La épica intuitiva de Ismael Rodríguez

La épica intuitiva de Ismael Rodríguez

Por | 19 de octubre de 2017

Sección: Ensayo

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Ustedes los ricos (1948)

El centenario de Ismael Rodríguez Ruelas (Ciudad de México 1917-2004) es también la celebración de un cine, el mexicano, al cual la madurez le llegó a trompicones. Dotado de notable intuición comercial y de una incomparable capacidad creativa y técnica, el joven Ismael legó a la ciudad de México una imagen mistificada en tiempos de búsqueda desesperada de identidad. Rodríguez fue, quizá, el primer cineasta mexicano posmoderno, por su manera de construir un universo fílmico a partir de los retazos de un folklor ya percibido como caduco y del carisma de sus personajes, creaturas cinematográficas siempre conscientes de su condición de arquetipo.

Nacido en el corazón de la ciudad de México, pasó su infancia en una vecindad de tres patios de la colonia Doctores, hasta que la persecución religiosa afectó a su fervoroso padre católico, quien decidió mudar a la familia a Los Ángeles cuando Ismael tenía nueve años. Allá aprendió el oficio cinematográfico con sus hermanos mayores, Joselito y Roberto, que ya tenían trayectoria como sonidistas en el fugaz cine hispano producido por Hollywood. Los hermanos Rodríguez regresaron a México para sonorizar Santa (Antonio Moreno), la primera película del cine sonoro mexicano, en 1931. Ismael jalaba cables y apareció como extra. A los 25 años comenzó a dirigir.

Desde el inicio de su carrera como director, en 1942, Rodríguez demostró dominio técnico, versatilidad genérica y feeling taquillero. Lo mismo le entró al drama ranchero que a la comedia mundana, la sátira o el melodrama sensacionalista. Siempre probando fórmulas, escenarios y personajes, siempre con propuestas lúdicas e, incluso, experimentales. De película en película fue conformando un equipo al estilo del teatro de revista. Con Pedro de Urdimalas, Carlos Orellana y Rogelio González, Rodríguez delineó tramas, situaciones y personajes que sintetizaron la ebullición de una identidad nacional tan gozosamente sufridora como cínicamente centralista. Su tropa de actores fue siempre versátil en el ensamble: actores de soporte como Amelia Wilhelmy, Delia Magaña o Fernando Soto «Mantequilla»; damas jóvenes como Blanca Estela Pavón, Amanda del Llano o Irma Dorantes; estrellas infantiles como Eva Muñoz «Chachita» y María Eugenia Llamas «La Tucita»; y, por supuesto, héroes románticos que se sintetizan en su máxima creación y alter ego: Pedro Infante.

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Quizá el mayor aporte cultural de Rodríguez fue el perfeccionamiento de la mitología urbana, triunfo definitivo de la modernidad sobre un país de raíces agrarias. No inventó al pelado de barriada –Mario Moreno «Cantinflas» tuvo el mérito de transformar el tipo teatral en cañonazo fílmico, e historietas como Paquito (1935-¿?), Pepín (1936-54) y Chamaco (1936-56) ya habían mostrado el potencial económico del mercado popular– ni fue pionero en la representación cinematográfica de la pobreza citadina –Alejandro Galindo se adentró en el escenario tepiteño por primera vez en Campeón sin corona (1945)–, pero sí consiguió reivindicar al arrabal y erigirlo en el auténtico centro de la patria. Vecindad de tres patios, lavaderos colectivos como repositorio de los chismes y los dramas; bullicio e ingenio verbal como única forma de afrontar la diversidad de orígenes, oficios, vicios, aspectos y valores morales; culto al trabajo, a la familia –siempre fragmentada y anómala– y a la pobreza; esperanza perenne en la inminencia de una fortuna que nomás no llega; confianza excesiva en la bondad esencial de la pobreza; y desconfianza innata en el poder y en la maldad intrínseca a la riqueza.

Su trilogía integrada por Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952) es la epopeya de una lucha de clases de resonancias telúricas y metáforas evidentes: en las dos primeras cintas, los Pobres –el pueblo puritito corazón, que llora como Chachita cuando le arrancan de las manos su Cantinflas de trapo– conseguirán imponer su triunfo moral sobre unos Ricos –todos los que se enriquecen a costillas del pueblo– exhibidos en su carencia de honor y finalmente ocultos tras el misterio de sus fortunas mal habidas. La tercera cinta transita de la barriada a la aséptica colonia residencial para terminar con un Pepe boxeador que se libera de su sufrimiento acumulado mientras se integra a la clase media y su justa medianía. Pepe el Toro se consagra como el prototipo aspiracional y erótico del capitalino barriobajero: galán musculoso, carita y cantador, seductor incontinente, bueno pa’ la fajina y leal a la palomilla, además de macho siempre listo para defender a madrazos el honor de los suyos. Un hombre curtido por la rudeza del barrio, donde «se sufre pero se aprende», como sentencia el rótulo de un camión en la conclusión de la primera entrega. De esta cuna de la identidad chilanga abrevará incluso Luis Buñuel para construir Los olvidados (1950), donde cuenta el tristísimo fin del humilde chambeador Julián, proto Pepe el Toro chicharronero asesinado a la mala por el ojetísimo Jaibo, actualización del inefable Ledo/Tuerto de Nosotros los pobres/Ustedes los ricos.

Pepe el Toro (1952)

En el díptico A toda máquina y ¿Qué te ha dado esa mujer? (1951) Rodríguez naturaliza a la clase media como aspiración colectiva y significa el punto más alto de un hipotético Mexican dream. Los apuestos agentes de tránsito Pedro (Infante) y Luis (Aguilar) muestran que se puede triunfar y ascender a golpe de carisma, lealtad y trabajo. Los muchachos alegres dominan la ciudad mientras cantan «Parece que va a llover», en un gozoso relato de superación y respeto a la ley sin –por increíble que parezca– traza de demagogia.

Maldita ciudad (1954) cierra el catecismo del buen aspirante a capitalino en el medio siglo. Suerte de fábula truculenta sobre las ventajas de la migración y de sus peligros morales, cuenta la historia de un respetable médico provinciano, instalado en el multifamiliar Miguel Alemán, que se ve sumergido en la tentadora modernidad alemanista, de amantes, pachanga y dinero fácil, hasta desbarrancar a su familia por ceder a la corrupción que ya se asomaba como nubarrón sobre la región más transparente.

El cine de Ismael Rodríguez es el eclipse del rancho y la aparición de una ciudad ya consagrada, donde la modernidad arropa a la tradición y le da nuevos cauces para seguir protegiendo a “los suyos”, una urbe donde la vecindad es extensión del pueblito abandonado, con su propio código de honor compartido. Sus películas de tema rural son prolongación del relajo capitalino, inauguración de la mirada turística sobre un folklor de mariachis y papel picado, como cuando Pedro Malo canta «La tertulia», de Chava Flores, en el burdel pueblerino de Dos tipos de cuidado  (1952).

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Rodríguez domina la técnica cinematográfica. Sus películas, aun las más rutinarias, son elaboradas piezas naíf: un permanente juego de planos espléndidamente sincopados por una edición trepidante y lúdica (cómo olvidar la curiosa truculencia de Ustedes los ricos: Pepe vence al tuerto y lo hace caer desde lo alto de un edificio; su cráneo revienta en primer plano y un rápido corte nos muestra la defensa de otro camión con el rótulo «Qué feo, ¿no?»).

Si hay un tema recurrente en el cine de Ismael Rodríguez, es el cine mismo. El joven Ismael es el ejemplo más interesante de puesta en abismo en el cine mexicano clásico. Sus películas, una y otra vez, hacen explícita su conciencia de ser representaciones. Nosotros…/Ustedes… apelan a su ascendiente directo, la historieta, para justificar su rosario de sabrosas incidencias: en la secuencia inicial se ve a dos chamacos pepenando en un bote de basura, en el que encuentran un libro que al hojearlo muestra los créditos de la película, incluyendo la identificación de los estereotipos que veremos desfilar: “Chachita”, “La que se levanta tarde”, “La paralítica”, “La Guayaba”, “La Tostada”, etc. Al final de la cinta, los mismos chamacos –se entiende que han leído toda la historia representada en pantalla– devuelven el libro a la basura.

En Mátenme porque me muero (1951) –dedicada por un letrero inicial «a la voracidad de la crítica, para que la despedacen a su gusto»–, Rodríguez sumerge a Germán Valdés «Tin Tan» en una sátira inconexa y verborreica interrumpida por intermedios –«Que no le metan mano… Cuide sus objetos de valor»– o por cambios de rollo –«No sea impaciente, ya viene el siguiente rollo».

Dos tipos de cuidado  (1952).

Dos tipos de cuidado ya de plano renuncia a cualquier referencia realista, su razón de ser es el encuentro entre Infante y Jorge Negrete, duelo de arquetipos resumido en las míticas coplas de retache; su insulsa trama se diluye en un final de kermés, una canción a la “fiesta mexicana” donde el cine nacional se revela en toda su madurez, capaz de construir un clásico instantáneo a partir de la autorreferencia. Repite la fórmula en La cucaracha (1958), duelo campal entre María Félix y Dolores del Río, espectáculo épico por sus diálogos delirantes: «Tú que tienes buena hornilla, vete a calentar friolentos», le dice la “rodadora” Félix a la “señora” Del Río. Rodríguez ratifica la gloria de un cine decadente pero vivo, un cine que no aburre.

Su absoluto conocimiento del arte cinematográfico puede condensarse en dos secuencias perfectas, atípicas en toda la historia del cine nacional. Los hermanos del Hierro (1962) cuenta la historia de unos hombres criados para la venganza por una madre loca de dolor por el artero asesinato de su esposo. En pleno velorio en un cuarto diminuto, vemos a la enlutada mujer llorar al difunto, acostado en la cama flanqueada por cirios; la cámara rodea el cuarto y vuelve a la mujer, súbitamente de blanco, que mira sonriendo al hombre recostado, al que despierta con un beso, se acuesta con él, la cámara se cierra sobre sus manos entrelazadas para luego elevarse de nuevo y mostrarla cubierta por su velo negro, atormentada por la ensoñación. Tiempo y espacio fundidos en una secuencia de construcción tan elaborada como transparente, perfectamente integrada a la sencillez del relato.

Luego, en la misma película, la escena del matrimonio entre Jacinta y Martín, a despecho del amor de Reynaldo, solucionada con elegancia digna de Ingmar Bergman: en off escuchamos el fin del discurso del juez, con la cámara cerrada sobre las manos del juez que sostiene el libro de actas, para luego girar y recorrer las de la madre, que juguetean nerviosas con su anillo; las de Martín, que aprisionan la mano de Jacinta mientras la acepta por esposa; y finalmente los puños de Reynaldo, cerrados y apretados hasta crujir al escuchar el «Sí, acepto» de Jacinta.

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En marzo de 2003 conocí a don Ismael. En una charla breve sin revelaciones mayores conocí de viva voz su intuición y su capacidad autodidacta para conectar con sus espectadores. El hombre al final de sus días estaba satisfecho: «Los personajes son lo más importante. Crear seres que le lleguen a la gente al corazón. Eso es lo único que salva a las películas de su enemigo más grande, el tiempo. Por eso mis películas han perdurado». No hay manera de contradecirlo.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando