El público mexicano, ese extraño perso

El público mexicano, ese extraño personaje

Por | 17 de junio de 2016

Este texto es la segunda entrega de una serie a propósito de “El invisible cine mexicano y la Secretaría de Cultura”, texto leído durante la LVIII entrega de los Arieles por Paul Leduc. Uno de sus principales ejes temáticos fue la relación del público mexicano con el cine nacional. Decidimos profundizar al respecto.


La reciente entrega de los Arieles dejó un discurso memorable, como no había sucedido en años. El legendario veterano Paul Leduc hizo un conciso resumen de las duras condiciones económicas en que opera el, en apariencia, vigoroso cine mexicano. No es que se trate de revelaciones impactantes: es ya tradición acompañar la frase “cine mexicano” con la palabra “crisis” ligada en la oración. Más de medio siglo de problemas financieros le han dado carta de naturalización a las visiones apocalípticas, las quejas periódicas y las soluciones demagógicamente mágicas.

Desde mi perspectiva, el punto más interesante abordado por Leduc, por su esencialismo irresoluble, es el del público mexicano. «El público de hoy no es el de antes, el de la Época de Oro, el del cine de estreno a cuatro pesos. Hoy no prefiere lo mexicano; hoy no le gusta lo mexicano. Hoy quizá ya no quiere ser mexicano. Cabe preguntar quién, cómo y por qué se formó así ese público», dice, entre abatido y resignado ante las generaciones perdidas de la identidad nacional.

La comparación puede ser ilustrativa para entender dónde estamos hoy. Hace 80 años vivíamos un entorno fílmico tremendamente creativo: cineastas en ciernes que compensaban la poca experiencia con una pasión desbordada, experimentación con los géneros en boga, historias políticamente comprometidas y búsqueda de hacer del cine una herramienta para crear conciencia. En fin, un periodo que dejó un puñado de clásicos enormes: Redes (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, 1933), Dos monjes (Juan Bustillo Oro, 1934), La mujer del puerto (Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla, 1933), La mancha de sangre (Adolfo Best Maugard, 1937), El compadre MendozaEl fantasma del convento y ¡Vámonos con Pancho Villa! (Fernando de Fuentes, 1933, 1934 y 1935). El único problema, como el de hoy: la incertidumbre sobre la sostenibilidad de esa industria en ciernes. Hubo tanto aventurero fílmico como historias de fracaso, además de una lista inmensa de películas torpes y decepcionantes.

Hasta que llegó el primer batacazo: se descubrió el folklor del charro y el mariachi y las tramas de sainete. Un lustro de sueños se sintetizó en Tito Guízar cantando «Allá en el Rancho Grande», seguido luego de decenas de imitadores. El escandalizado cronista Salvador Novo escribió en 1938: «Es ya preciso que el cine mexicano piense que por ser cine es universal, y aspire a serlo purgando de regionalismos sus engendros», que si le gustan al público es porque «todos tienen un poco de concurrentes al Lírico dormido en el fondo de su alma».[1] Ese despreciado público fue el que sostuvo con su necedad el proyecto industrial que ahora conocemos, y Leduc evoca, como “Época de Oro”. (También ayudó, claro, la guerra mundial que desinfló temporalmente a Hollywood.)

A la distancia es relativamente sencillo caracterizar a ese antiguo público consumidor del cine mexicano. Masas campesinas en proceso de migración y urbanización, y comunidades rurales relativamente aisladas, con altos porcentajes de analfabetismo. En conjunto, personas necesitadas de entretenimiento fácilmente digerible y, sobre todo, de valores comunes que les permitieran reforzar una identidad común. Entretenimiento proporcionado a cabalidad por el cine mexicano hasta finales de los años ochenta, y por Televisa a partir de los años setenta. Un cine que se desbarrancó en la indigencia, pero que hasta el estertor tuvo bien medido a su interlocutor, a su audiencia cautiva.

Hoy en día no hay una idea clara de quiénes son los espectadores del cine mexicano, lo que sí sabemos es que no hay nada parecido a una búsqueda de identidad común. (Lo único común parece ser la reafirmación, por cualquier medio, de la diferencia, de la diversidad, de la exclusividad.) ¿Hay, escondido o adormecido por Hollywood, un público masivo para el cine mexicano? Me parece que no. ¿Existe una conjura para limitar a los cines nacionales y favorecer a la industria cultural norteamericana? Definitivamente sí, es una estrategia comercial y política global que acompaña al cine casi desde su nacimiento, y que ha golpeado o favorecido, en diferentes proporciones, a México durante poco más de cien años.

Discusiones estructurales aparte, al gremio cinematográfico mexicano le hace falta hacer más sistemático el trabajo de investigación para identificar a las audiencias del cine mexicano, cuáles son sus necesidades y dónde buscan satisfacerlas. Este trabajo de mercadotecnia suele ser soslayado al momento de planear una película y resulta, por lo demás, un primer paso estéril si no se supera el trauma de ajustar las propuestas cinematográficas a algo más que las necesidades y proyectos autorales.

Al respecto es interesante el estudio de caso sobre No se aceptan devoluciones (Eugenio Derbez, 2013) que se incluye en el Anuario Estadístico de Cine Mexicano 2015 editado por IMCINE (pp. 160-165); hay un público mexicano que, argumentos y explicaciones aparte, insiste en su demanda de un cierto tipo de entretenimiento. Estudiar a fondo el fenómeno permitirá asumir fórmulas para conectar con ese público, o proponer otras que les sean igualmente atractivas, o de plano buscar a los otros espectadores seguramente escondidos detrás de las estadísticas disponibles.

Saber dónde están las audiencias, reales y potenciales, del cine mexicano puede hacer más rico el debate sobre las formas de llegar a ellas, en lugar de quemar pólvora exigiendo, nada más, acceso general a las pantallas de los cines ya mimetizados con la idea de espectacularidad del blockbuster y concentrados en la ciudad de México y unas cuantas localidades más.

Contar con más información sobre el hoy anónimo público permitirá también sopesar el grado de responsabilidad de los cineastas en el desinterés de las audiencias frente a la oferta mexicana. Hay poco margen para la empatía cuando la mirada creativa está concentrada ya sea en cubrir los estándares de los festivales internacionales o en llegar al radar de los cazatalentos estadounidenses y lograr la migración soñada. Parafraseando a Paul Leduc, el cineasta de hoy no es el de antes, hoy no le gusta filmar para dialogar con un espectador mexicano. Suena tan reduccionista, incluso injusto, como el dicho original sobre el público.

Aquí pueden leerse la primera y la tercera entregas de esta serie.


[1] Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas, compilado por José Emilio Pacheco, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1994, p. 278.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011).