Un cadáver para sobrevivir

Un cadáver para sobrevivir

Por | 10 de noviembre de 2016

Un barquito de cartón flota en el agua. Alcanzamos a leer, entre otras frases, «No quiero morir solo». ¿No es ése uno de nuestros grandes miedos?

Estar todo el tiempo comunicados no significa que estemos realmente en contacto. Vivimos en medio de una oleada de monólogos. No es menor, entonces, que Hank (Paul Dano), el náufrago de Un cadáver para sobrevivir (Swiss Army Man, Dan Kwan y Daniel Scheinert, 2016) no traiga más consigo mismo que un celular –sin señal, con una batería a punto de agotarse– que ha sobrevivido milagrosamente. O que se aferre al fondo de pantalla con la imagen de la chica que le gusta y con quien jamás ha intercambiado palabras. Evidentemente, la soledad de este personaje no empezó con su naufragio.

Alcanzamos al protagonista en el momento en que su historia lo ha llevado al aislamiento total: está a punto de suicidarse cuando alcanza a ver un cadáver (Daniel Radcliffe) que se convertirá en espejo y depositario de todo aquello que tiene acumulado. El título original hace referencia a las navajas suizas: Hank utiliza ese cuerpo inerte como herramienta para sobrevivir en su travesía y, en el proceso, entabla una larga conversación que muta en una relación cada vez más estrecha. El cuerpo ya no es sólo vehículo y carga, existe la oportunidad de explorar más allá. Pero no olvidemos que el interlocutor está muerto, esta exploración no es tanto una conexión con alguien más como es una autoexploración.

Somos y nos conocemos en relación con el otro, pero, ¿qué hacer cuando, a pesar de la hiperconexión parece no haber nadie? La relación que vemos entre el vivo y el muerto condensa la búsqueda desesperada de un vínculo. Lo que Hank encuentra en «Manny», el cadáver, es un compañero que va amoldándose de acuerdo con lo que vierte en él: una manifestación de esos pensamientos primitivos e ingenuos que suprimimos en función de las normas sociales, una oportunidad para compartir sus ideas sobre la incertidumbre, la muerte y el amor, un par de oídos que escuchen sus anécdotas –tanto las banales y como las trascendentes.

El náufrago solitario tradicionalmente se encuentra a sí mismo a través de una introspección que cine y literatura enaltecen. Aquí, los cineastas intentan desacralizar la transformación del mundo interno del protagonista jugando con tabúes a través de notas de humor incómodo e instantes desconcertantes –el cadáver se tira pedos todo el tiempo, sus erecciones funcionan mágicamente como brújula, incluso hay momentos cargados de una tensión sexual poco convencional. Aunque no deja de tener destellos melodramáticos, la pretensión por despojar la lucha por supervivencia de su halo épico es un intento refrescante.

Estos dos personajes construyen, a partir de la basura que van hallando en su camino, un escenario para poder concretar historias y deseos. Finalmente, el cadáver, ese cuerpo-desecho, también es parte de esos hallazgos. Al recuperarlo y resignificarlo, Hank edifica una plataforma para hacerle frente a sus frustraciones. Se aferra a él como se había estado aferrando a su celular desvaneciente, un nuevo contacto vacío y artificial. Ahí, desesperadamente intenta ver otra oportunidad para lidiar con la soledad, esa soledad que nos hace cavilar en direcciones inciertas en búsqueda de un espacio y un interlocutor, aunque tengamos que construírnoslos a partir de los pedacitos que vamos encontrando por ahí.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura