Cinco postales móviles de una ciudad (¡Ya México no existirá más!)
Por Ofelia Ladrón de Guevara | 29 de octubre de 2024
Sección: Crítica
Temas: ¡Aoquic iez in Mexico!¡Ya México no existirá más!Annalisa D. QuagliataCine experimental mexicanoCiudad de México en el cine
Una película, más que una trama, es una ciudad a la que se va de visita. Ninguna metrópoli existe en abstracto. Poner nuestros pies en sus calles implica destejerla, desprenderse de la guía de turismo o de las imágenes en internet, para así encontrar las impresiones propias: un puñado de instantes: las fotografías borrosas que se tomaron de ciertas ruinas; el monumento que se miró, con tanta hambre, que nos pareció ridículo; las líneas de una catedral que vimos en postales, de las que hasta tenerlas de frente descubrimos que podían llenarnos los ojos de lágrimas. En ese sentido, este texto es el álbum de cinco postales móviles del filme ¡Ya México no existirá más! (¡Aoquic iez in Mexico!, Annalissa D. Quagliata, 2024). Un despliegue de preguntas sobre cómo la ciudad que este largometraje experimental construye y demuele, a través de sus imágenes, «(nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca al mismo tiempo»[1].
I. Cartografía
Una línea cruza el valle de México, se entreteje a otra; juntas forman un camino. «¿Por qué en vano habéis venido a pararos aquí?» «¡Ya México no existirá más!» «¡Largo de aquí: aquí ya no!» «¡Lo que sucedió… ya sucedió!», se le escucha decir en náhuatl a una voz en off al inicio del largometraje. Las pirámides dan relieve al resto de los trazos. Cinco kilómetros de una calzada que atraviesa la ciudad en un eje vertical que va de norte a sur. La calzada de los muertos: el último lugar por el que se transita antes de la vida que sigue dentro de la muerte, ese «dejar de existir, pero seguir viviendo», como señala el historiador Patrick Johansson. Y de nuevo la voz en náhuatl: «Ardiendo están los templos todos, las casas comunales y los colegios sacerdotales y todas las casas en México. Y todo era como si hubiera batalla». Entonces añade: «Y cuando los hechiceros todo esto vieron, como que se les fue el corazón a quién sabe dónde». Sobre la ciudad se dibujan las sombras de un fuego. Las imágenes se descubren ya no como el mapa de un territorio, sino como una cartografía imbuida de ideologías, intereses y relaciones en cuya contienda se encuentra el cambio. De este instante guardo el aprendizaje de que un territorio nunca es estático; es el movimiento el que descubre su existencia: por cada incendio, una pirámide vuelta ruinas; por un camino, otro que tendrá que desviarse. Una ciudad se transforma para seguir siendo.
II. Cuerpo, agua, maíz, tejido
Un intercambio de miradas. Sobre la mesa: un tamal en cuyo interior hay una serpiente. Las imágenes se tejen: pronto el intercambio se convierte en la noche, en la luna entre nubes, en el sonido porque una presencia, a la que no vemos, hace de la vegetación un pasadizo. Maizales, la mano que prepara la masa, un torso que se curva y alguien que, en estado meditativo, se mece en una silla, apenas atreviéndose a mirar por la ventana. El intervalo en pantalla entre un escenario y otro se recorta. El desenlace es otra imagen: un parto inusual en el que el cuerpo que está por dar a luz también devora: hincada, una mujer come tierra; en la escena siguiente, ella en la cama, con los ojos cerrados se palpa a sí misma. Ambas situaciones que podrían pensarse como contrapuestas terminan por crear una realidad compleja en la que lo definido se siente errático; se abre la puerta a la ambigüedad y, con ello, a la posibilidad de reimaginar lo mítico. Del encuentro con estas imágenes queda dentro de mí la cadencia de la coreografía que el montaje construye. No sólo es un juego de espejo y reflejo, de interrelaciones con un esto y un aquello, es un ritmo, una palpitación de un mundo que es urdimbre. Cuerpo, agua, maíz son las venas de un mismo organismo. Jamás volveré a sentirme ajena a lo que de la tierra brota.
III. Emisor, flores, estación Rosario
De nuevo una línea que cruza el valle de México, pero aquí los caminos van por debajo. El largometraje deja atrás el blanco y negro. Es como si, después de aquel parto, la ciudad volviera a surgir en busca de su esplendor pasado. Suena la radio: a veces alcanzamos a percibir lo que se dice, otras no. El sonido juega al movimiento: a descender y ascender: a acompañar a la mujer que sube a un vagón cargando unas flores. En este desplazamiento, ella navega a través de la gente que espera y de la que camina. Las personas, con sus trayectos, son líneas que se conectan y se alejan; a veces paralelas, a veces perpendiculares. No hay nada estático, todo es movimiento: la intención de un destino. La mujer con las flores sube al vagón del metro otra vez. La radio se acalla, pero luego pregona. Al mirar su recorrido me pregunto si el flujo de los habitantes es parte de una cartografía; una en la que no existen los lugares fijos porque para ellos, parece, que la metrópoli nunca empieza pero tampoco termina. Me reconozco en aquella mujer, también he sido parte del gentío, de ese ir y venir de un vagón a otro. En la urbe cada quien construye su ciudad personal. Es imposible llegar a conocerla por completo; aunque se le recorra con atención hay algo que siempre se escapa, que no termina por ser aprehendido. Ante tantas realidades, sospecho que la única forma de construir la imagen de esta ciudad es a través de la demolición de otras imágenes.
IV. Fiesta, fuegos artificiales, lotería
Una rueda de la fortuna: las luces de su ir en círculos que se sobreponen a la silueta de gente bailando. Del jolgorio y la música surge un estado de embriaguez. La fiesta como una cartografía pero ahora del cuerpo. El baile como una posibilidad de habitar un sitio. Cartas de lotería: el valiente, la luna, el borracho. Me pregunto qué nos hace parte de un territorio, qué hay de diferente cuando se nace en un lado y no en otro. Me dejo afectar por el mareo que las imágenes provocan. En su yuxtaposición, encuentro una posible respuesta: lo que miro en la pantalla es una especie de caleidoscopio en el que lo contradictorio y lo múltiple entran en relación. Es como si aquella identidad por la que me pregunto surgiera de allí: de la fiesta, de la incertidumbre de la ebriedad. Ella se derrama, le da color a lo que ocurre y, sin embargo, cuando estoy a punto de señalarla, de definirla en palabras, magistralmente da un paso a la izquierda para seguir bailando; luego, se escabulle.
V. Ancestros, ombligo, muerte
El retorno al blanco y negro. Un hombre y una aguja. Él atraviesa con la punta afilada su miembro: la sangre brota, se riega sobre la masa que unas manos mezclan. Y de nuevo la noche, y de nuevo el sol que agazapado en el horizonte se va alzando. La metrópoli despierta. Y con ella las máquinas que trituran las semillas. Las tortillas salen, una tras otra. Se les agrupa. Y entre el ruido de los cláxones y el de los diableros que recorren el centro histórico, se les va repartiendo. En ellas está el ritmo de lo que ocurre, como si de un péndulo se tratara, o de un hálito, ellas marcan el tempo. Y la ciudad avanza: se ven algunas manifestaciones, pintas en paredes («Nos faltan 43»), hombres hechos máquinas, deformados por un uniforme de granadero. Una sinfonía de calles y de ruido, de gentes y de gritos, llenos de enojo pero a la vez de baile. Las semillas de maíz caen sobre una mesa en el intento de unas manos por saber el futuro. Pero ya no lo vemos. Lo que sigue es un fondo negro. Después, los créditos.
El porvenir es la imagen que surge de dos imágenes contrapuestas, se me ocurre de pronto. Construir una ciudad es también demolerla. Saber quiénes somos: una coreografía incierta, una línea en busca de un parto. Vuelvo a mi cuerpo. Camino hacia la calle. Afuera: los automóviles, el hombre que vende tacos, el puesto de gelish. Subo al metro: estación San Cosme. Es como si lo que quedó suspendido en la película avanzara. La respuesta: un hombre entra al vagón con un acordeón y canta algo de Julieta Venegas mientras, en uno de los asientos, una mujer se maquilla.
Antes de cerrar este álbum me pregunto si estas cinco postales móviles bastan para hablar de este largometraje. Al igual que una metrópoli, ninguna película existe en abstracto. Toca destejerla: hablar de la experiencia. Cualquier acercamiento es un nado intermedio entre nosotros y un filme, pues nuestra interpretación lo recrea y transforma. El sesgo de estas cinco postales es que son una ruta de las múltiples posibles para recorrer ¡Ya México no existirá más! Una traducción verbal de sus imágenes. Semejante a las cartas o fotografías que se envían en un viaje, las cuales no son la ciudad sino el intento de hablar de ella, escribo para crear una obra a partir de otra, en el sentido de Oscar Wilde en El crítico como artista.[2] Estiro el arco sin saber si la flecha acertará.
Ofelia Ladrón de Guevara es una de las editoras de Icónica. Obtuvo mención honorífica en el XIV Concurso de Crítica Cinematográfica “Fósforo” Alfonso Reyes, categoría «Ex alumnos y público en general», en el marco del FICUNAM 2024, con este texto. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (2023-2024).
[1]Georges Didi-Huberman. Remontajes del tiempo padecido: El ojo de la historia, Biblios-Universidad del Cine, Buenos Aires, 2015, p. 71.
[2] Oscar Wilde, El crítico como artista, Austral, Barcelona, 2016.