Designa entonces a “Claudio, el idiota” para el caso, y a éste no le queda más que asumir el papel, que abraza al final desinteresadamente –y de forma competente– por un genuino amor a Roma. Claudio demuestra haber sido el más fuerte de su estirpe aunque, aquí una segunda ironía, era el único que no deseaba autoridad. La saga se apoya en un tópico político-filosófico que pervive hasta hoy: el poder es detentado mejor por aquéllos a quienes es indiferente.[1]

Poco tiempo después de su publicación y éxito editorial, la epopeya de Graves cayó en manos de Alexander Korda, gran empresario fílmico de origen húngaro. Korda había construido una respuesta británica a Hollywood con base en producciones de temas históricos y novelescos: La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, Alexander Korda, 1933), La vida privada de Don Juan (The Private Life of Don Juan, Alexander Korda, 1934), Catalina la Grande (The Rise of Catherine the Great, Lajos Bíró y Melchior Lengyel, 1934), La pimpinela escarlata (The Scarlet Pimpinell, Harold Young, 1934), Rembrandt (Alexander Korda, 1936). La suntuosidad de Roma parecía compatible con este proyecto de gran aliento. Yo, Claudio (I, Claudius) comenzó a ser filmada en los flamantes estudios de Korda en Denham en febrero de 1937, bajo la dirección del renombrado Josef von Sternberg… y el rodaje se interrumpió al siguiente mes para nunca más ser retomado.

Fue hasta 1965, casi tres décadas después, que en un documental televisivo realizado por la BBC titulado The Epic That Never Was vio la luz aproximadamente media hora del pietaje filmado por Sternberg y compañía. Presentado por un melifluo Dirk Bogard, el documental cuenta, a partir del testimonio de varios que vivieron la filmación, entre ellos Von Sternberg, la historia de la película frustrada. La anécdota puede resumirse así: el problema radicó en una tormentosa relación entre el director y el protagónico, Charles Laughton, líder de su generación actoral, shakespearano consumado y estrella de La vida privada de Enrique VIII y Rembrandt, previos éxitos de Korda. El choque de ambos egos amargó la producción, que fuera cancelada so pretexto de un accidente automovilístico sufrido por Merle Oberon, quien interpretaba a Mesalina. A pesar de que la actriz salió casi ilesa, el proyecto fue abandonado.

El inmenso valor de The Epic That Never Was, además de la excelente reconstrucción a la vez irónica y nostálgica de los hechos del fiasco, radica justo en esos cerca de 30 minutos que nos dan una cucharada de aquello que pudo haber sido el Yo, Claudio de 1937 como aproximación a la compleja obra gravesiana. Padecía por supuesto la limitación del lenguaje fílmico frente a la novelística para comprimir personajes y arcos narrativos. En este caso, la labor de sintetizar no sólo una vida entera desde el nacimiento hasta la vejez sino la de cinco generaciones de una dinastía (desde Augusto a Nerón) hubiera sido imposible, cosa que la serie televisiva homónima de 1976 de la BBC, protagonizada por Derek Jacobi, sí consiguió por la naturaleza del género chico. La película, en cambio, comenzaba cuando Claudio era ya un hombre maduro, luchando por sobrevivir a las locuras de su sobrino Calígula.

Lo que la serie, con su reducida escenografía de cartón y sus contados extras no logra en ningún momento es la majestuosidad imperial ambicionada por el proyecto cinematográfico de Korda y compañía, patente en una de las secuencias rescatadas: la de la ceremonia de deificación del emperador Augusto ante el pueblo romano. En ella, arriban en litera y después descienden por una larga escalinata tres contrastantes personajes centrales.

La primera en llegar es Livia, viuda de Augusto, interpretada por Flora Robson: encorvada, nerviosa, exasperada por la abyección de su vejez. Livia es el epítome del poder tras el trono, el pragmatismo amoral que ha forjado a Roma. La interpretación de Robson le da el carácter de bruja sardónica esbozada por la literatura de Graves, oscilando entre la imperiosidad patricia y un cierto regusto por lo bajo. (Siân Phillips, en la versión de 1976, combina estos rasgos en dosis distintas, a la vez que se encarga de brindar a la Livia más anciana un respiro de vulnerabilidad ).

El segundo en descender la escalinata es el joven Calígula, heredero al trono. Absoluta diferencia con respetcto al atemorizado silencio con que recibieron a Livia: el recibimiento de la muchedumbre es clamoroso, pues ignoran lo que les espera en el reinado del futuro tirano. La experimentada fotografía de Georges Périnal registra en primer plano el rostro ufano del príncipe en un juego sucesivo de luces y sombras, mientras un traveling lo sigue en el paso que le abre la gente. Luego, Calígula se detiene y arroja a la multitud los restos de la manzana que mordisqueaba perezosamente. Asoma así la impasible ironía gravesiana para describir el carácter del déspota memorable.

Finalmente, desciende un tercer personaje de la familia imperial, radicalmente otro frente a la abuela envenenadora y al junior arrogante: es el tío Claudio, el viejo cojo que todos piensan idiota, antítesis de los valores grecolatinos de belleza y juventud. El escarnio y las burlas de la muchedumbre, del camino de Claudio desde su litera hasta donde está Calígula, duran un minuto y veinte segundos de pantalla son casi insoportables de ver: el 01:20 más largo de la historia del cine. Un voluminoso Laughton, especializado en personajes de desgarradora humanidad como Enrique VIII y Cuasimodo, encarna al tullido y tartamudo con todo el patetismo posible, una imagen que oscila en un terreno incierto entre lo fársico y lo trágico.

Una secuencia distinta rescata a la Mesalina de Merle Oberon, cuando por capricho de Calígula debe casarse con el viejo Claudio. Parte del proyecto del Yo, Claudio de Alexander Korda era uncir a Oberon, imponente belleza euroasiática, como nueva diva para un cine grandilocuente. La designación de Von Sternberg, quien había consagrado a Marlene Dietrich en El ángel azul (Der Blaue Engel, 1930), Marruecos (Morocco, 1930) y El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932),  iba en ese sentido. Mesalina, representación dentro del arquetipo de la vamp por ser una mujer fatal que ata deseo y ambición, hubiera sido el vehículo perfecto para eso. Los impresionante momentos que tenemos de Merle Oberon y su belleza estatuaria en primer plano demuestran que iban por buen camino, si bien su interpretación obvia de “incontestablemente mala” contrasta con la Mesalina más creíble de Sheila White en la serie de 1976, quien revela poco a poco su perversión oculta bajo una máscara de inocente devoción conyugal.

Otra secuencia nos detalla la compleja relación entre Calígula y Claudio. La locura del primero escala hasta los máximos niveles, autoproclamándose divino y esperando el acatamiento de las más arbitrarias órdenes. Para salvar la vida, Claudio, que prefiere criar sus cerdos al boato de la colina Palatina, debe humillarse y hacerse el tonto. El hombre joven, pensándose dios, es el verdadero idiota, y el tío en su aparente pequeñez lleva la delantera en astucia y dotes de sobrevivencia. El ingenio de Claudio contrasta con la pomposidad de un Calígula interpretado en una definitiva clave camp por Emlyn Williams –quien declaró después que von Sternberg le pidió actuar «a little bit sissy, not too much». En cierto momento vemos a Calígula en sus aposentos admirando, con un espejo de mano, su cabello acomodado con una especie de diadema, mientras que su toga se ciñe femeninamente sobre su pecho. Cuando Claudio le pregunta sobre su supuesta metamorfosis a dios, contesta irritadamente: «It is painful to be one’s own mother!» Esta suerte de humorada involuntaria de Calígula puede recordarnos a su encarnación de parte de Jay Robinson en El manto sagrado (The Robe, Hery Koster, 1953) y Demetrio y los gladiadores (Demetrius and the Gladiators, Delmer Daves, 1954), así como la de John Hurt en la serie de 1976.

Pero quizá la secuencia más memorable del rescate del pietaje de 1937 sea la de la confrontación verbal de Claudio con el Senado después del asesinato de Calígula. Los senadores de la versión de Von Sternberg son caricaturas de políticos arrogantes. El protagonista rebate una a una sus críticas. Ante nosotros, Claudio lucha contra su defecto del habla y se revela como el emperador que será, humano, inteligente casi a pesar de sí y firme ante las pamplinas del sistema. Laughton demuestra en los matices de este discurso la potencia de su capacidad actoral y probablemente haya inspirado a Derek Jacobi en su propia interpretación de la serie. Para Jacobi, Claudio se transformó en el sello de su carrera. Sólo queda fantasear si lo mismo hubiera ocurrido para Laughton, de haberse completado la película.

Pero aquello no fue. Según el testimonio de Merle Oberon y otros, lo que ocurrió al célebre actor fue lo siguiente: simplemente se paralizó. Si bien tenía fama de una personalidad displicente e insegura durante el trabajo, aunada a un complejo con su propio físico y una historia personal complicada, Laughton salía avante y construyó una carrera luminosa. Claudio, sin embargo, se le escapó de las manos. Algunos de los rushes de la secuencia del Senado nos lo muestran olvidando sus líneas, intentando salir de una especie de arenias movedizas mentales. «I can’t find the man… I can’t get the man», decía. Von Sternberg montaba en cólera. Merle Oberon recordaba haber tenido a Laughton varias veces llorando en su regazo durante el rodaje, desesperado, infantilizado. Luego, supuestamente, dijo “ya tener” al personaje, a partir de inspirarse en el reciente discurso de abdicación de Eduardo VIII. Inútil. Oberon sufrió entonces el mencionado accidente en que salió disparada por la ventana de un automóvil. Especie de deus ex machina a la inversa que detuvo el suplicio para todos.

¿Por qué terminó por eludir a Laughton el espíritu de Claudio, quien desde las novelas clamaba porque su verdadera historia fuera escuchada 1900 años después de su paso por la tierra? ¿Era un sino demasiado pesado por sobrellevar? Algo no lo permitió. El Claudio de Laughton, Korda y Von Sternberg nos recuerda la fragilidad de las obras humanas, así como el poderío sobre nosotros de los fantasmas invocados por la ficción.


Daniel Escoto es maestro en Historia del Arte por la UNAM y doctor en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Escribió la novela Mujer de pieles infinitas (2012) y fue becario del programa FONCA Jóvenes Creadores (2013-2014).


[1] Como es el caso del desenlace de Game of Thrones.