Luk'luk'i

Luk'luk'i

Por | 9 de noviembre de 2017

Sección: Crítica

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América es un continente de nombres poéticos y evocadores: Caucel, Tikal, Ibagué, Paraná, Galápagos, Acre… Muchos de ellos son resultado de la incapacidad para apropiarse de una lengua ajena: malentendidos, sobreentendidos, torpezas, imprecisiones… Para los millones de personas que hablamos un puñado de lenguas europeas indican lo que estuvo aquí antes de nosotros, aunque no podamos penetrar en lo que hay más allá del sonido. No podemos hablar con la tierra, con nuestra tierra, porque antes fue de otros que seguramente tampoco supieron qué había debajo de las tierras que nombraban mientras venían, se asentaban, las hacían suyas y desplazaban a los que estaban en ellas en un inicio, o simplemente antes.

Luk’luk’i sería otro de esos nombres si no fuera porque, bajo una lógica más radical, fue borrado del todo. Como los nombres que había debajo de São Paulo, de Morelia, de Asunción… ha sido sustituido. Sobre los pantanos que alguno de los pueblos indígenas locales llamaban así,[1] ahora se levanta el Downtown Eastside de Vancouver. Apenas una zona de una ciudad occidental para lo que antes parecía toda una región…

Esa zona arrebatada –en inglés dicen no cedida (unceded), como si, de veras, los primeros pueblos hubieran cedido territorios por las buenas– hoy es una de las áreas más empobrecidas de todo Canadá. Territorio de vagabundos, prostitución, drogas… el Downtown Eastside es equiparable con miles de otros sitios. Pero no en todos lados el hockey juega un papel social relevante. El cineasta Wayne Wapeemukwa situó las historias de exclusión que conforman su primer largometraje alrededor de la final de hockey de la Olimpiada de Invierno 2010, donde su país ganó el oro. Este detalle sirve para darle especificidad a un grupo de historias que podrían ocurrir en cualquier megalópolis: la de una madre a la que le fueron arrebatados sus hijos por dedicarse a la prostitución (Angel Gates), la de un indio que migra a la ciudad y termina viviendo en condiciones deplorables (John Dion Buffalo), la de un discapacitado que sueña con encontrar el amor (Ken Harrower), la de un hombre al que le cuesta un trabajo enorme llevar una vida normal debido a su adicción a la heroína (Eric Buurman) y la de una persona medio conocida que siente que es verdaderamente famosa (Angela Dawson, “Rollergirl”).

Narré las historias así, del modo más neutro posible, para mostrar lo que tienen de comunes y corrientes. Podría haber indicado que el personaje de Buffalo es un skater que ve ovnis, que el discapacitado es gay, que la falsa celebridad es transexual, pero justo eso, justo lo más distintivo, distrae de la película: el retrato coral de la marginación. Y, en este caso, se trata de una coralidad casi absoluta porque, con excepción de Buffalo, todos los demás actores y no actores trabajaron el guión en taller con Wapeemukwa (Vancouver, ¿?), y Mark McKay, otro no actor que murió durante el proceso. La decisión es acertada: las historias individuales dan mejor cuenta de la marginación que un relato unívoco. Al mismo tiempo la equivocidad de lo múltiple termina siendo expresiva. Así como la implantación de la cultura europea fue excluyendo a los primeros pueblos americanos,[2] su estructuración cupular ha ido empujando hacia los márgenes a un componente importante de sus propios miembros. El fenómeno es más común en las sociedades más desiguales, que en las que tienen un estado de bienestar más funcional, naturalmente. No obstante, si extendemos la discusión hacia las sociedades no occidentales, veremos, que con algunas excepciones muy puntuales, la exclusión es parte integral de la experiencia humana.

Sólo que Luk’luk’i (2017) no es una película trágica. Más bien es una película sobre la dignidad, o sobre resolver problemas y soñar, o sobre seguir adelante. Es difícil determinarlo por su complejidad narrativa y poética, por su riesgo formal. Si bien vemos a Eric ilusionado con el reencuentro con su hijo, a Rollergirl soñar con un espectáculo, a Ken enamorarse… hay algo que no puede ser narrado en el fondo, un misterio que toca una multitud de registros de lo cotidiano, como el que viene implícito en lo que está por ocurrir al terminar este texto.


[1] El sitio oficial de la película indica que el nombre es salish del litoral, pero ese término corresponde a un subgrupo de la familia lingüística salish. Es como decir que el nombre es germánico o romance, pues: una generalidad. Es difícil determinar si la palabra corresponde a la lengua de los squamish, la de los tsleil-waututh o la de los musqueam. Es curioso que el director de la película, Wayne Wapeemukwa, del pueblo métis, una etnia mestiza de Canadá que ha conseguido un estatus identitario único porque considera que su mezcla no sólo genética sino cultural los distingue de los canadienses occidentales, no haya sido más cuidadoso. O no: dentro de todo, como la mayor parte de los mestizos del continente esa relación indefinida con los primeros pueblos termina por estar subsumida a Occidente. (En gran medida porque esa es la única elección viable, claro está.)

[2] Tengo en cuenta que si bien los ejercicios de implantación de la cultura europea fueron totalmente devastadores para los primeros pueblos y para los negros esclavizados, en ningún caso fueron iguales, ni siquiera dentro de los territorios de un solo imperio. También que el mestizaje y la hibridación cultural son componentes fundamentales –probablemente inesperados o no contemplados– del proceso de colonización. Por otro lado, estoy casi convencido de que con estos procesos terminó de existir Europa y comenzó a existir lo que podemos llamar Occidente –este término desafortunado es posterior– como un área con un pie en Europa y otro en América…


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine y en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). @eltalabel