Finis Terræ
Por Santiago Gómez Fernández | 5 de marzo de 2018
Una franja de sangre en un dedo tajado y el mar que mantiene remotas las islas en un archipiélago son, en Finis Terræ (1929), ejemplos de las distancias que separan una totalidad en partes, líneas de profundidades variables que surgen con y definen la (des)unión. Como los cortes que alejan y emparentan los planos fijos que le dan forma, la docuficción silente de Jean Epstein encuentra en la disyunción, paradójicamente, la posibilidad de su ensamblaje.
La más notable pauta de este juego entre unir y desunir –y la única e injusta razón por la que los historiadores recuerdan el filme– es presentada con el intertítulo inicial de la cinta. El texto explica que la historia que será presentada es el recuento de eventos reales interpretado por personas que habitan los lugares donde los hechos ocurrieron. De esta manera y sin rodeos, Epstein (Varsovia, 1897-París, 1953) deja claro que lo que veremos es una reconciliación entre elementos dramáticos y verídicos. Restando importancia a qué es qué, las diferencias son borradas, y lo único que podemos afirmar con certeza es que lo que transcurrirá en pantalla es un relato: imágenes en movimiento unidas por una idea.
El conflicto es sencillo. Uno de los cuatro pescadores que se encuentran en la desértica isla de Bannec –perdida en el archipiélago bretón de Molène– se corta el pulgar con los vidrios de una botella rota y por medio de esta herida contrae una letal infección sanguínea. Su malestar y una acusación infundada por una navaja perdida llevan al resto del grupo a segregarlo, encerrándolo en una cueva. Tras hallar el objeto extraviado, el acusador perdona al convaleciente e intenta navegar por las difíciles aguas para llevarlo de vuelta a casa y brindarle atención médica. En otra isla del archipiélago, las enemistadas madres de estos dos pescadores comienzan a preocuparse por sus hijos y coordinan una embarcación de hombres que vayan a su rescate. Al igual que Epstein borra la distancia que separa la ficción y lo documental, los personajes que vemos en el primer y segundo tercio del metraje, respectivamente, enfrentan las mortales corrientes marítimas que los mantienen separados. Acción impensable sin un perdón previo, sin soldar las distancias emocionales.
Pero estos personajes de rostros y vestiduras descomunales enfrentan más que el espacio que los aleja. Por el modo intercortado en el que la narrativa esta construida, yendo de una isla a otra y de un barco a otro, la lucha de estos sujetos es también una contra el tiempo, es decir, una lucha meramente cinematográfica. Ambas embarcaciones, desde sus tomas respectivas, se esfuerzan en vencer el tiempo infeccioso de la cinta, el tiempo vital que se le escapa al pescador envenenado.
En su último tercio, esperanzador como el faro de luz que recurrentemente es retratado al estilo surrealista de un Epstein previo y como el doctor que va a donde sea que haya un enfermo, la conjugación de imágenes y trama logran una dialéctica que enaltece el valor de la vida humana por encima de los rencores y empapa de significado los cortes con los que disminuyen las distancias espaciales y temporales. Con las heridas cerradas, los océanos cruzados y el perdón, Finis Terræ es una celebración de la época en la que el cine buscaba, antes que nada, hermanar: unir con su desunión inmanente.
Santiago Gómez Fernández estudia Comunicación en la Universidad Iberoamericana y forma parte del equipo de redacción de Icónica.