Los demonios se sientan y sonríen: Los espíritus de la isla
Por Olmedo Altamirano | 23 de febrero de 2023
Sección: Crítica
Temas: Los espíritus de la islaMartin McDonaghThe Banshees of Inisherin
Con el mar por delante, Pádraic y Colm asumen su derrota: el fin de una amistad hasta entonces tan longeva como incuestionable. Aunque los abatidos no sólo son ellos, también el hombre, así puntualmente, porque al igual que en los teatros victorianos, en Inisherin todos los sabios y tontos son varones. ¿Dónde está Dios para escuchar sus plegarias? Presente en la creación que ignoran. Entretanto, los demonios se sientan para deleitarse con la comedia humana.
Ambientada durante la guerra civil irlandesa, Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, 2022) de Martin McDonagh parte de una primicia un tanto ingenua e irrisoria como es la ruptura entre Pádraic (Colin Farrell) y Colm (Brendan Gleeson). Así lo anuncia este último, que de forma inusitada informa que ya no desea ser su amigo. La estupefacción inicial esconde un hecho insoslayable, la vacuidad de esa relación, que jamás conoció la intimidad y apenas se sostuvo entre la cháchara de sus tertulias en la taberna.
A raíz de este distanciamiento, McDonagh (Londres, 1970) aboga por la imagen tripartita como una constante planimétrica del film. Varias son las tomas donde ambos protagonistas están separados por la naturaleza que los divide, ya sea el mar o algún elemento bucólico. Entre estos paisajes van revelando sus máscaras, quizás siendo las pocas veces en que se perciban desnudos. Sólo al final sentirán vergüenza por quiénes son.
La paradoja de Inisherin está en que una isla tan minúscula sus pobladores viven aislados entre sí, la comunicación no pesa en sus relaciones. Antes bien, la violencia y la pantomima son sus medios de expresión. Esta representación sardónica de la virilidad irlandesa rememora a los dublineses de James Joyce. En la ciudad o el campo, el tradicionalismo es ridiculizado por la vulgaridad de sus pregoneros.
En Inisherin no acontece nada, por el contrario, todo suceso no es más que dimes y diretes. De este modo, los habitantes se anclan al personaje escogido para interpretar en los contados eventos sociales. A fin de no ser imbuidos en la irrelevancia, sólo queda una opción: el exilio. Un acto valeroso al que ni siquiera aboga Colm, que pretende trascender componiendo aquella canción que le fue impedida por culpa de los años desperdiciados junto a Pádraic.
Al igual que en “Una nubecilla”, octavo cuento de Dublineses de Joyce, McDonagh aborda la frustración como resultado de la raigambre. El escritor describe la reunión entre dos amigos, que luego de ocho años sin verse se encuentran para hablar sobre sus vidas. Uno de ellos, Gallagher, abandonó Irlanda para seguir su carrera y el otro, Little Chandler, permaneció en Dublín frustrado por los sueños no cumplidos. Asimismo, se traza un paralelo entre Colm y la hermana de Pádraic, Siobhán (Kerry Condon). Mientras el primero se desahoga en su amigo, ella, reconociendo que ya inclusive la literatura es insuficiente para abstraerse de lo grotesco de Inisherin, acepta la oportunidad que le fue ofrecida por fuera de la isla.
La cara de la moneda no compensa dos veces, tal como ocurre con Dominic (Barry Keoghan), quien es víctima de la beodez y abusos de su padre. Junto a Siobhán, son los únicos que abrazan la vida danzante entre los vientos que arrullan la costa. Sin embargo, en su partida se lleva la vida consigo.
¿En el medio? Las cabras balan en los pastizales…
A diferencia de la mezquindad del hombre que limita su experiencia al egoísmo, Pádraic, en un acto franciscano, se refugia en sus animales luego de que su hermana lo deja y Colm permanece reacio. En el rostro del burro que mima y cuida, aún se observa cierta inocencia genesíaca. Así pues, esta decisión reafirma el respeto que alguna vez escribió Lemuel Gulliver sentir hacia los houyhnhnm; cuya cercanía con estos seres elogia por encima de los demás seres.
Dicho esto, Inisherin se edifica en múltiples heterotopías donde la vida es indiferente, bueno, en realidad vale poco, más precisamente: seis monedas y un almuerzo. Este es el precio que tasa el padre Dominic, señalando que le fue ofrecido ser el verdugo de unos prisioneros de guerra. ¿De qué bando son estos desgraciados? No lo sabe, tampoco le interesa. Para estos lugareños, los acontecimientos de Irlanda se perciben como el último eco retumbante en la montaña.
Este paradigma se replica en la cotidianidad, cada vez que nos engullimos en nuestra burbuja. Allí la vida pasa indistinta, porque de ser examinado todo lo que vemos, ya nos habríamos replanteado los cimientos de la sociedad. Toda rasgadura de las vestimentas es parte de las farsas que nutren los perfiles. Al igual que en Inisherin, las amistades no comparten más que vitrinas adornadas de pensamientos sagaces, opiniones impopulares e imágenes estilizadas. Porque aquello que avergüenza no puede ser exhibido.
A pesar de esto, las relaciones seguirán forjándose pues resultan imperiosas. Sin embargo, los amigos pasarán y no habremos conocido su llanto. La virilidad limita el querer. Incluso Príamo y Aquiles cedieron ante la compasión, aun así prevalecerá una tradición que aplauda a quienes sellan la boca y tengan los ojos por represas. ¿Cómo recuperar el afecto?
Nuevamente en la playa, Pádraic y Colm se observan decepcionados. Tantas nimiedades volcaron hacia una calamidad espiritual. Lo superfluo de su relación los entristece, porque la vida, que antes tocó la puerta, anuncia su partida. De su paso, no dejó nada significativo. El hombre, al verse solo y patético, maldice a Dios por su venida a un mundo que incumple las expectativas. Un juicio que ignora el desasosiego como producto de una experiencia desinteresada por el alma. Así como habló con Job, lo hace con Pádraic y Colm, quienes comprenden que su fracaso está en lo mundano.
Quizás haya que replantear la relación con los sentidos, a fin de apreciar las cosas nombradas por Adán como hacían los bardos y científicos de antaño. No en vano, la película insiste en las tomas paisajísticas que realzan aquello menospreciado por el hombre, pese a guardar una verdad propia. Volviendo a la vida contemplativa podríamos transformar nuestra relación con el otro.
Por ahora, los demonios prevalecerán en sus sillas regocijándose de esta puesta en escena llamada civilización…
Olmedo Altamirano, periodista radicado en Bogotá.