Ocho horas frente a la pantalla

Ocho horas frente a la pantalla

Por | 1 de agosto de 2017

Cuando ingresamos a una sala de cine, se puede decir que ingresamos a un ritual. De antemano, existe un convenio que hace de la función toda una experiencia sensorial. Se compran uno o más boletos, palomitas, bebidas y dulces con tal de disfrutar la función, cuando no se trata de un espectador más exigente que renuncia a estos gustos para adentrarse de facto al acto de ver o leer un filme. La butaca sirve como depositaria de todo tipo de cuerpos por el lapso de, en una medida estándar, dos horas, dos horas y media si se trata de una cinta animada con figuras coloridas y pintorescas, de superhéroes encarnados en cuerpos atléticos, o de tenebrosas atmósferas donde los humanos sufren por la presencia fantasmagórica de lo inexplicable. Una vez que acaba la magia, se sale del auditorio para fungir como crítico y analista de lo visto en pantalla. «Me gustó, no me gustó, estuvo buena o se me hizo larga».

Justo este último punto parece el más desapercibido, pero también es de los aspectos más importantes. Cuando un filme es capaz de atraer la atención del espectador, el tiempo se pasa “volando”. Pero si pasan tres, cuatro horas, y sobre todo en un largometraje donde “no pasa nada”, la desesperación reina. Así que tiene sentido preguntar: ¿qué pasa al ver una película de seis, siete, ocho horas? Es mucho tiempo. La sala de cine deja de ser un espacio de experiencia sensorial para convertirse en un portal netamente cultural y de audiencia, como lo es la asistencia a un museo o a una plaza pública. La posible razón: en la llamada “era de la modernidad” se apresura el reloj biológico y psicológico del humano para llevar las cuentas de las horas debido a un automatismo creado por la rutina cotidiana y los afectos de cada individuo, encasillado no sólo en el rol de espectador sino también en el papel de trabajador, estudiante, amigo, pareja y otros tantos sustantivos.

Un primer acercamiento para explicar la sensación producida ante un trabajo fílmico de formato muy largo es la naturaleza propia del cine, definida por la fotografía y la animación. De acuerdo con Hans Belting, las imágenes fotográficas «se entienden ya sea como un fragmento que la cámara arrancó al mundo, o bien como el resultado de una técnica aplicada al aparato fotográfico de acuerdo con determinado método. En un caso, la imagen es un rastro del mundo; en el otro, una expresión del medio que la produce».[1] El espectador es consciente de ello: sabemos que estamos frente a una pantalla que representa una parte de la realidad, gracias a un modelo científico basado en la capacidad mecánica para animar imágenes fijas (la denominada persistencia retiniana) y convertirlas en placas en movimiento. No estamos en un mundo alterno ni la sala de cine es una especie de nave espacial que conduce a otra dimensión. El espectador es consciente de la artificialidad del cine. Por tanto, la experiencia sensorial al ver un largometraje extenso se limita porque el sueño (como pasa en las noches) finaliza con el acto de despertar pronto de aquel onirismo al cual nos somete el arte cinematográfico.

Cuando pasan cuatro, cinco o seis horas, el acto de ver un filme agota el cuerpo (el ritual queda pausado porque no hay palomitas, hay que ir al baño, la vista “se cansa” o el relato no es lo suficientemente atractivo), por lo que se obliga al espectador a reasimilar la historia frente a sus ojos. ¿En qué sentido? La apropiación y deseo que se halle con el producto a consumir. En Estética del cine, Jacques Aumont recupera algunos postulados de la escuela semiológica de la década de 1950 para intentar explicar «¿cuál es el deseo del espectador de cine?».[2] Aumont lo atribuye a un sentimiento de abandono y soledad que trata de llenar una pérdida irreparable, producto de recuerdos e historias de vida. No obstante, el cine es una experiencia social y parte del ritual se conforma por la interacción entre una o más personas con un objetivo: pasar “el rato” en compañía de aquellos seres importantes para el espectador, sea antes, durante o después de la función, por lo que se desecharía la idea del abandono como señal para ver una película. Aunque se entre solo a la sala, la discusión o interacción surge cuando, al pasar el tiempo, los amigos preguntan: «¿Y qué tal está la película?, ¿me la recomiendas?». La experiencia se alarga para satisfacer los deseos del espectador y de nuevo adquirir un rol activo al intentar ofrecer una opinión: «Me gustó, no me gustó, estuvo buena o se me hizo larga», cuestiones que surgen de la memoria al recordar lo visto en pantalla.

¿Qué motivaría a permanecer en la sala de cine por más de tres horas? Por lo regular, cintas con mayor duración son aquellas que entran en el terreno de la narrativa no convencional, definida por el uso de la metáfora y la reflexión como motor de inducción para su posterior entendimiento. Cineastas como Jacques Rivette, Lav Diaz o Jean Eustache expanden el tiempo fílmico para transmitir sus relatos con todo el detalle posible a partir de una fotografía poética, diálogos extensos o una retórica del paisaje que se hace estática. Este fundamento resulta en cierta medida irónico, puesto que trabajos de otros realizadores como Andréi Tarkovski, Ingmar Bergman o Apichatpong Weerasethakul no se caracterizan por una gran duración, pero su confección hace que parezcan cintas que “duran un chorro”.

¿Sería entonces el reconocimiento por ver un cine diferente, denominado de arte o autor? La historia del cine ha consagrado nombres y películas, tal es el caso de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) con un metraje de tres horas 58 minutos, película que resultó un éxito rotundo y la consolidación de la industria hollywoodense a partir de una historia de amor situada en la Guerra de Secesión. Por el tema, el amor, se puede pensar que se siente una cercanía con el filme. El amor es un tópico universal, y como motivo condiciona al espectador porque se hace clic inmediato al ser elemento de nostalgia y sentimentalismo innatos a la realidad. Sin embargo, el asunto va más allá tratándose de cintas no convencionales.

David Bordwell sugiere que el espectador intenta construir significados implícitos cuando «no puede encontrar un modo de reconciliar un elemento anómalo con un aspecto referencial o explícito del trabajo»[3], en este caso, el tiempo fílmico. Por lo regular, el público asiduo a la sala de cine no está acostumbrado a los trabajos no convencionales de formato largo (es decir, tiempos que excedan las dos o tres horas), lo que implica evasión respecto a la interpretación de las imágenes y sonidos que ven y escuchan. Sin embargo, el mismo Bordwell aclara que se puede introducir un «impulso simbólico para garantizar que cualquier elemento, anómalo o no, pueda servir como base para los significados implícitos [del filme]».[4]. Pese a las duraciones de las cintas de ocho o nueve horas, el espectador asimila el relato cuando el director de cine plasma elementos universales (temas, formas) y los combina con la experiencia de vida y el conocimiento adquirido a través de los referentes culturales y grado de educación del público, además de tomar en cuenta el lugar de procedencia de la película que se esté viendo.

Tomemos como ejemplo el caso de Canción de cuna para el misterio trágico (Hele sa hiwagang hapis, 2016), fresco fílmico del filipino Lav Diaz (Datu Paglas, 1958) sobre la revolución ocurrida en su país entre 1896 y 1898. A lo largo de 488 minutos (ocho horas y ocho minutos de metraje), el realizador desarrolla un amplio relato sobre el desgaste ideológico de su pueblo, cimbrado en una guerra civil que podría funcionar como un recordatorio sobre el fallido progresismo político de muchas sociedades. El director pone a discutir a los varios personajes que aparecen en pantalla en torno a temas como la distinción de clases, la religión, el arte o la libertad, todos tópicos entendibles en cualquier parte del planeta.

Este tipo de elementos (en el caso de Diaz, la reflexión sobre dichos temas) activa el deseo del espectador para permanecer más tiempo en la butaca, alargando la experiencia sensorial y reduciendo el impacto biológico y psicológico producido por estar sentado frente a una pantalla. A ello se suma la poética del espacio fílmico y la estética cinematográfica. Las imágenes quedan grabadas en la memoria del público, aun si no se genera una herencia audiovisual como aquel beso final de Vivian Leigh y Clark Gable en Lo que el viento se llevó. Belting sugiere que el público retiene el filme porque la fotografía es un conjunto de «imágenes simbólicas de la imaginación»[5] y el cine es un ente imaginario y, como se ha apuntado, los asistentes a las salas de cine se hacen conscientes de este carácter. El cine es cultura y se hace recíproco en el proceso de formación del individuo.

Existen otros factores (gusto por una particular cinematografía, género, director), pero si apelamos a la definición de cine como un ritual, se puede decir que entrar a una sala, tomar asiento y comenzar a ver un filme es reconocer al arte cinematográfico como un proveedor de sueños que, a través de una racha onírica, reduce la desesperación y fatiga de estar frente a un trabajo de “vista cansada”. El espectador se hace consciente de ello y da continuidad al relato que está asimilando, despojándose de los impulsos biológicos y psicológicos conforme pasan las horas. Queda en cada individuo la decisión de dar oportunidad a filmes no convencionales de extensa duración que, como sugiere Bordwell, dan paso a impulsos simbólicos que permitan la libre apreciación tras ver cinco o seis horas de metraje. Al final, una película “que dura un chorro” se entiende como una pequeña célula de un sistema integral llamado la industria del cine, un fenómeno social y un medio masivo de comunicación capaz de atraer las miradas, sea en esos cuerpos atléticos de superhéroes o en historias que exijan permanecer en la butaca por más de tres horas.


[1] Hans Belting, Antropología de la imagen, Katz, Buenos Aires y Madrid, 2007, p. 263.

[2] Jacques Aumont, Estética del cine: Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje, Paidós, Barcelona, 1996, p. 245.

[3] David Bordwell, El significado del filme: Inferencia y retórica en la interpretación cinematográfica Paidós, Barcelona, 1989, p. 25.

[4] David Bordwell, idem, p. 25.

[5] Hans Belting, op. cit., p. 264.


Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.