No se aceptan devoluciones (y menos de estómago)
Por José Felipe Coria | 19 de junio de 2018
Sección: Opinión
Prometo no enamorarme (Alejandro Sugich, 2018)
Al fragor de las fétidas campañas políticas recientes, y en medio del lodazal acostumbrado con variaciones que van de la nada al insulto, saltó por ahí la liebre de la cultura en algún teleprograma al que asistieron los representantes de los candidatos. Hablaron de cómo supuestamente sería la cultura ante el posible triunfo de sus representados.
Entre los subtemas estuvo, pero por supuesto, el cine. Totalmente desprotegido, pobrecito. Porque está en eterna desventaja: sólo sirve de ejemplo sobre cómo hemos perdido soberanía (snif, snif). Así que la propuesta que parece consensada es que el cine mexicano tenga, el próximo sexenio, la garantía de al menos el treinta por ciento del tiempo en pantalla para que exhiba cosas como Prometo no enamorarme (Alejandro Sugich, 2018), El habitante (Guillermo Amoedo, 2017), Sacúdete las penas (Andrés Ibáñez Díaz Infante, 2018) y Eres mi pasión (Anwar Safa, 2018). ¿Por qué este cine dominante merecería protección cuando tiene una taquilla respetable? Por ejemplo –aunque no hay mayor información sobre películas fuera del Top 10 en el recuento de la CANACINE–, Eres mi pasión registró en su primer semana ingresos por casi diez millones de pesos; cerca de 175 mil espectadores.
Sin embargo, sería interesante hacer un poco de historia, ir hacia el pasado.
De acuerdo a las Carteleras cinematográficas de María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, el cine mexicano durante 1930-39 tuvo su mejor periodo en la historia, cuando se fundó como industria: obtuvo 65% de taquilla y pantallas. Cayó dramáticamente entre 1940-49, decenio en el que tan sólo ocupó el 15% de taquilla/pantalla. Fueron estos años los de su expansión, justo en los que se fundó la ahora llamada “Época de Oro”.
La abrupta caída llevó a que la burocracia, encabezada por el licenciado Eduardo Garduño, reaccionara con un “Plan de Reestructuración de la Industria Cinematográfica”. El Estado fue primero censor (desde 1917, por cortesía de don Venustiano Carranza), luego supervisor, y por último promotor del cine, al que tuvo bajo su férrea tutela durante poco más de setenta años; decidió, pues, la burocracia proteger al cine mexicano.
El Diario Oficial del 6 de agosto de 1951, dio a conocer la Ley y Reglamento de la Industria Cinematográfica, que venía rubricada por el entonces presidente Miguel Alemán, primer licenciado de la Revolución en gobernar al país. En dicha Ley destacaba un mandato peculiar. En el capítulo undécimo, artículo 84, fracción 1, se declara que la Dirección de Cinematografía, dependiente de la Secretaría de Gobernación, tendría como facultad «determinar el número de días de exhibición que cada año deberán dedicar los salones cinematográficos establecidos en el país para la exhibición de películas mexicanas de largometraje». Asimismo, intervendría «cuando algún salón cinematográfico o cadena de cinematógrafos en los últimos seis meses anteriores ha dedicado menos del cincuenta por ciento del tiempo de exhibición a la explotación de películas mexicanas». Quiere esto decir que por ley estaban obligados los exhibidores a proyectar 50% de cine nacional en sus pantallas.
¿Cuál fue el resultado? Entre 1950-59 el cine mexicano sólo tuvo 20% de pantallas. Un decenio más tarde, 1960-69, proyectó idéntico porcentaje. No fue mejor la situación entre 1970-79: apenas 13% de tiempo y taquilla. Y en la década 1980-89 se exhibió 36% del tiempo total. Nunca se alcanzó la meta del cincuenta por ciento.
Parece poco, un raquítico porcentaje. En realidad no lo fue. Si se considera el número de películas exhibidas. En los 1930 se proyectaron 199 largometrajes. En los 1940, 626. En los 1950, 894. En los 1960, 828. En los 1970, 699. En los 1980, 900. Y una vez que en el sexenio 1988-1994 se liquidó al aparato en eterna quiebra de producción-distribución-exhibición, en manos del Estado desde el sexenio de Luis Echeverría (1970-76), en un lustro se proyectaron 287 cintas. En total, entre 1930 y 1994, a lo largo de 3,380 semanas, con boleto vendido, se estrenaron 4,580 cintas nacionales: poco más de una por semana.
La regulación existente desde 1951 en nada ayudó. Menos la estatización del cine durante el echeverriato. Si bien previamente el aparato cinematográfico funcionaba a punto de sombrerazos, ese decenio fue el del auge de películas de ficheras y de supuestas obras de calidad, que nunca tuvieron taquilla, al contrario de como lo imaginó el lic. Garduño.
Cuando se presenta como plan de trabajo una evidente sobreprotección para el cine, significa volver a un pasado sin éxito. Donde hubo enorme incapacidad para cubrir la demanda obligada, porque la relación cantidad-calidad no funcionó. Sólo fue más económico producir, sacrificando contenido, para poder cubrir la cuota establecida. Claro que las baratas producciones nacionales no fueron competencia para otras cinematografías mejor hechas. Fue, pues, un desastre que aún deja secuelas.
José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como Reforma, Revista de la Universidad, El País y El Financiero.