El sabor del cemento

El sabor del cemento

Por | 27 de julio de 2018

A mediados del siglo XIX una auténtica revolución técnica cambió el rumbo de la arquitectura y el urbanismo de las metrópolis: la invención del cemento armado. Heredero del perfeccionamiento de la aleación de hierro y carbono (acero) y de la precisión del fraguado en el cemento (cemento industrial), el concreto armado, estructura de concreto atravesada por vigas de acero, conformó la base del poderío técnico que configuraría las ciudades en al siglo XX y, al menos, parte del XXI. Muros y vigas gozaban ahora de propiedades capaces de dar pie a construcciones antes impensadas, y distintas combinaciones de los elementos mencionados comenzaron a competir por conquistar las alturas. Si en la segunda mitad del siglo XIX  las grandes ciudades europeas presenciaron la apoteosis del vidrio y el acero –la época de las exposiciones internacionales, con su Palacio de Cristal y su Torre Eiffel–, el siglo XX aglutinó paulatinamente cemento, acero y vidrio en monumentos cada vez más groseramente gigantescos.

En las últimas décadas, prácticamente cada edificio nuevo, sea éste proyecto o reconstrucción, es conformado desde y con cemento, y la población mundial podría ser dividida entre aquellas personas que tienen contacto directo con dicho material y aquellas a quienes se les oculta la naturaleza de los muros y el suelo que habitan, disimulando la mezcla mencionada tras capas de pintura, azulejos, duelas e innumerables adornos. En el ámbito urbano se desenvuelve la mayor parte de la vida de más de la mitad de la población del planeta, y a la fecha resulta muy difícil pensar en un porvenir sin cemento de la ciudad. El cemento ocupa la mayor parte de la superficie urbana e incluso podríamos afirmar que “urbanizar”, con el tiempo, ha devenido cuasi sinónimo de recubrir con alguna modalidad de cemento

El sabor del cemento (Taste of Cement, 2017) es el resultado de dos procesos de construcción. En primer lugar, los bombardeos de la guerra civil siria y la consiguiente destrucción de miles de nichos que antaño fueron considerados hábitat; en segundo, la diáspora de miles de trabajadores sirios que ahora construyen los espacios donde las vidas de otras personas serán narradas. Entre ellos está Ziad Kalthoum (Homs, 1981), el realizador del filme, un exiliado sirio que llegó a Líbano y comenzó a realizar una película que habla de la nostalgia inherente a esforzarse allí donde, de manera directa, un efecto significativo es imposible. No logró concluir su proyecto hasta que, en un segundo exilio, encontró al productor que le ayudaría a finalizarlo, esta vez en la ciudad de Berlín.

Después vinieron las  decenas de premios que la película consiguió en festivales de cine, entre ellos el Puma de Oro del FICUNAM, que el director no podría recibir directamente porque la Lufthansa le prohibió súbitamente abordar un avión aun cuando México le había otorgado una visa. Este cúmulo de circunstancias propició que El sabor del cemento fuera considerada un filme libanés. En 2018 Beirut parece ser no únicamente una ciudad plagada de edificios modernos construidos por obreros sirios que viven bajo toque de queda como nos muestra la película, sino también el epicentro de la producción fílmica de un país hacia el cual Occidente dirige ahora sus reflectores.

El  título de la película evoca la situación existencial donde el filme nos sumerge: el umbral entre cuerpo y exterioridad donde ocurren las sensaciones. El sabor del cemento emergerá sólo donde haya tanto un cuerpo como una construcción inacabada, y por ello dicho sabor parece ser el mejor retrato posible del trabajador exiliado, aquel que construye para nunca habitar y cuyo cuerpo responde no a sus propios anhelos, sino al ritmo de una maquinaria en la que debe introducirse para subsistir. En una escena tremendamente poética, una voz en off expresa lo difícil que es para los trabajadores sirios que laboran en Beirut comprender por qué desde las alturas de tan enormes rascacielos sentían la misma opresión que llena todos los espacios de su exilio. Hablamos de una diáspora economizada donde los despojados sirios fueron, más que refugiados, confinados a los subterfugios de una Beirut que, lejos ya de los años más cruentos de guerra que la han marcado, parece haberse zambullido en un proceso de modernización que se anuncia a la par en carteles publicitarios y en el atronador ruido de miles de máquinas perforando, cortando y construyendo los cimientos de una urbe a la que le costará volver a tener memoria.

El  oleaje del mar y los movimientos de maquinaria pesada de las industrias de la construcción y de la guerra son algunos de los puntos de vista sin persona que caracterizan El sabor del cemento, aportando un marco sensorial y emotivo mucho más grande que una reducción de la situación –tan compleja a un plexo de protagonistas. En la construcción de Beirut, que es a la par la no-reconstrucción de una Siria agonizante, antes que o  además de una historia de trabajo, hallamos una situación maquinal donde más que herramientas, hay grandes conjuntos de máquinas necesitando seres humanos para ser operadas, seres anónimos que se aseguren de que sigan funcionando. El sabor del cemento  nos permite convertirnos en partículas de cal que surcan el océano entre tanques de guerra abandonados, en cemento removido una y otra y otra vez por una mezcladora montada en un tractor, en el brazo mecánico de una grúa, en el derrumbe de escombros que tras un bombardeo sepulta niños en Siria. No hablamos únicamente de mímesis empática entre cuerpos sintientes: hablamos del discurrir de una situación que excede los cuerpos, los devora y los utiliza.

Desde los cimientos de los futuros rascacielos esos opresivos skylines hasta los barrios grises de la periferia de las ciudades de Medio Oriente y América Latina, diariamente millones de cuerpos prueban el sabor del cemento, el sabor de un macroproceso que ve en sus cuerpos únicamente un eslabón: los cimientos de espacios que nunca llegarán a habitar quienes los construyen, quienes los escombran. Si la película está dedicada a todos los trabajadores en el exilio, hemos de preguntarnos por nuestra propia situación de exilio quienes a diario, en dosis diferentes, respiramos un poco de ese cemento: del cascajo excedente de los proyectos de corporaciones de las que no formamos parte. Especialmente ahora que este país de trabajadores se pregunta si en los próximos años seguirá respirando tanto polvo y rememorando tanta guerra.


Emilio Sánchez Galán estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y coordina el proyecto «Taller de filosofía expandida». Fue ganador del VIII Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes “Fósforo” 2018, categoría “Licenciatura”, en el marco del Festival Internacional de Cine UNAM.