El destino femenino en El demonio neón

El destino femenino en El demonio neón

Por | 24 de enero de 2018

La mujer, en el lenguaje gráfico de la mitología,
representa la totalidad de lo que puede conocerse.
Joseph Campbell

I

El escenario en que los dioses combaten no siempre es macrocósmico. A veces, ºdespliegan sus ejércitos, desafían a sus adversarios e imponen sus potencias en la vida microcósmica de un héroe agraciado (y desgraciado). Hipólito, por ejemplo, devoto fiel de la divina Artemisa, desdeñaba, con su sagrada castidad, el dulce arrebato de la encantadora Afrodita, volviéndose, simultáneamente, la superficie y la recompensa de su disputa.

En El demonio neón (The Neon Demon, 2016), Jesse (Elle Fanning) representa la renovación de tal enfrentamiento. Devota fiel de la divina Artemisa, se asemeja a los signos en los que ésta se manifiesta. Diosa lunar que, desde la tierra, contempla su nocturno reflejo: «¿Me ves?», le pregunta, inocente, como si de su madre se tratara. Diosa silvestre, señora de las fieras: hay, entre sí, una mutua simpatía; se llaman, se buscan, se reconocen.[1]

Habita las tierras indómitas, símbolo de su virginidad Y, sin embargo, el vigor de Afrodita la alcanza. Diosa solar que, en medio del invierno, deslumbra con el áureo brillo de su piel, cuya desnudez se ha desembarazado de todo pudor y toda culpa, cubriéndose, ahora, con la gracia y el encanto seductor del placer. Diosa marina que, desde la pureza de sus tranquilas aguas, baña los florecientes jardines, revistiendo los campos de hermosura y acompañando su fertilidad con fortuna.

Un claroscuro divino que reúne potencias femeninas antagónicas: la noche virgen de la salvaje Artemisa y el día voluptuoso de la cautivadora Afrodita. Contraste manifiesto en el uso habitual que Nicolas Winding Refn (Copenhague, 1970) hace del neón: opacando el entorno para que la iluminación sobresalga. Y, sobre todo, en aquellas composiciones triangulares que, por un lado, representan, en su distinción cromática, la naturaleza heterogénea que, desde el interior, anima la vida de Jesse, como un fuego ardiente encerrado en sus huesos, la llena de ímpetu y la posee: el triángulo central es su demonio, venido desde fuera pero suyo desde siempre.

II

«Daimon llaman los griegos a un dios, a un poder divino, a un genio o espíritu maligno o benigno […] Pero también, por extensión del sentido, significa la suerte o fortuna de alguien, aquello que a cada cual le toca en esta vida»[2]: su destino. En el daimon neón de Jesse están su identidad y su vocación, su excelencia y su virtud: su entusiasmado carácter, animado por aquella dualidad olímpica de rostros femeninos. Pero igualmente están ahí su culpa y su perdición: la ruina «de los que respiran más fuerte de lo justo»[3], de quienes exceden la mediocridad humana y, así, ofenden a los dioses por su transgresor intento de imitarlos.

«Afrodita […] arrebata hasta el éxtasis.»[4] Hipnotiza a su entorno y cautiva no sólo a la mirada que agoniza por poseerla, sino a toda sensibilidad sedienta por la suave deleitación que su textura, su aroma, sus voces y sabores osadamente sugieren. Hechiza sin esfuerzo: su embelesadora presencia enardece el deseo. Pero, también, exalta el ánimo con tan sólo percibirla. El demonio de Jesse es afrodisiaco. Y es que la belleza es una cualidad que emana desde las deidades femeninas: la experiencia masculina, ante ella, es siempre pasiva. Por ello florece cuando se expresa con autenticidad. Las virtudes de Jesse son naturales: su cuerpo y su encanto son honestos. Mientras que las de Gigi (Bella Heathcote) y Sarah (Abbey Lee) son ficticias. Ellas han hecho de su cuerpo un mero adorno, «exclusivamente para acentuar la propia personalidad, [y que] consigue su fin sólo por medio del agrado que proporciona al otro».[5] Adorno cuyo valor no depende de sí: «necesita de los demás para poder despreciarlos».[6] Y así, se descubre la verdadera oposición, no entre la belleza y la fealdad, sino entre la belleza auténtica y la artificial: entre la espontaneidad de la gracia, simpatía y elegancia, y la manufactura del atractivo ensamblado bajo pedido. La belleza auténtica es libre: seduce con la nobleza de sus propios atributos, indiferente ante lo que el deseo externo le prescriba. Pero la belleza artificial es esclava de los criterios impuestos desde fuera: carece de dignidad, implora que se le reconozca y se somete a la mirada que, con su desprecio, la domina. Jesse posee; Gigi y Sarah son poseídas.

Pero Jesse profana su propia condición cuando intenta utilizar su atractivo a su favor: convierte a su demonio en una herramienta humana, demasiado humana, que reduce su esplendor al fugaz estrellato de la pasarela. La seducción convertida en industria. «Seducción que […] aparece en las técnicas de comercialización de los modelos: […] [presentándolos] sobre maniquíes de carne y hueso, organizando desfiles-espectáculo, la Alta Costura […] realiza […] una táctica de punta del comercio moderno basada en la teatralización de la mercancía, el reclamo mágico, la tentación del deseo.»[7] Afrodita al servicio del capital.

La diosa al servicio del mercado le demanda, a Jesse, la entrega de su virginidad en penitencia. Pero, al serle negada, se consolida, por un lado, su injuria pero, igualmente, su piedad. Ya que si el encanto afrodisiaco brilla para ser contemplado, el demonio nocturno, inspirado por Artemisa, se vuelve hacia la soledad, en un estado más de salvajismo que de civilidad. Su cuerpo desafía, con su fiereza, la corrección y la dignidad del orden social. Artemisa normaliza la rebeldía femenina: arranca a la mujer del interior del hogar y la arroja hacia la exterioridad de lo silvestre; desprecia la vida doméstica y aborrece la marital; se ensucia en lodo y sangre, pues el deseo masculino de pulcritud le es indiferente; es temible y orgullosa: hasta los héroes vacilan al mirarla. Mientras que, aún en la actualidad, «la soltería está considerada la situación de las «no colocadas», las «solteronas» [y es] una decisión […] que supone cierta independencia económica»[8], Artemisa la ostenta como modelo de la vida virtuosa. No necesita compañía, ni cuidado, ni sustento. Únicamente se llama y se busca a sí misma, definiendo, para sí, su propia identidad.

Jesse, libre del ánimo afrodisiaco, manifiesta tal independencia. No obstante su aparente fragilidad, se abre camino en el violento mundo que la recibe. Sola pero sin necesitar compañía, pues incluso en la cercanía de Dean (Karl Glusman) le cuesta no ser distante. No es egoísta pero sí autosuficiente; no le da la espalda al prójimo, pero tampoco lo encumbra. Otra afrenta hacia Afrodita.

Pero, como son dos los demonios ofendidos, son, igualmente, dos los castigos recibidos. Aunque, a manera de desafío celestial, las diosas invierten sus obras imitando a su oponente.

Primero, Artemisa castiga a Ruby (Jena Malone) por su forzado intento de contacto sexual con Jesse, mediante una práctica más propia de Afrodita: le provoca un intenso deseo hacia el inanimado cuerpo de una mujer fenecida.[9] Mientras que, por su parte, Afrodita emula el salvajismo de Artemisa: enviando a Gigi, Sarah y Ruby a descuartizarla para, a la postre, devorarla.[10] Favoreciéndolas, de paso, con el consumo de su carne, como si su demonio buscara mudar de portador y sólo lo consiguiera mediante su ingesta ritual. Artemisa, imagen femenina de la independencia, provoca, así, una pasión culposa, en tanto que Afrodita, imagen femenina de la autonomía, reclama un sacrificio ceremonial: el mundo olímpico invertido.

Ruby comparece ante la Luna mientras que Sarah y Gigi regresan a la iluminación solar del reflector. Pero, como si la misma Afrodita reconociera su exceso, le permite a Artemisa reclamar, a su estilo, una vida más: mientras Sarah observa impávida, Gigi se desangra en su intento por extraer, de su cuerpo, los consumidos restos de Jesse, emulando las mortales flechas que Artemisa envía durante los partos desafortunados.[11] Y así, tras una espontánea media vuelta, las fuerzas antagónicas que posaron al interior de un mismo espíritu se separan, sólo para renovar aquella eterna conmoción en otro momento, en otro escenario y en otro cuerpo lo suficientemente valiente o lo suficientemente digno como para alojar las indómitas esencias femeninas que, como su demonio, dotarán de ímpetu sobrehumano a su entusiasmado destino.


[1] «Artemisa está estrechamente asociada con los animales salvajes del bosque, los animales de caza: la liebre, el león, el lobo, el jabalí, el oso, el ciervo.» Cf. Christine Downing, La Diosa: Imágenes mitológicas de lo femenino, Editorial Kairós, Barcelona,  1999, p. 197.
[2] Eduardo Nicol, La idea del hombre, Editorial Herder, México, 2004, p. 247.
[3] Esquilo, Agamenón, 375.
[4] Walter F. Otto, Teofanía: El espíritu de la religión griega, Sexto Piso, Madrid, 2007, p. 103.
[5] Georg Simmel, El secreto y las sociedades secretas, Sequitur, Madrid, 2010, p. 69.
[6] Ibíd. p. 74.
[7] Gilles Lipovetsky, El imperio de lo efímero: La moda y su destino en las sociedades modernas, Anagrama, México, 2013, p. 106.
[8] Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres, FCE, Buenos Aires, FCE, 2008, pp. 57, 58.
[9] Tal como lo hizo la propia Afrodita con Pasifae, quien, cautivada por el delirio erótico, se entregó a un toro blanco y hermoso, secreto avatar de Zeus.
[10] Así como Artemisa castigó a Acteón después de que éste se atreviera, furtivamente, a contemplarla desnuda: envió a los sabuesos del propio cazador a que lo atacaran y, una vez desmembrado, lo devoraran.
[11] «Si bien Artemisa es una experta y compasiva comadrona, dentro de su reino el alumbramiento es doloroso y difícil, y está siempre acompañado de la amenaza de poder morir en éste.» Cf, Downing, op. cit. p. 193.


Guillermo Lara Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de crisisReflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte clases en la Universidad La Salle.