Parásitos
Por Abraham Villa Figueroa | 31 de octubre de 2019
Sección: Crítica
No hay fuera de campo en Parásitos. Bong Joon-ho, director que en Memories of Murder supo utilizar tan bien la falta de imagen como presencia de lo perverso, como un signo de ausencia cuya vacuidad es el espejo del miedo, llenó cada plano de su última película con información, con detalles que detonan la siguiente escena, con figuras fuera de foco cuya función, primero borrosa, eventualmente sirve para encauzar la trama. No hay cabos sueltos, no hay casualidad. Nos encontramos frente a un mecanismo de relojería tan transparente como compacto. La eficacia narrativa es despiadada. Las reacciones no admiten dudas. La astucia precipita la tragedia. La tragedia desemboca en una tristeza incurable.
El pulso de Bong (Daegu, 1969) nunca tiembla, no se permite dudar ni detenerse a reflexionar. Cada movimiento de cámara sirve para algo: revela a un personaje que escucha, subraya la autoridad del jefe de la familia, descubre un espacio nuevo y apabullante al personaje que camina por primera vez en él. Ni siquiera los inserts son meramente decorativos: en la primera escena, cuando hemos echado un vistazo a la pequeña casa de la familia protagonista, hay un plano cerrado de la medalla que ganó la madre en una competencia de lanzamiento de martillo. La pobreza para Bong no es consecuencia de la derrota: los miembros de esta familia ni son perdedores, ni la sociedad los ha segregado, ni carecen de habilidades. ¿Por qué se encuentran hacinados en un sótano diminuto, obligados a aceptar trabajos mal pagados y a vivir con privaciones? Cuando el hijo de la familia, Ki-woo (Choi Woo-shik), obtiene casualmente un trabajo en la casa de una familia rica, y gracias a ello, los padres y la hermana también logran conseguir buenos empleos, se confirma que su inteligencia es incluso superior a la de los dueños ricos de la casa. ¿Por qué entonces son pobres? Porque son intercambiables. Las labores que ellos pueden hacer las podría realizar cualquier otra persona y si son pobres es porque los lugares que ellos pueden ocupar ya están requeridos.
Su posibilidad de una mejor vida es estrictamente una cuestión de mercado, un problema de oferta y demanda. Nos encontramos frente a una idea de economía social y narrativa (nada sobra en los planos, nada falta: la oferta iguala a la demanda, hay equilibrio) que presupone un desajuste subyacente que precipita la crisis. ¿Si todo está en su lugar, si los intercambios necesarios se cumplen y la oferta cubre la demanda, de donde nace el movimiento que destruye todo? Del simple hecho de que los desplazados no pueden irse limpiamente: es imposible que no abandonen detrás de sí una parte de ellos, es imposible que después de habitar un puesto durante años no dejen una presencia insustituible que les es arrancada al irse. En lo invisible, en el lugar subterráneo desde donde ven hacia arriba a sus empleadores tiene su propia vida singular y humana. El supuesto equilibrio es entonces un encubrimiento del hecho de que unos pueden conservarse siempre a sí mismos mientras que otros tienen que desmembrarse, pervertirse y fingir para ganarse un lugar en el mundo. La trama de Parásitos (Gisaengchung, 2019) funciona a partir de una crisis en el sistema de intercambios: las personas no son mercancías.
Pero eso ya lo sabemos (a menos que seamos cínicos y nos conformemos con saber que las personas no deben ser mercancías, aunque lo sean). Lo verdaderamente interesante es que el sistema estético de la película nunca entra en crisis y esto es así sólo gracias a que la trama sí lo hace. Parásitos no deja cabos sueltos, no deja nada a la sugerencia ni a la evocación y todo lo despliega dentro del encuadre porque aceptar el fuera de campo implica aceptar que hay algo que no se puede mostrar y que dicha invisibilidad sostiene lo que sí se ve. Y en el caso de la crisis del sistema de intercambio, no cabe la posibilidad de que su causa sea invisible, indeterminada, misteriosa. El problema nace de la economía misma y en ella se resuelve: la escena climática es prácticamente un pago de deudas de sangre. Hay una voluntad de claridad: todo se muestra o, mejor dicho, lo que se muestra es todo lo que hay. Es por Parásitos no es una película política (la política queda afuera, no adentro de la pantalla).
Con excepción del detalle de un plano, en el cual observamos el enfrentamiento comprensible entre ciudadanos desplazados y hombres uniformados en un gimnasio, no hay resquicios de un afuera que desestabilice el sistema de intercambios o que pueda resolver su crisis. Al mostrarlo todo y eliminar cualquier acoso histórico o político que pueda ensuciar el retrato entero del desquicio del sistema de intercambios, éste se revela absurdo y divertido. La comedia en Parásitos nace de trueques desconcertantes o decididamente inverosímiles, siendo el más llamativo el canje de una puñalada por un pastelazo. La risa es la única respuesta posible, el único substrato capaz de articular un sistema de intercambios que asemeja a las personas con mercancías y mostrarlo en su completa transparencia, es decir, en su absoluta falsedad (de ahí la presencia natural de su crisis). Pero no se trata de una risa cínica o desencantada, sino una risa inconsciente, una risa capaz de matizar hasta las más duras pérdidas para evitar el melodrama y la empatía artificial.
No falta la tristeza, en particular en dos planos notables. En uno, Ki-taek (Song Kang-ho), el padre de Ki-woo, observa que su existencia son ruinas, que lo ha perdido todo y se resigna a ello. En otro, el último, cuyo encuadre es semejante al primero, pero en otra hora del día, los sueños de una felicidad familiar se revelan como mera fantasía: nada ha cambiado, nada cambiará, al menos dentro de la película. El final doble hace evidente dónde están nuestros sentimientos con respecto a lo que deseamos y los confronta con las condiciones materiales concretas de la existencia. La distancia entre lo que es y lo que debería ser ya no se resuelve al presentar un sistema económico en crisis (el conflicto de la trama), sino que asocia cada uno de esos polos a una sensación, tristeza frente a lo que hay, esperanza frente a lo posible, producida, la primera, por la reminiscencia del encuadre (la semejanza entre el plano final y el último) y, la segunda, por la fidelidad de su contenido (la claridad del estilo sugiere que lo mostrado es lo real, aunque quizá no siempre es el caso).
Esta resolución sugiere que el problema siempre fue otro. No hay una respuesta justa a la crisis del sistema de intercambio. La solución, parece decirnos la película, es que vemos claramente cuál es el problema y dónde están nuestros sentimientos respecto a cada uno de sus componentes. Pero entonces el problema no es la crisis, no es que las personas sean tratadas como mercancías, sino que no sabemos exactamente cómo sentirnos al respecto sin volvernos rientes cínicos o pesimistas melancólicos. El cine y sus formas pueden apelar a una forma de sentir casi elemental, pueden hacernos reír o llorar con episodios que en la vida real jamás nos producirían emociones semejantes por estar imbuidos dentro de un plexo de contradicciones que ahogan la sincera emoción. El sentimentalismo del cine, tan cercano a los personajes y sus luchas, triunfos, deseos, fracasos, es una forma de depuración que apela a lo popular, a esas emociones que por simples las compartimos fácilmente. Parásitos se resuelve alrededor de sentimientos casi inobjetables frente a un sistema económico inhumano. Su claridad es menos conceptual que emotiva. Y su problema, antes que ser la crisis a la que se precipita dicha economía por sus propias contradicciones, es ¿por qué si es tan evidente lo que no funciona con dicho sistema no podemos simplemente ni burlarnos de él ni entristecernos? ¿Qué nos impide sentir con claridad dichos sentimientos y actuar en consecuencia? ¿Y cómo es que el cine es un crisol que enfatiza aquello que muchas veces no vemos aunque lo tengamos al frente todo el tiempo?
La completud y la limpidez de Parásitos hacen inoperante el fuera de campo interno, pero sugieren otro fuera de campo, uno más perturbador, uno más sencillo y evidente. Si hay algo que no vemos, que ignoramos y cuya falta sostiene lo que sí vemos en esta película, eso tendría que ser lo real, lo que queda, literalmente, fuera de la pantalla. Pero si es real, ¿por qué es invisible? ¿Por qué tenemos que mostrarlo en el cine? ¿Por qué es tan difícil saber cómo sentirnos respecto a una economía de intercambios brutal e injusta? ¿Es que cada día nos sentimos inevitablemente más cerca del cinismo o de fatalismo que de cualquier emoción genuina que pueda sentirse efectiva? ¿Acaso el cine es todavía uno de los últimos resquicios de lo popular, de lo público, donde podemos sentir con los otros y con ello hacer de nuestra emoción un acontecimiento? ¿Pero el cine no es, finalmente, también una economía de planos, una economía narrativa y sentimental?
Abraham Villa Figueroa es pasante de la licenciatura en Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Escribe sobre cine en Icónica y otros medios digitales.