Tamara y la catarina

Tamara y la catarina

Por | 13 de septiembre de 2018

Sección: Crítica

Directores:

Temas:

When you’re all alone
All the children grown
And, like starlings, flown away
It gets lonely early, doesn’t it? 

“It Gets Lonely Early”, Bob Dylan

Con los brazos muy juntos al cuerpo y un sigiloso caminar, Tamara avanza con lentitud mientras clava sus ojos en una nueva presa, se trata de una lagartija. Las miradas a su alrededor la observan con una curiosidad ya carente de extrañeza. Cuando consigue atraparla camina hasta su casa y patea la puerta para que Paco, su hermano, le permita entrar a su paraíso de catarinas. Sin embargo, Paco se fue; hace dos días que no se aparece. Tamara está sola, tiene hambre y lo único que sabe con certeza es que le encantan los insectos.

Tamara y la catarina se articula a través de la ausencia, funciona como un ente que permea la existencia de Tamara (Ángeles Cruz) y doña Meche (Angelina Peláez), sus protagonistas: un par de mujeres cuyas vidas se entrelazan cuando la primera, una adulta con una limitación física y mental provocada por anoxia al nacer, se encuentra a una bebé sola en un puesto de periódicos mientras busca el camino de regreso a su trabajo en la Tostadora de Doña Amalia, ubicada en medio del inagotable caos del Centro Histórico de la ciudad de México. Tamara toma a la bebé, aborda un camión con rumbo al Estado de México y da comienzo a la zozobra que la unirá a su anciana vecina.

Con aquel secuestro disfrazado de un acto de infinita inocencia, iniciará una travesía que obligará a las protagonistas a recorrer el primer cuadro de la ciudad y la zona limítrofe de ésta, la parte de la metrópolis desbordada hacia el Estado de México, para encontrar, con candidez, a los padres de aquella pequeña bautizada por Tamara como “Catarina”. Doña Meche se introduce en el lío al mirar a Tamara cargando por la colonia a una bebé cuando todo lo que le había visto cuidar eran insectos, el instinto maternal y su inminente soledad la impulsan a ayudarle a regresar a la niña con su familia, algo de lo que ella carece desde hace tiempo.

El registro fotográfico dentro de la cinta, sin desearlo, dibuja con oblicuidad panorámica las diferencias entre del Estado de México y el ya extinto Distrito Federal. Sí, ambos son infectos, repletos de basura, inseguridad y mugre, pero la desolación del Estado es tan evidente que resulta siempre penosa. De igual manera el interior de la casa de Tamara –repleta a cada centímetro de catarinas: de papel, de plástico, de madera, en forma de globos, bolsas o juguetes– refleja la pobreza a pesar de la cual sobrevive cada día. Sin convertirse tampoco en un manifiesto que explote la miseria, la visibiliza como parte de una cotidianidad.

En ese sentido, es menester remarcar un ojo autoral peculiar que se observa en los paneos que, de ninguna manera, resultan gratuitos en el metraje: un recurso formal que posee la capacidad de insertar al espectador en la odisea diaria de Tamara al vivir con un impedimento físico y mental, que se vuelve cada vez más insufrible desde que su hermano la abandona. Al visibilizar la realidad del Estado de México, Lucía Carreras (ciudad de México, 1973) no pretende construir una película de crítica social, ni una obra didáctica, sino que pone el foco de atención en los menos favorecidos. Es una película que se vale de un relato sencillo para perfilar el México de hoy: el de la desigualdad y el desasosiego.

Mientras se desenvuelve el punto de tensión principal del filme (¿podrán o no encontrar a los padres de Catarina dentro de la vorágine citadina?), Carreras inserta viñetas que ilustran otras problemáticas cotidianas de un país podrido desde la raíz: la infinita inutilidad burocrática, la destructiva –pero perenne– corrupción, la falta total de empatía de unos hacia los otros. Y, sobre todo, Tamara y la catarina (2016) no desentraña, ni analiza, sino que introduce con delicadeza un manifiesto mudo: la inclemencia de las despedidas no se encuentra en el vacío ni en la ausencia, sino en la espera.

Es esa espera que agobia, que de a poco enloquece, el estatismo que asfixia, que despierta los monstruos internos que cobijan el vacío del alma, la ausencia es despiadada, incluso cuando sea silente: como doña Meche cuyos hijos se fueron del país para buscar una vida mejor en Estados Unidos, o como Tamara cuyo hermano, cansado de encargarse de una mujer adulta y discapacitada, renuncia a esa responsabilidad huyendo. Al final, no importa si regresa Paco, si el par de mujeres desahuciadas encuentran a los padres de Catarina o si los hijos de doña Meche se acuerdan de ella, la osadía verdaderamente significativa se encuentra en los lazos que se forman con rapidez a través de sororidad y la empatía de dos individuos tan vulnerables como un insecto en la intemperie.


Astrid García Oseguera escribe en la Revista Algarabía y pertenece al equipo editorial de la Cineteca Nacional.

Entradas relacionadas