Museo

Museo

Por | 2 de noviembre de 2018

Una vez oriné sobre el asta bandera del Zócalo. Mi acción estuvo motivada por una mezcla de alcohol, inconsciencia, la oscuridad de la madrugada y una tremenda pendejez. Por su puesto la policía se dio cuenta y el resto de mi dinero se fue con ellos, pero la anécdota no me la quitó nadie y, aunque suene raro, el sentimiento patriótico tampoco. Insultos a la nación hay muchos y en todos los niveles, de estafas políticas a tragedias de lesa cultura. Las mentadas de madre van y vienen, a veces las aventamos nosotros y a veces nos dan en la cara. Entonces, si nos ponemos filosóficos, el significado de un robo como el que sufrió el Museo Nacional de Antropología en la Nochebuena de 1985, donde fueron sustraídas más de 120 piezas, se traduce como la pérdida de una parte de la identidad mexicana y, paradójicamente, el redescubrimiento de otra. Aquella noche fuimos asaltados todos los mexicanos, incluso los que no habíamos nacido. Pero lo más triste no fue la desaparición del tesoro artístico de las antiguas civilizaciones, sino lo que siguió después, cuando largas filas de gente, motivadas por el morbo y el escándalo, llegaron al museo para ver las vitrinas vacías. Como dijo Monsiváis: el regalo de los ladrones fue recordarle al pueblo de México que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Esta curiosa anécdota de la historia mexicana es recreada por Alonso Ruizpalacios en su segundo largometraje, Museo, una obra ambiciosa y trascendente.

Podríamos deshacernos en elogios sobre ella: se los merece. Es una película que logra cubrir aspiraciones comerciales (la estrella internacional Gael García Bernal protagoniza el primer largometraje en español de YouTube), con una historia ya no sólo interesante por su singularidad, sino de interés público (dos estudiantes de veterinaria robando la sala maya) y, además, ser puntuada por los arriesgados intereses temáticos y plásticos de Ruizpalacios (ciudad de México, 1978). El cineasta se apropió del guion que ya había escrito Manuel Alcalá y lo convirtió en una odisea que exuda en todo momento una mexicanidad casi palpable. Al igual que su anterior largometraje, Güeros (2014), Ruizpalacios consigue adentrarse en el alma mexicana, develando sus encantos y contradicciones. Aunque por coincidencias hay similitudes entre ambas (las dos se convierten en road movies protagonizadas por una juventud desorientada), el valor agregado de Museo (2018) es hacer una visita guiada al pasado reciente de México a partir de una ambientación de la clase media ochentera, y al pasado milenario de México con locaciones reales como las de la zona arqueológica de Palenque. La película también asume el género de atracos y otorga la importancia al robo con una secuencia donde se recrea el meticuloso, casi artesanal, trabajo de los criminales. Al ritmo de La noche de los mayas de Silvestre Revueltas, este momento está marcado por la espectacularidad que distingue al género. Mención aparte merece el diseño sonoro, el cual expande la tridimensionalidad sensorial de la película, potenciando los más mínimos e intrascendentales sonidos como el golpeteo seco de los dedos sobre las flautas durante una clase de música en cualquier secundaria; magnificando las atmósferas naturales como el coro de aullidos de los saraguatos en la selva chiapaneca; y, sobre todo, acentuando al máximo los silencios en un ruidoso mutismo que, si se experimenta dentro de una sala de cine, sabe que comparte con los demás espectadores.

Pero Ruizpalacios también gusta de evidenciar el artificio. Aún en mayor medida que en Güeros, las digresiones de la forma cinematográfica rompen inesperadamente con el relato de Juan (García Bernal) y Benjamín (Leonardo Ortizgrís), desde la pronunciación de los diálogos hasta la representación –y simulación– de la acción. Es un cine juguetón que desconcierta y divide: por un lado, alegra a los que exigen del uso creativo del medio, y por el otro incomoda a los que no les gusta salir de la convención. Pensando en un público al que le cuesta trabajo creer en sus propias historias, estas rupturas sorprenden por lo atrevidas: ¿Por qué si estamos creyendo, sumergidos en la historia, nos echan en cara el engaño? Tal vez porque detrás de él y del juego mismo, hay algo más: la realidad y la verdad se sienten inalcanzables, pero el cine las acerca.

Museo reúne una serie de símbolos, momentos y conceptos ligados a la Historia de México: la inculcación de dicha materia a los grupos de estudiantes de secundaria; la anécdota del monolito de Tláloc extraído en 1964 del pueblo de San Miguel Coatlinchán; el noticiario de Jacobo Zabludovsky dando a conocer los acontecimientos del crimen –en su momento se le adjudicaba a una banda especializada en robo a museos– y las secuelas del terremoto que pocos meses antes había ocurrido; la visita de los protagonistas a las ruinas de Palenque y a la deslucida gloria acapulqueña; las anécdotas familiares durante la cena navideña y la foto del Juan y su padre afuera del museo; y, finalmente, la película misma identificándose como una réplica de la historia original. Si como decía el filósofo alemán –ese de los lentes redondos, bigote y cabello un poco alborotado–, la Historia es una catástrofe que acumula ruinas sobre ruinas, Museo juega con toda esta galería iconográfica para poner en signos de interrogación en el “de dónde venimos” y “a dónde vamos” como mexicanos. El recuerdo familiar está manchado por el despojo a un pueblo, las Torres de Satélite salpicadas de pipí, y el fantasma invisible de Mesoamérica acaparando la atención del público. Ruizpalacios se preocupa –también se burla– por el aura mítica de los espacios, personas y momentos: le regresa la monumentalidad al paraguas del Museo Nacional de Antropología; metaforiza un ataque de ansiedad con la figura del gobernante Pakal; le exprime poesía a los clavadistas de la Quebrada, y hasta electriza el erotismo grosero del cine de ficheras. Con resonancias en diferentes niveles tanto familiar, como cultural (la mafia de los saqueos), social y político (43), Museo es una invitación para pensarnos a nosotros mismos como mexicanos, no en clave de celebración folklórica detrás de la vitrina, sino de autocrítica, de recordatorio y de mito. Para creer de nuevo en nosotros mismos, hay que rascar, aunque duela, en la filosofía de lo mexicano y contar algo más interesante que haber orinado en el Zócalo por borracho.


Israel Ruiz Arreola forma parte del equipo editorial de la Cineteca Nacional desempeñándose como investigador especializado.