Tarkin y Leia o La resurrección virtual

Tarkin y Leia o La resurrección virtual del cuerpo del actor

Por | 7 de febrero de 2017

Desde sus primeros años de vida, el uso del cinematógrafo fluctuó entre el documento y la fantasía. Piénsese en el retrato de escenas cotidianas de la vida parisina de principios del siglo pasado que hicieron los hermanos Lumière o en la representación de viajes al espacio poblados de criaturas fantásticas del mago Méliès. Una de las características del cine que más llamaran la atención del propio Walter Benjamin es su capacidad de representar de manera audiovisual el mundo onírico privado y crear figuras de un sueño colectivo compartido, como en el caso de las producciones de Walt Disney.

El desarrollo y el predominio actual de las tecnologías digitales no solamente han permitido construir una cantidad inverosímil de personajes y mundos fantásticos –y en este sentido, han radicalizado las posibilidades de representación–, sino que han planteado la necesidad de volverse a preguntar hoy, como hace ya más de cien años, y como lo hiciera el propio André Bazin hace más de cincuenta, qué es el cine. Y la pregunta por el estatuto ontológico de las imágenes –sigamos llamándolas cinematográficas– cobra una relevancia mayor ante el cambio en el soporte, el medio material de producción, es decir, el paso de las representaciones analógicas (o sea, aquellas que aún tenían como base, como sustento, una imagen del mundo “real”, como impresión de luz sobre una película) a las representaciones digitales, cuya configuración está fundamentada en la manipulación numérica, en algoritmos. Como sostiene David Rodowick  en The Virtual Life of Film, mientras los medios analógicos grababan rastros de eventos, los medios digitales sólo producen señales de números.[1] Con el arribo del mundo digital la sustancia y la indicialidad o la huella del mundo se han perdido inexorablemente.

Más allá de la producción de películas –sigamos llamándolas provisionalmente de esta manera– mediante imágenes completamente creadas por computadoras –como por ejemplo, Toy Story (Pixar, 1995)–  el uso de tecnologías digitales ha impactado en el cuerpo mismo de los actores. Desde Terminator 2 (James Cameron, 1991) hasta Avatar (ídem, 2009), por mencionar sólo dos ejemplos, se puede observar lo que Rodowick denomina los procesos digitales para borrar o reescribir el cuerpo de los actores: el devenir híbrido del cuerpo del actor, parcialmente humano, parcialmente sintético. Este proceso de sustitución gradual de la presencia física del actor por imágenes producidas por computadoras ha seguido varias etapas cuyo inicio el ensayista identifica, ni más ni menos, en la conformación, en 1979, de la división de investigación en torno a la animación computarizada de la empresa Lucasfilm. Sin embargo, este proceso no concluye en el año 2000 con la transmisión digital por internet de Titan A.E. (Don Bluth, Gary Goldman y Art Vitello), sino que, actualizando la línea de eventos del autor, podemos afirmar que llega a su clímax con la exhibición del más reciente spin-off de la saga de La guerra de las galaxias: la resurrección digital del gobernador Tarkin (originalmente interpretado por Peter Cushing, 1913-94) y el asombroso rejuvenecimiento de la princesa Leia (Carrie Fisher, 1956-2016) en Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, Gareth Edwads, 2016).

Aunque los intentos de resurrección virtual ya han tenido lugar antes –es el caso, por ejemplo, de Brandon Lee para la película El cuervo (The Crow, Alex Proyas, 1994) o el de Paul Walker para Rápidos y furiosos 7 (Fast and Furious 7, James Wan, 2015), el nivel de verosimilitud que alcanza el avatar de Tarkin es algo inédito, e involucró un complejo proceso técnico que tomó alrededor de dieciocho meses para concluirse.

Para un espectador distraído, la resurrección de Tarkin puede pasar desapercibida; para un espectador atento, que está al tanto de la maniobra técnica, la visión del avatar puede resultar una experiencia ominosa. Pero ominosa, no sólo porque los movimientos de los músculos faciales, especialmente aquellos involucrados con la mirada, resultan muy difíciles de reproducir artificialmente, sino sobre todo porque exacerba y hace evidente un hecho que ya a principios del siglo pasado asombraba a los cineastas rusos, especialmente a Dziga Vértov: el cine, desde sus inicios, produjo fantasmas, sombras en movimiento de cuerpos otrora vivos, de cuerpos que habrían dejado su huella en un registro material impresionado por la luz. En Rogue One asistimos a la resurrección no del cuerpo de Peter Cushing, sino a la de “una” imagen producida por éste, la de Tarkin, el personaje que, de esta manera, liberado por la magia digital, deviene una imagen completamente autorreferencial, y queda navegando para siempre en el mar abierto de la recombinación de algoritmos y bites, desprendida de un cuerpo humano: sin huella y sin sombra, sólo números en combinación.

Era sólo cuestión de tiempo antes de que la producción cinematográfica digital superara el último reducto de representación humanística que quedaba: el cuerpo, el rostro humano. Y sí, es verdad, aún falta (¿mucho?) por prescindir completamente de un cuerpo humano que anime (valga la elección de verbo) las recreaciones digitales, pero lo logrado en Rogue One acaso sea el principio de la conclusión de un proceso por borrar el cuerpo de los actores. Si las representaciones digitales han dejado de ser un rastro del mundo, y para representar, como quería Benjamin, esos sueños colectivos que son el cine, ya se ha prescindido de aquél, los personajes de las historias muy bien pueden dejar de ser huellas de cuerpos vivos.

Por lo pronto, estos avances abren una serie de problemas –por ejemplo, los derechos de los actores sobre sus propias imágenes, y no sólo en el sentido ético, sino y sobre todo en el comercial–, así como nuevos horizontes de producción audiovisual (series, películas, comerciales, etcétera), especialmente para una franquicia como la de George Lucas: la posibilidad –tan ominosa como el propio Tarkin– de extender ad infinitum –y también ad nauseam, como ya se ha visto– la saga por los siglos de los siglos por venir.

Quién sabe, quizás en las próximas décadas, en nuestro país podamos ver alguna secuela de ¿Qué te ha dado esa mujer? (Ismael Rodríguez, 1951) o una precuela de ¡A toda máquina! (ídem) y/o un spin-off de ambas (siempre hay historias bellas e interesantes de personajes secundarios por rescatar), estelarizadas todas ellas por los avatares de los inolvidables Luis Aguilar y Pedrito Infante. Después de todo, hace no muchos años la tecnología digital nos permitió deleitarnos con un palomazo entre este último y el maestro Mijares.

Quién sabe. El futuro es algo incierto, y ominoso.


[1]  David Rodowick , The Virtual Life of Film, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2007.


Andrés Téllez Parra es escritor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.