Fátima
Por Germán Martínez Martínez | 18 de octubre de 2018
Que una película dé materia para discutir no la convierte en obra valiosa. Hay que insistir en esto, sobre todo en el ambiente de las redes sociales y su búsqueda constante de dar de qué hablar. En la apreciación del cine esto sucede desde cuando una película se vuelve tema de conversación por haber sido filmada con un teléfono celular –sea o no cierto–, hasta en los lugares comunes que interesan a ciertos académicos. En estos círculos, encontrar en una película, o conjunto de ellas, un tema de aparente debate, no como producto de reflexión sino por convenciones en boga, lleva a dedicar libros, e incluso a construir bibliografías, en torno a esas obras. No obstante, más allá de únicamente lograr decir algo sobre una película, puede encontrarse la experiencia del cine.
La cinta Fátima da elementos para hablar de ella. Se une a la extensa carrera como director de João Canijo (Oporto, 1957), que ha incluido cortometrajes, documentales, largometrajes y series de televisión; además de la fortuna de haber asistido a Manoel de Oliveira y a Wim Wenders. A quienes hayan visto sus películas previas, o estén familiarizados con el cine portugués de nuestros días, no les provocará confusión, pero algo de lo primero que llama la atención de Fátima es el uso de varios recursos del documental. El público internacional ve a un grupo de peregrinas que van al santuario de la Virgen de Fátima. Los seguidores de Canijo y el público portugués reconocen a las actrices habituales del realizador. El cine es exploración del lenguaje audiovisual, pero no por compulsión, sino como práctica coherente en el conjunto de la obra. En cambio, en Fátima, Canijo parece acercarse peligrosamente a una trampa.
Quizá Fátima (2017) ilustra tensiones comunes entre lo convencional y la ruptura, que se observan en las artes y que, con frecuencia, no se resuelven de manera productiva. A pesar de su asunto visible –una peregrinación–, la religiosidad no parece un asunto tratado en la película, como escribiré al final, más que de manera implícita. Fátima, sea su director religioso o no, parece moverse en el acostumbrado desdén con el que muchos individuos ilustrados ven a la fe. Así, se desaprovecha una posibilidad de adentrase en la exploración de un fenómeno importante para muchas personas, acaso la mayoría.
La película sale del marco común del entretenimiento, pues dura 203 minutos, es decir prácticamente tres horas y media. Esto no es negativo en sí mismo. El problema principal en Fátima acaso sea el ritmo, o la falla al consolidarlo: cuando algunas caminatas parecen tener sustancia para convertirse en planos contemplativos, las tomas se cortan, sin que esto signifique un desafío al cine de autor contemporáneo, sino simplemente porque no se logra una cadencia específica para la película.
Entre las peregrinas hay algunas que se dibujan con mayor precisión, a pesar de lo difícil del tratamiento psicológico, tanto por el número de personajes como por el recurso del estilo documental. La profesora Ana María (Rita Blanco) se revela como enojona, autoritaria y necia. Mientras que Céu (Anabela Moreira) viviría algún drama, acaso de pareja, de lo que uno se entera principalmente por diálogos informativos, es decir, a través de una herramienta fácil. En actuaciones como las de Blanco puede residir uno de los méritos de Fátima, pues las actrices contribuyeron con improvisaciones sobre un guión del mismo Canijo. Pero, en general, no estamos antes personajes bien delineados, como en obras claramente de ficción, ni con avistamientos reveladores, como sucede en documentales efectivos. Sobre esto cabe mencionar que la película se ha distribuido en dos versiones para salas, una de 150 minutos, la de 203 y como serie de televisión de cinco episodios de cerca de una hora cada uno. Probablemente sea como serial como los personajes emerjan con mayor nitidez.
Concluyo refiriéndome a lo que probablemente capture los comentarios y argumentos de críticos y académicos. Fátima da algo que decir en términos de corporeidad, ese tema tan acostumbrado hoy y no sin razón. Pero si bien la película muestra en una escena a las actrices desnudas bajo las regaderas, las referencias al cuerpo, en Fátima, son predominantemente verbales. Vemos a las actrices atendiéndose supuestas ampollas y, sobre todo, oímos a alguna decir que se le saldrá un pedo al hacer algún esfuerzo, a otra hablar de una garrapata en el culo y a Céu decir intempestivamente y con desparpajo que va a “cagar”, cuando en portugués ese verbo es tan poco neutral como en el español mexicano. Es decir, en Fátima estamos ante elementos explicativos, no frente a elaboración envolvente.
Aunque la elucubración sobre el cuerpo de las peregrinas, supuestamente devotas, dé para llenar reseñas y artículos académicos, para el espectador que busca la experiencia del cine, considero que la cinta se queda corta. No es de extrañar, pues Canijo perceptiblemente se está moviendo en la oposición convencional entre cuerpo y alma, que hasta los niños pequeños manejan. El cine no necesita abordar asuntos complejos, no gana retorciendo temas, pero este arte sí parece cumplirse cuando el tratamiento de lo sencillo, o lo complicado, muestra al asunto de una manera que se aleje de la simpleza. El lugar y la ruta que han sido de milagros para los católicos no ha convocado, en Fátima, una aparición cinematográfica.
Germán Martínez Martínez es profesor de posgrado del INBA y de licenciatura en la Escuela Superior de Cine. Fue editor de la revista Foreign Policy Edición Mexicana y director de programación del Discovering Latin America Film Festival de Londres. Colaboró con un ensayo sobre el cine mexicano de Alfonso Cuarón y la cultura de la globalización en el libro A Companion to Latin American Cinema (2017).