Resurrección
Por Rafael Guilhem | 6 de diciembre de 2018
Las películas de Eugenio Polgovsky nunca dieron la sensación de asumir la relación entre cine y política como un modelo automático fácilmente reproducible. Al contrario, se posicionaron siempre desde una reinvención constante del sentido habitual de lo político. Con una cámara sumamente corporal e intensamente física, Polgovsky (ciudad de México, 1977-Londres, 2017) halló en la plasticidad un modo de preguntar por las diferentes realidades que visitó, con una actitud atonal que en su diferencia albergaba su mayor arma. La curiosidad que distingue sus imágenes inquietas –que se desprenden de cualquier pulcritud del cine académico–, son tal vez la evidencia de una búsqueda: tratar de organizar, bajo otros pliegues, lo que está sospechosamente intacto.
Su obra póstuma Resurrección (2016) se enfoca en un tema latente como la disputa por la redefinición y apropiación del espacio, más concretamente, el impacto en diversos planos que tuvo un corredor industrial asentado a orillas del río Santiago, en Jalisco, cuyas cataratas de Juanacatlán –que se conocían como el «Niágara de México»–, fueron envenenadas desde hace tres décadas por los desechos de las empresas, destruyendo no sólo el medio ambiente sino las formas profundas de vida que tenían los pobladores. Se trata de una problemática característica de la confrontación creciente de lógicas contrapuestas entre la globalización voraz y un espacio localizado (aunque es mucho más complejo que este binomio). Resurrección es así una observación de entropías. Acude a un tema central pero desde sus márgenes, recuperando voces alternas, desarchivando la publicidad turística y estatal, e interrumpiendo la circulación de imágenes habituadas a transcurrir sin oposición.
«Ellos comieron río, jugaron río, soñaron río», indica una mujer refiriéndose a sus familiares de más edad a quienes les tocó ver en el pasado un entorno diferente al actual. Ahora la gente tiene enfermedades graves provocadas por los químicos tóxicos que invaden la propia corporalidad de los más pequeños. En el constante ejercicio de rememorar, Polgovsky encuentra huellas que refractan una verdad tensa: la vida se adapta incluso a las condiciones más adversas, y es bajo esa sobrevivencia que las megaempresas justifican su inocencia. No matan a sangre fría pero extraen, ocupan, dilatan, invaden, desposeen. Los propios recuerdos de los figurantes son golpeados y despreciados hasta su grado más físico. A punta de violencia dosificada las realidades se han ido apagando, haciendo del poblado, de cada casa, un trazo fúnebre, una geografía ardiente que espera cada día una vida menos, mientras en el otro horizonte, desde una oficina o un avión, alguien celebra el grosor de su cartera.
Resurrección se propone conceptualizar e hilar poéticamente un territorio diferente al que proponen los relatos y las cartografías oficiales. Juega con material de archivo que da vistas del esplendor de las cascadas; ridiculiza los comerciales estatales que presumen una planta de tratamiento de aguas residuales, a sabiendas que esas imágenes no tienen correspondencia alguna con la realidad. Incluso cuando los propios habitantes ven en sus casas un documental sobre los conflictos de la región, Polgovsky filma la imagen enmarcada en la televisión. Sabe que las imágenes bellas son parte del problema y se aleja de ellas contrarrestando la «belleza» con la justeza. Las imágenes que propone a cambio son menos tangibles: se evocan entre las palabras corales de la gente que resiste a la devastación, las llena de una fuerza que escapa a la victimización. En todo caso son imágenes en ebullición, incendios que dejan ceniza ardiente abriendo posibilidades en medio de la cerrazón. En el registro cinematográfico, es significativo el procedimiento de las transiciones que fungen como efectos especiales no por sus tecnicismos sino por su pensamiento inherente al ensamble: de una película antigua se continúa, mediante transparencias, a la cavidad del ojo de un esqueleto de pescado enterrado como fósil en la tierra árida. Un balance entre la vida y la muerte; la transmutación alquímica de la materia a través del cine que es tal vez una respuesta límite a la degradación implacable y mortífera.
La aparente anarquía del montaje de la película es en verdad una rigurosa contraestructura, como anunciando que la resistencia debe apelar siempre a una organización. Disidente o alterna, la rebeldía –incluso estética– no puede permitirse el vaciamiento de un sistema. En ese sentido hay en Resurrección una correspondencia fílmica que parece apegarse más a parámetros musicales como el tempo, la métrica o el ritmo. Los zooms que revelan y ocultan, las mezclas sonoras que modulan y demarcan el territorio abismándolo a otras sintonías, los contrastes entre dos imágenes puestas en unión… Hay además, entre todo el arsenal de momentos que resguarda la película, uno de lucidez involuntaria y luminosidad fugaz. La aparición repentina de un diálogo que Polgovsky como buen preservador supo sostener en el montaje final, y que envuelve un sentido soterrado: en un plano algo torpe donde se perciben limitaciones para alzar a plenitud la cámara para filmar, se oye una voz amenazante: «¿Qué estás grabando, compa?», cuestionan a Polgovsky. Esa duda desafiante y hostigadora es la mirada que no soporta ser mirada, la de los sofocadores que temen cualquier gesto de sublevación. Y al mismo tiempo, podemos decir que la respuesta a esa pregunta la buscamos también los que estamos del lado de Polgovsky, e incluso el propio realizador. Porque en esa ambigüedad irresuelta se esconde con seguridad eso en lo que a algunos nos gusta creer: la posibilidad de transformar el mundo a través del cine.
Rafael Guilhem cofundó la revista digital Correspondencias. Cine y pensamiento. Colabora en El Antepenúltimo Mohicano.