Mutaciones microscópicas: hacia nuevas

Mutaciones microscópicas: hacia nuevas imágenes de cambio en nuestro cine

Por | 9 de febrero de 2025

Imaginamos un cine que sueña con hablarle a un público concreto. Lo mira a los ojos, lo confronta o lo reconforta, le dice lo que piensa o lo pone a pensar, le hace sentir, lo interroga. Sobre todas las cosas y para todo lo anterior con sus respectivos retos éticos, cambia con él, acompañándolo a través del tiempo. ¿Pero acaso esto sucede? Dudo que uno de los tantos conflictos de las políticas de nuestro cine con el público sea hablarle. El problema no es un cine que se queda mudo ante el  público, todavía hay muchos artistas que aún tienen mucho que decir. El dilema va más allá. Las imágenes de nuestro cine no proyectan ese cambio que lo ha acompañado todos estos años. La pregunta es entonces:  ¿qué le pedimos a las imágenes de cambio en nuestro cine?

Para hablar de cambio suele recurrirse a la Historia. Y quisiera sugerir que la noción de cambio que dialoga con la voz de la Historia podría entenderse como revolución. Llevo ya un párrafo hablando de nuestro cine, como si eso significara algo. Le llamo nuestro cine a lo que sea que entendamos por esa trampa mortal que conocemos como cine latinoamericano. Entonces, ¿qué con nuestro cine y la revolución? Para este ensayo, en un inicio,  se hablará de la versión audiovisual de la tesis para la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Autónoma Metropolitana: El cine y la utopía (García Ancira, 2017), misma que nos deriva en la figura del director y fotógrafo argentino Raymundo Gleyzer y su documental censurado por el gobierno de Luis Echeverría: México: Revolución congelada (1973) y a su documental homónimo: Raymundo (2003), escrito y dirigido por Ernesto Ardito y Virna Molina. Todos estos trabajos serán puestos en contraste con el discurso que dio Paul Leduc durante la ceremonia de entrega de los Premios Ariel 2016. Para después buscar posibles salidas a partir de la conferencia de Lucrecia Martel Acerca del futuro, en la Universidad Autónoma de Buenos Aires, y concluir con el largometraje documental La Montaña (Diego Enrique Osorno, 2022), estrenada durante el marco del Festival Internacional de Cine Universitario FICUNAM 2022.

El cine y la utopía nos muestra a un grupo de personas que son filmadas mientras espectan en colectivo el documental La hora de los hornos, realizado por Fernando Solanas y Octavio Getino, integrantes del Grupo Cine Liberación que dieron lugar al movimiento cine militante en 1968 e inauguran así un cine político argentino que no sólo denuncia la injusticia social sino que exhorta a rebelarse contra ella con el lema: «Todo espectador es un cobarde o un traidor». Sin embargo, la proyección de este documental se complejiza al alimentar su dramaturgia y alternar con secuencias de otros filmes como los expuestos anteriormente en el corpus: el documental Raymundo de Ernesto Ardito y Virna Molina, mismo que incluye un fragmento del discurso de Ernesto Che Guevara, asesinado en Bolivia ocho meses después del estreno de La hora de los hornos.  

La hora de los hornos

Ahora bien, Hannah Arendt hizo un estudio de todas las revoluciones que pudo; para luego preguntarse lo que es una revolución. Y concluyó que para que una revolución suceda debe haber dos detalles. El primero viene de una ejemplo de la Revolución Francesa parafraseada por Amador Fernández Savater: la cabeza del rey que rueda. El segundo detalle es la invención del nuevo calendario. La Revolución Francesa suele decir sobre sí misma que somos el recomienzo del mundo, por lo tanto, somos el año uno de la nueva era y tenemos que reconstruir el mundo entero para erradicar todo aquello que éramos antes. Y empieza por cambiar nuestra forma de hacer mundo desde los nombres de las cosas, es decir, desde el derrocamiento radical del antiguo orden y del viejo mundo hacia el comienzo de algo nuevo que no debe nada al pasado. Un corte radical de la Historia, entre lo viejo y lo nuevo para que nada vuelva a ser como antes. 

A su vez, para la revolución tendría que haber otra cosa muy importante: la guerra o el enfrentamiento a muerte entre dos mundos: el viejo contra el nuevo. Para que el cambio ocurra debe haber un encuentro y un enfrentamiento, un choque de fuerzas, un conflicto, como nos dicen en las escuelas de cine, porque si bien el resultado de ese encuentro es el fin de una vida, en tanto que es necesario para que haya un nuevo comienzo, podría pensarse que por obligación debe morir otra, porque ambos mundos, o ambas mitades, no pueden coexistir juntas, sino que la única manera de garantizar la existencia de lo vivo, es que lo muerto esté por medio. 

¿Cuál sería la imagen del militante político revolucionario? Sería sobre todo, la imagen de una fuerza de voluntad, una fuerza de ruptura con el estado de las cosas que, posteriormente, traerá consigo ese otro mundo hacia acá. Y en el caso de Raymundo, tanto como de El cine y la utopía y La hora de los hornos, abordan la imagen del Che Guevara como la del militante político revolucionario.

El movimiento del cine de la utopía aparecería entre grupos de teóricos estéticos y proyectos socioculturales, para entender así al cine como un arma.  El documental Raymundo lo muestra en las conversaciones que tuvo Raymundo Gleyzer con la cineasta argentina Dolly Pussi, fallecida en 2022. En estas conversaciones, imaginaron juntos el cine que debían hacer, no solamente bueno en el sentido estético sino también en el contenido crítico. Circula en ese documental un afiche que decía: «¡Jóvenes cineastas a filmar por la revolución!» Hacer cine que devuelva a la revolución, de tal manera que el cine se convierta en un arma contrainformación, no un arma del tipo militar, sino un instrumento de información para lo que ellos llamaban la base, probablemente refiriéndose a los sectores últimos de la sociedad, los que quedan hasta el fondo. Ése era el otro valor del cine que le otorgaron en aquel momento de la lucha; fue así que ellos entendieron el cine como un arma. Ésta sería entonces la imagen del objetivo de la revolución: el cine como arma portada por este hombre nuevo del que hablaba el Che Guevara, y del que sería bueno de una vez pensarlo como ser humano nuevo.

No obstante, la fatalidad histórica hace que la revolución se vuelva una paradoja porque, si bien es a la vez un corte radical y una fatalidad, este corte no depende de nosotros sino de la propia Historia. A esto, el marxismo lo reconocería como la sucesión de los modos de producción: en el feudalismo ya estaba contenido el capitalismo y en el capitalismo, por lo menos, el marxismo más sutil.

Durante las décadas de los sesentas y setentas, el cine argentino apostó por reinventarse y extender los lazos de lo visible en la pantalla hacia grupos marginados por la Historia, poblaciones anónimas con sus respectivos esfuerzos por sobrevivir y salir adelante. ¿Pero acaso fue suficiente con sólo mostrarlo? No, si los impulsos de la Revolución Cubana y las protestas universitarias del Mayo Francés hubieran mostrado que otros mundos de verdad eran posibles.

Paul Leduc, quien fungió como productor, fixer, conductor y asesor a Raymundo Gleyzer durante las grabaciones del filme México: Revolución congelada, dicho antes, censurado por el gobierno de Luis Echeverría del Partido Revolucionario Institucional, recibió un reconocimiento por su trayectoria durante la ceremonia de los Premios Ariel de 2016, a mediados del sexenio de Enrique Peña Nieto, una vez que el PRI recuperara la presidencia de México.  En este ceremonia, Paul Leduc dio un discurso del que extraigo lo siguiente:

En los últimos tres años la asistencia a cines aumentó, pero en ese mismo lapso la asistencia al cine mexicano cayó casi a la mitad. De treinta [millones] a dieciocho millones […] El IMCINE [Instituto Mexicano de Cinematografía], que opera en diez estados proyectando trescientos cincuenta títulos nacionales, registró el año pasado ciento setenta y cuatro mil espectadores, o sea cuatrocientos noventa y siete espectadores por película. Hace setenta años el cine mexicano se veía, aún se ve. Carlos Slim, el hombre más rico de México, lo sabe. Los Papeles de Panamá nos revelan que adquirió recientemente un lote de doscientos cincuentraitrés películas de [la] época [de oro] por más de 35 millones de dólares en una operación que se hizo pasar por Nueva Zelanda, Ámsterdam y Las Islas Vírgenes para no pagar impuestos en México. El segundo hombre más rico del país Germán Larrea, dueño de la empresa responsable de los sesenta y cinco mineros muertos en Pasta de Conchos y del derrame tóxico que contaminó el Río Sonora también se interesa por el cine, es ahora también dueño de Cinemex, la segunda cadena con más salas de país y que se opone a cualquier legislación que pretenda proteger el tiempo de pantalla dedicado al cine nacional. Cabe suponer que considera al cine como otra forma de industria extractiva. En este marco se encuentra hoy el cine mexicano […] Si se tomara un solo peso de cada uno de los doscientos noventa y seis millones de boletos de cine vendidos el año pasado, y si se cobrara el impuesto referido en los Papeles de Panamá, se cubriría el monto a la inversión máxima permitida en IMCINE para apoyar cincuenta largometrajes, si se llega a hablar de recortes presupuestales, ahí hay un camino explorable. […] Ese centenar de premios algo tiene que significar, acaso que ahora se filma para los festivales acaso que los cineastas actuales ignorar al público al que se dirigen porque nunca le han permitido conocerlo realmente, relacionarse con él. «La culpa es del público que no quiere ver cine mexicano», se dice. Quizá en este caso así sea, el público de hoy no es el de antes el de la época de oro. Hoy no prefiere lo mexicano, hoy no le gusta lo mexicano, hoy quizá ya no quiere ser mexicano. Cabe preguntar ¿quién, cómo y por qué se formó así ese público? Hoy IMCINE se ha convertido en una ventanilla de trámites, de preselección de proyectos para ser finalmente aprobados o no por esa iniciativa privada a título de invertir un dinero que ni siquiera es suyo, ya que ese dinero es correspondiente al pago de sus impuestos. Hoy IMCINE no decide qué cine se hace ni decide cómo ni dónde se distribuye […] En estos tiempos en que aparentemente se premia lo invisible y que se premia para que no se vea, la Academia [Mexicana de Cinematografía] no participa de eso y no es su culpa, por eso acepto con gusto y hasta con cierto optimismo, el privilegio de recibir este Ariel. Tengan ustedes la palabra. […]

Esto que plantea Paul Leduc, el marco en el que se constituye el cine mexicano en sus palabras de aquel entonces, es la imagen del tiempo de la revolución, y es esa misma paradoja de la fatalidad histórica de la que hablaba yo antes. Una vez hecho el corte radical que exige la revolución, esta se vuelve paradójica. En esta línea de tiempo, la Revolución Mexicana sucedió y nació el Partido Revolucionario Institucional, se instauró, gobernó; sin embargo, nunca una revolución se ha hecho según las propias ideas de la revolución, sobre todo en Latinoamérica. Una cosa es lo que decimos que va a pasar y otra lo que pasa en realidad. Ninguna de estas revoluciones se han hecho así.

Paul Leduc


En México: Revolución congelada, Raymundo Gleyzer dedica los últimos cinco minutos de su filme a una secuencia que inaugura con las siguientes palabras: 

El resto de la izquierda mexicana en la ilegalidad es muy pequeña y está dividida. No aprovecha sus oportunidades históricas porque no ha sabido superar su oportunismo pequeñoburgués. Maoístas, comunistas, trotskistas, espartaquistas […] La vanguardia deberá surgir de la propia lucha. El movimiento estudiantil del ‘68 revela las lacras del sistema y abre una etapa de luchas populares. Por primera vez en cuarenta años la unidad de obreros y estudiantes atemoriza al gobierno de la revolución congelada que reprime brutalmente.

Y la secuencia continúa con pasajes del movimiento estudiantil realizado por jóvenes universitarios en México de 1968. Es en esta cita que Raymundo Gleyzer podría darnos una pista para agregar un detalle necesario más a la secuencia de guerra que planteo: la vanguardia vendría a ser la imagen de la organización para que suceda una revolución. Es necesario ese imaginario que se hace consciente de que va a traer ese nuevo mundo. La vanguardia como embrión de lo que podríamos conocer como Estado y como, en el caso de la Masacre del ‘68, alimentó la rabia de los jóvenes universitarios, movilizados, organizados y asesinados.

¿Pero entonces para lograr un cambio hay que hablar de masacres?

Habrá que desplazar la mirada de regreso hacia las movilizaciones, por ejemplo, la de imaginar una utopía en la que sea posible reconciliarse con la violencia desde nuestra mirada. La cosa es saber, o por lo menos preguntarse, si algo de entre todos nuestros intentos por, como diría Raúl Zurita, arrojarle a la muerte el conjuro de la poesía desde el lenguaje, o por poner en pantalla un mundo donde quepamos todos como dirían los zapatistas, ¿estaríamos entonces ante una posibilidad de revitalizar el imaginario revolucionario que ha estado eclipsado, desde que Latinoamérica y su modernidad fueron proyectos nacidos de un fracaso?

Mi respuesta es que no. La idea de hablar de la revolución, como una alusión metafórica o representada, significa inevitablemente un agotamiento del imaginario revolucionario, y solamente podemos atribuirnos a este imaginario en broma, casi sin creérnoslo mucho. ¿La revolución en forma de meme es quizá la única forma que encontramos para pensarla? Los signos de la revolución ya no hacen pasar intencionalidades revolucionarias. En consecuencia, es nuestra labor como artistas de lo audiovisual encontrar el deseo genuino y rotundo por el cambio. 

Ahora bien, ¿esto resta que el deseo haya sido verdadero ante el cambio radical? Mi respuesta también es que no, sino que más bien ese deseo está dislocado entre las imágenes de cambio y las prácticas de cambio. Las prácticas de cambio experimentan nuevos caminos, pero muchas veces a tientas, sin tener lenguajes para nombrarse a sí mismas, o siquiera tener imágenes para nombrarse a sí mismas ni brújulas propias para orientarse a sí mismas. Y las viejas imágenes de cambio no es que desaparezcan o no, el verdadero problema es que prevalecen y operan aún en nuestras cabezas. Son, podría pensarse así, imágenes zombis, imágenes que, si bien ya murieron porque no tienen vitalidad, siguen andantes y devorando vida. No es que desaparezcan, porque ya no creemos en la revolución, pero sigue siendo la única imagen de cambio que tenemos.

¿En qué sentido devoran vida estas imágenes zombis?

Hay tres aspectos muy ligados a nuestro cine desde mi experiencia, tanto en el teatro como en el cine. El primero consiste en que cuando nuestro cine contemporáneo mira al espejo de sus imágenes revolucionarias, el reflejo que le devuelve es desalentador y absolutamente despotenciador. Pareciera ser que nada de lo que haga nuestro cine, ni nuestro deseo por un cambio, estará a la altura de lo que fue ni mucho menos de lo que imaginamos. Y entonces surge un estado de inacción por no alcanzar a ser la maravilla revolucionaria que imaginábamos para nuestro cine, una inmovilidad por la impresión de no conseguir nada. ¿Porque qué es conseguir algo según la imagen zombi de la revolución? Hacer ese corte radical en la historia, entonces si no se hace ese corte ni resulta radical, pareciera ser que no cortamos nada, no afectamos a nadie. Somos incapaces de explicar que sí es un movimiento que puede producir cambios, pero para verlos hay que cambiar de lente y orientarse con otras brújulas, es decir, para hablar de revolución en nuestro cine hay que cambiar la forma de nombrarla y, por ende, también de orientarla. Y esas herramientas no pueden ser otorgadas únicamente por la sociedad, sino de nosotros mismos y nuestras prácticas artísticas y poéticas personales. Mientras siga habiendo cine creado con el pensamiento de no estar cambiando nada, no habrá una verdadera cultura de cambio ni de reconciliación y seguiremos debiéndonos al pasado, porque hacerlo es aceptar que cambiar sólo significa la vieja imagen de cambio. Y la situación me temo que es insostenible para que siga siendo así, cambiar ya no debe significar la vieja imagen de cambio. 

La segunda consiste en que las imágenes zombis de la revolución sólo privilegian una parte de las prácticas que tenemos y la otra parte la descartamos. Lo que se privilegia es el momento masivo. El momento de la insurrección. El momento de estar juntos. El momento de tomar la calle. El momento épico. El momento del enfrentamiento con la policía. El momento que hemos clasificado, desde nuestras prácticas cinematográficas, como aquel que amerita aparecer en pantalla, aquello que vale la pena producir. Esto de que la revolución no será retransmitida, pareciera ser verdad, porque sólo se transmite el momento climático de la revolución, tal es el caso que si imaginamos la Revolución Francesa, una de las primeras imágenes que podría venir a nuestras mentes es la pintura La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix y sólo lo que sucede ahí pareciera ser que es la revolución. Sin embargo, no podemos condenar a que las prácticas de cambio sean sólo eso. Hay otras partes muy importantes de cualquier práctica y experiencia, o de cualquier vida, que quedan invisibilizadas y desvalorizadas según el imaginario clásico. La complejidad de un cambio social, que no es sólo lineal, sino que tiene mareas altas, pero también mareas bajas que también deben contar. Tiene transformaciones visibles, pero también muchas otras invisibles, silenciosas. Lo que podría nombrarlo, quizá con esa lente, como mutaciones microscópicas, que muchas veces también son revueltas caóticas, impuras, bastardas y que no se adecúan a ningún modelo. Y eso está bien, lo que está mal, es que las imágenes de la revolución nos hacen ver sólo el gran momento, porque al hacerlo se acepta que después de ese estallido caótico ya fue todo, no pasará más nada, y por lo tanto se da por hecho que ya acabó la revolución. Y esto es mentira y me parece que tiene que acabar. La revolución en las imágenes de nuestro cine también es capaz de venir desde el silencio. 

El tercero y último, las imágenes zombis rebotan todo gesto como muestra de la capacidad de transformación hacia las formas y fórmulas ya conocidas, que es el partido, únicamente tomado por vía electoral, en donde siempre ocurre todo por violencia. Es ese pensamiento que pone en marcha prácticas como que sólo en los partidos se hace política, sólo en la urna cada seis años cambian las cosas, sólo en la casa del amo se hará la revolución, pero nunca de otra manera. Las imágenes zombis reenvían la capacidad de transformación a los actores clásicos, y por lo tanto una irrupción de actores no clásicos de la revolución, si se mira en ese espejo, queda anulada. Y entonces pensamos que, si nosotros no tomamos el poder del Estado, no vamos a producir ningún cambio o si acaso cambios muy menores, que sólo procuran la frustración que terminan por favorecer al propio Estado, a quien le conviene que estemos tristes ante nuestras propias prácticas. 

El cine latinoamericano debe reconciliarse con el hecho de que existan las viejas imágenes de cambio para producir nuevas con respecto a todo, empezando por mirarnos en las antiguas, que son zombis, y dejar de producir cine sin nombre ni orientación que sólo produce tristeza, para solamente ver una parte de la realidad mediante nuestro cine. Hay que renunciar a la idea de “no trabajo lo suficiente en mi cine…”, “no produzco el suficiente cine…”, “no soy lo suficiente en mi cine…”, porque eso opera en lo colectivo. Estoy seguro que debe haber mucha gente en este momento en búsqueda en nuevas imágenes, como los zapatistas que piensan la distinción entre rebelde y revolucionario. ¿Cuál es el cine rebelde? ¿Cuál es el cine revolucionario? Uno que no cambia a la sociedad a través del Estado. 

Como esto va de cine, quisiera narrar una nueva imagen a partir de todo lo antes visto, probablemente a manera de conclusión, y es una imagen de un autor del pasado, porque es importante no caer en eso. No se trata de volver a entrar en una pugna de nostalgias sino desplazar el punto de vista al pasado como todo un semillero posible de imágenes, saberes e historias. Esta imagen consiste en la de un italiano llamado Antonio Gramsci, un filósofo preso durante la dictadura de Mussolini, en cuya celda escribe buena parte de sus ideas en un lenguaje nuevo y codificado para evitar la censura. Ese hablar encriptado, cubrir las huellas y pasar desapercibido hace de las prácticas algo valioso para la resistencia. Y lo que escribe, entra en discusión con lo que yo apuntaba sobre los estudios revolucionarios de Hannah Arendt en un inicio. Antonio Gramsci nos propone pensar la Revolución Francesa de otra manera: cuando se hace la revolución, es porque ya se ha ganado antes, es decir, cuando se toma el Palacio de la Bastilla, la Revolución ya había ganado antes, porque ha habido todo un proceso lento, subterráneo, como lo fue la Ilustración, con los salones, la enciclopedia, los clubs, que habían producido ya un cambio antes de la revolución porque habían redefinido la realidad, por muy limitadamente que fuera. La revolución se gana antes de hacer la revolución, en expansión de una nueva idea de la realidad. Una idea que guía por comportamientos y por proceso de infiltración de la realidad y empezamos a desear lo que antes se consideraba indeseable y, por lo tanto, el deseo se desplaza y se convierte en un movimiento anónimo y colectivo. Y viene la insurrección y se redefinen las imágenes de la secuencia de la guerra revolucionaria con la que abrí inicialmente este ensayo. Si ya no es la negación la que trae la afirmación, el compromiso político con esta insurrección es el proceso de cuidado o de acompañamiento de esa potencia que crece. El conflicto ya no sería liquidar al rey y cortar su cabeza, por satisfactorio que pudiera ser, sino sería muy otra idea, una más de conflicto desde el punto de vista de los zapatistas: desbloquear la potencia, abrirle camino o dejar que pase para así defenderla. Y entonces el motor de la política clásica no sería definida en torno al enemigo a vencer sino nuestras propias potencias, es decir, nuestros amigos. Nuestra afirmación de que queremos vivir de otra manera y cuidar de eso es nuestra defensa. 

Ante esto y por su parte, Lucrecia Martel, en una serie de conferencias en Argentina, imagina la narrativa como un ritual para creer en el tiempo, consolarnos de la muerte y liberarnos de la opresión, pero también apunta sobre la narrativa hegemónica más consolidada que es usada, sobre todo, para domesticar nuestra idea del tiempo, de cómo nos relacionamos con él y oprimir de vuelta y que, por lo tanto, no sirve para representar ni proponer, cuestionar ni contar la experiencia humana y que, efectivamente como lo mencionaba antes, se define como un campo de batalla. 

Cuando Lucrecia Martel habla sobre la narrativa que domestica nuestra idea del futuro, se refiere a que, en el caso del audiovisual, lo representa el arco dramático, otro elemento que pareciera que debe estar sí o sí, como una flecha que va hacia adelante. Y que, por otra parte, nuestra cultura es una cultura visual, no en tanto a que usemos cada vez más los ojos, sino que pensamos el tiempo en relación únicamente a la mirada. Y entonces habla del futuro como aquello que está después de una flecha, una línea de tiempo generada por nuestros deseos y todo lo que enunciamos acerca de nosotros mismos, y esa línea crea un orden que nos enlaza siempre hacia allá, hacia el futuro. Mientras escribimos un guión, grabamos una película, la montamos para luego mirarla generamos una estructura de construcción de sentido que únicamente va hacia eso. La narrativa está organizada hacia ese fin, y es esta la disposición que nos impide concentrarnos en lo que estamos viendo, sino en lo que va a pasar. Y son estos modelos narrativos audiovisuales lo que pasan a modelos narrativos en nuestras vidas pensadas sólo en lo que va a pasar. 

Otro aspecto dominante en las narrativas que Lucrecia Martel pone en crisis, por lo menos en nuestro cine, es la palabra y el lenguaje. Lucrecia Martel dice que la palabra sacrifica todos los accidentes de una cosa. Admitir esto, para mí que aspiro a ser guionista, resulta lamentable pero hermoso. Lucrecia Martel ofrece como ejemplo una noción: el amor, y lo piensa como esa claridad que sucede en el cuerpo, pero cuando aparece esa palabra, que ha sido innumerables veces definida por el cine, ya no sabemos si es eso que sentimos. Esto domina el guion y lo que podríamos concebir como objeto y sujeto, porque sí, finalmente, es con palabras que intentamos definirnos en todo, en mi caso, encontrarme en todo, pero hay algo de las vísceras del lenguaje que tampoco entiendo con palabras, que nos lleva a separar objetos de situaciones para crear significados. La palabra y el lenguaje también se agotan para expresar nuestra complejidad. Sin embargo, Lucrecia Martel sugiere, para ayudarnos a romper con esto, imaginar nuestros personajes como monstruos cuya naturaleza desconocen, o bien, la potencia preverbal de una imagen y la cualidad inmersiva del sonido, en tanto que puede crear otras capas de pensamiento y físicamente necesita del aire para propagar sus ondas que hace que quienes lo escuchen se conecten, casi como si no hubiera separación entre un cuerpo y otro, que el sonido es tan anómalo y arbitrario que para que signifique necesita durar, porque en el cine se vuelve la condición de percepción de la imagen. Lo que necesitamos de nuestro cine no debería ser otra cosa más que perspectivas, porque la idea es que ningún objeto esté definido, y que nuestra vida no sea regida por una línea que apunta hacia una sola dirección, sino que el sentido es una experiencia vital que hay que encontrar; sentido que, por otro lado, no tendría la producción de conocimiento, imagen o sonido que no aspira a transformar de alguna manera lo que nos rodea o nos parece mal. La idea del cambio en nuestro cine sería entonces, según Lucrecia Martel, que llegue a donde todavía no ha llegado. La cultura es ese lugar donde nos encontramos para ver hacia dónde vamos, y ese lugar podría ser el cine. 

Lucrecia Martel

Y pareciera ser que toda reflexión hecha sobre la mirada involucrara a nuestro cine, pero se trata de imaginar brújulas que puedan orientarnos a pensar en estas nuevas imágenes de cambio en nuestro proceso de insurrección postrrevolucionario latinoamericano.

Sólo por pensar desde otros horizontes epistemológicos, que podrían ofrecernos más pistas y complejizar todo esto, el documental La Montaña de Diego Enrique Osorno, estrenada en el marco del Festival Internacional de Cine Universitario de la UNAM 2022, trata sobre un viaje en un velero que se llama La Montaña, tripulado por siete rebeldes de diversos pueblos indígenas de Chiapas, que zarpan con dirección a Europa en medio de la pandemia por COVID-19, y la película abre con la siguiente conclusión: «Para cambiar al mundo, hay que cambiar la forma en la que lo miramos».

En La Montaña, en ese velero, nadie va a representarse a sí mismo, sino que los rebeldes van a hacer un trabajo encomendado por su pueblo, de tal manera, que lo que representa un cuerpo ahí, flotante en el océano, es un deseo colectivo. Parte de eso que llaman trabajo es, según la película, la palabra. Y la palabra, quizás a diferencia de Lucrecia Martel, o encaminada su reflexión más allá, para la rebeldía es lo que se siembra. La semilla son los trabajos que ellos ejercen en cada zona, en su organización, es decir, es la semilla de la autonomía, misma que está estrechamente relacionada con el objetivo de ese viaje en velero: llegar a tierras europeas, no a explotarla sino compartir cómo llegaron a, en vez de luchar por ocupar un lugar en el panteón de las muertes individualizadas de abajo, descubrir una forma de autogobierno para construir puentes que nos hagan pensar en la vida, sin modelos porque, si bien la potencia es algo que permite que todos nos reapropiemos de ella y la hagamos algo singular nosotros mismos, no es homogénea, porque nadie gira en torno al deseo único de un cabecilla, ni siquiera en ese velero cuyo capitán se rehúsa a hablar de sí mismo como un capitán. Ese capitán que se desconoce como tal, sino que advierte que el velero intenta ir hacia Europa, como el pueblo que intenta mejorar sus condiciones, pero al llamarlo capitán le dan la forma de un gobernante, que podría engañar a toda la tripulación para ir hacia otro lado, que lo que permite el autogobierno es no otorgar la responsabilidad a otros para tomar decisiones en cuanto al deseo de cambio, sino la proliferación de muchas maneras de desearlo, que las cosas se hagan más con ideas o para abrirle paso a esa potencia. 

El zapatismo en La Montaña consiste en el acto de romper esa frontera y salir, en velero o por tierra, a escuchar al otro (y quizás aquí coincide con Lucrecia Martel: en buscar respuestas en lo sonoro), de escucharlo y de entender que uno solo no puede. Y quizás la imagen que hace falta, es la que surge cuando la mirada se desplaza y nos hace confirmar, irremediablemente, que hay que hacer todo de nuevo. Entonces ahí podría estar, en el audiovisual, habría que escuchar al otro y desplazar la mirada como nueva política de cambio en nuestro cine. 

Ahora bien, ¿es posible esta mirada en el cine? No me refiero a que la única salida que tengamos sea la de un cine zapatista. Es más complejo. La pregunta sería: ¿es posible un cine, para nosotros, que piense en la vida? No necesariamente un cine sin director, un velero sin capitán no llega a ninguna parte, sino un cine que conjunte más de un deseo a favor de un sentido construido en colectivo. ¿Qué cine se haría si el guionista, el sonidista, el asistente de dirección, el fotógrafo, el director de arte, no se subieran al velero del capitán, sino que fueran cada uno en sus barcos y avanzaran en flotilla hacia un punto en común? La Montaña concluye con lo siguiente: 

Supongamos que es posible elegir, por ejemplo, la mirada. Supongamos que usted puede librarse así sea por un momento de la tiranía […] que impone no sólo qué se mira y de qué se habla, sino también cómo mirar y cómo hablar. Entonces, supongamos que usted levanta su mirada más arriba de lo inmediato a lo local, a lo regional, a lo nacional, a lo mundial, ¿cierto? Un caos, un desbarajuste, un desorden. Entonces supongamos que usted es un ser humano, ¡vaya! Que no es una aplicación digital que velozmente mueve, clasifica, jerarquiza, juzga y sanciona. Entonces usted elige qué mirar y cómo mirar. Pudiera ser, es un supositorio, que mirar y juzgar no sean lo mismo. Así que usted no sólo elige, también decide cambiar la pregunta de “¿Eso está mal o está bien?” a “¿Qué es eso?” y de ahí al “¡Eso está mal o está bien, porque yo lo digo!” O, tal vez, hay una discusión sobre qué es el bien y el mal. Y, de ahí, los argumentos y citas con pie de página. Cierto, tiene usted razón, eso es mejor […], pero le he propuesto cambiar el punto de partida: elegir el destino de su mirada. 

Quizás, ya no me atrevo a hacer la misma pregunta sobre qué le pedimos a las imágenes de cambio de nuestro cine, quizás sea más conveniente preguntarse, ¿cómo le vamos a hacer para que nuestro cine desplace la mirada hacia el otro? O mejor aún: ¿cómo vamos a contar en nuestro cine las potencias que nos hacen crecer? No lo sé, pero la película también dice que se requieren de muchas miradas para que el agua del horizonte se vuelva tierra firme. 

La montaña

 


Diego Alba, artista interdisciplinario y escritor mexicano, es miembro del colectivo fronterizo de arte-acción La Sagrada Familia y curador de la galería seropostiva Haus Infonavit en León, Guanajuato. Actualmente, estudia la Maestría en Cine y colabora en el Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana. Ha publicado y montado sus piezas en México, Cuba, Costa Rica, Reino Unido y Estados Unidos.


Paul Leduc. (2020, October 21). Discurso  Ariel de Oro 2016 [Video]. Academia Mexicana de Cine: https://www.youtube.com/watch?v=GAvVxaJfZ0w