Un asunto de familia
Por Rafael Guilhem | 25 de octubre de 2018
Sección: Crítica
Directores: Hirokazu Koreeda
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Los personajes de Hirokazu Koreeda siempre están en el cruce de muchos caminos. La vida va pasando como una corriente mientras ellos intentan seguir el cauce y navegar junto a ella a pesar de las dificultades para hacerlo. Tal vez lo más delicado y astuto del director nipón, sin embargo, radica en nunca dejarlos solos. El acto de sobrevivencia está siempre orquestado desde una comunidad que nunca es cerrada, ni heterogénea, y mucho menos simple. Su constitución, las leyes que rigen sus relaciones y los momentos que comparten, son también parte del intento, siempre imposible, por encontrar una estabilidad y una figura definitiva como grupo que, a su vez, permita entenderse cada uno a partir del otro.
En Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018) este proceso es construido desde las condiciones de un sistema mercantil y burocrático donde las vidas precarias necesitan aferrarse a cosas que a su vez son castigadas por el propio sistema que las produce. En ese ajetreo surge una familia compuesta por cinco personas donde todo parece funcionar con normalidad. Parecen ser como cualquier otra familia, hasta que un día deciden llevar a casa a una pequeña niña de su vecindario, descuidada y desdeñada por sus padres. Su estancia se extiende aunque la policía la busca: la familia de cinco pasa a ser de seis. Vemos cómo día a día buscan cómo obtener dinero, generalmente robando, estafando o aprovechando la pensión de la abuela, la persona de más edad dentro del nicho. Su hogar es una pequeña casa donde se acomodan para convivir. Es significativo cuando el niño pregunta al padre en qué tiempo tiene relaciones sexuales con su madre si en todo momento hay alguien más compartiendo el espacio, como si en ese microcosmos nunca hubiera intimidad y la casa fuera una morada siempre abierta a la llegada de más personas.
El movimiento de la película transita sobre la complejidad que anida la simpleza. La familia, aquello que parece dado por sentado, como un hecho incuestionable, se nos revela con el paso del metraje como el mayor artificio: las seis personas no tienen en verdad ningún lazo de parentesco biológico, y aun así, han decidido vivir como si lo tuvieran. La abuela, los padres, la tía y los hijos, ejemplifican las palabras enunciadas por un personaje: «Tal vez es mejor cuando uno escoge el lazo». Lo que parecía estar en completa armonía es en realidad una madeja enmarañada. Vale decir que al contrario del romanticismo que suele determinar el tono de las películas de Koreeda (Tokio, 1962), en esta cinta son diversos factores los que entran en juego: no están únicamente unidos por cariño, pero tampoco lo están sólo por conveniencia y utilidad. Es una mezcla de ambos polos, una convivencia entre la supervivencia y la reciprocidad, porque tal es el postulado de la película, y quizá de todo el territorio fílmico de Koreeda: en medio de ciertas circunstancias las relaciones nacen, a veces se eligen, otras se imponen, pero después se inventan, se consolidan, se arraigan y florecen. Es un trazo a contrapelo de los presupuestos biológicos, pero también una afrenta a la insuficiencia de las leyes, los estatutos, el sistema económico y la burocracia para agotar la variabilidad de la realidad, o bien, el empleo de estos lazos forjados para sobreponerse a la rigidez y sus exigencias.
Aunque se le atribuye a Koreeda ser un cineasta que explora los vínculos familiares, lo hace desde un frente revitalizante. Si ha elegido esa demarcación, es sólo para hablar de una red mucho más extensa: la porosidad de los núcleos sociales, la invención y el encuentro de estas comunidades. Al igual que en el cine de Wes Anderson, aquí todos buscan de entre lo que son, lo que pueden, lo que desean y lo que les permiten hacer, aquellos resquicios por donde se pueden ampliar, clausurar y anudar ciertas ligaduras. La agenda del vivir es puesta en duda. El papeleo para enterrar a un muerto, o la sentencia: «No te puedes convertir en madre si no das a luz», obedecen a un poder cultural que orgánicamente va produciendo la biología. Pero como contrapeso, las personas, los grupos sociales, aunque tengan que atravesar tanto la culpabilidad como la inocencia, siempre preferirán aquello que les parezca más familiar, aunque no siempre corresponda a eso que llamamos familia.
Rafael Guilhem coedita la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento.