El acto de matar

El acto de matar

Por | 1 de julio de 2013

La anécdota es bien conocida. Stanley Kubrick tuvo, durante varios años, el proyecto de realizar una película sobre el Holocausto. De hecho, a mediados de los años 70, el director de Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) entró en contacto con el cuentista/novelista judío Isaac Bashevis Singer para proponerle la escritura de un guión. El futuro Nobel de Literatura declinó graciosamente, afirmando que no sabía gran cosa del tema y que, además, no tenía idea cómo tratarlo.

Años después, a inicios de los 90, Kubrick se topó con la novela autobiográfica de Louis Begley, Mentiras en tiempo de guerra, sobre un niño y su tía, sobrevivientes del Holocausto. Kubrick inició la preproducción de la película, pero ante el estreno y posterior éxito de crítica y público de la multioscareada La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), detuvo sus planes, dejó de lado ese proyecto y pasó a realizar la que sería su última cinta: Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999).

¿Se puede representar el horror?

Precisamente durante la filmación de Ojos bien cerrados, Kubrick platicó abiertamente sobre el tema. Al conversar de ese proyecto nunca realizado con su guionista Frederic Raphael, Kubrick confesó sus razones, temores y dudas al respecto. Para entonces, el cineasta estaba convencido de que era imposible hacer una película de ficción sobre el Holocausto. Cuando Raphael le recordó la reciente cinta spielbergiana, Kubrick contestó, palabras más, palabras menos: «La lista de Schindler no trata de los seis millones de judíos que murieron, sino de unos 600 que se salvaron. Es una historia de éxito».

La duda kubrickana se puede resumir en la siguiente pregunta: ¿se puede representar el genocidio? Y, luego, se podría agregar: si es posible esta representación cinematográfica, ¿desde qué perspectiva hacerla?, ¿desde el papel de las víctimas o de los victimarios?, ¿o desde una posición “objetiva”, si es que esto es posible? Y más aún: aunque se pueda representar el genocidio, ¿se debe hacerlo? Y el cineasta que decida tocar el tema, ¿tiene alguna responsabilidad ética en ello? Es decir, ¿se vale crear un espectáculo a partir del asesinato de millones de personas?

Claude Lanzmann, en su obra maestra documental Shoah (1976-85), le encontró la cuadratura al círculo tomando una decisión ética que terminó siendo, inevitablemente, estética y estilística. El filme, de nueve horas de duración, no muestra una sola imagen histórica del Holocausto: ni una sola fotografía, ni un solo fragmento documental de la época, ni una sola reconstrucción ficticia de los acontecimientos. Los seis millones de muertos son recordados a través de los testimonios de los sobrevivientes: de las víctimas y también de los victimarios. De los criminales y de sus cómplices, pero también, de ese puñado de sobrevivientes que decidieron hablar, hablar y seguir hablando. La representación del horror se logra, entonces, a través de la palabra, escuchada y luego interpretada/imaginada por cada espectador.

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¿La anti-Shoah?

El acto de matar (The Act of Killing, 2012), segundo largometraje documental de la pareja creativa formada por los estadounidenses Joshua Oppenheimer y Christine Cynn (The Globalisation Tapes, 2003) está ubicada en otro extremo. Podría ser entendida, acaso, como la anti-Shoah.

Desechando las dudas kubrickianas –¿se puede/debe hacer una película sobre las víctimas de un genocidio?– y tomando una posición radicalmente distinta a la de Lanzmann, he aquí que Oppenheimer/ Cynn nos muestran la provocadora crónica de otro genocidio, mucho menos conocido que el judío de la Segunda Guerra Mundial.

En 1965, después de un fallido golpe de Estado en Indonesia, alrededor de un millón de “comunistas” –en realidad, sindicalistas, opositores, rebeldes y cualquier otro que se atravesara en el camino– fueron asesinados brutal y sistemáticamente por grupos de paramilitares, gánsteres y fuerzas del gobierno de Achmed Sukarno.

En Shoah, algunos de los viejos nazis –el repugnante Franz Suchomel, por ejemplo– fueron entrevistados y grabados por Claude Lanzmann con una cámara escondida. Estaban dispuestos a hablar, sí, pero eran muy precavidos. No presumían sus crímenes o, por lo menos, no se animaban a hacerlo públicamente. En contraste, los genocidas de El acto de matar están orgullosos de todo lo que hicieron. Más aún: quienes los rodean –medios de comunicación, funcionarios públicos, partido en el gobierno, prominentes empresarios, influyentes periodistas, parte de la población– los tratan como héroes nacionales. Son gánsteres –“hombres libres” los llaman y se llaman a sí mismos– a quienes la sociedad indonesia “les debe”, entre otras cosas, “la libertad” en la que se vive. Por eso, no tienen por qué esconderse. Al contrario: pareciera que todo lo que hicieron se justifica ahora más que nunca, ya que tienen una cámara enfrente.

Los actores que mataban 

Oppenheimer y Cynn lo han dicho en múltiples entrevistas: cuando empezaron a realizar lo que sería El acto de matar, nunca fue un problema encontrar a los criminales. El reto, más bien, fue elegir cuáles de entre todos ellos aparecerían en el filme. Los escogidos en este demencial casting son tres “hombres libres”, más que satisfechos de su glorioso pasado: el bailarín y autodenominado “hombre feliz” Anwar Congo, el extrovertido gordazo siempre dispuesto al travestismo Herman Koto, y el más serio y racional Adi Zulkadry.

Sin timidez de ninguna especie, Congo, Koto y Zulkadry están dispuestos a hablar de todos los crímenes que cometieron y no sólo eso: también a recrearlos frente a las cámaras. Y ya entrados en gastos, a explicar de qué manera se podía ejecutar a la mayor cantidad posible de “comunistas” sin anegar el lugar de sangre; a recordar lo sabroso que resultaba violar a una niña de 14 años y lo emocionante que fue quemar una aldea entera; a demostrar –en el presente– cómo todavía, peinando canas y medio siglo después de todos esos “actos patrióticos”, aún pueden extorsionar a quien se deje con el mero hecho de presentarse en el changarro a pedir dinero. Ese es el tamaño del miedo –perdón: del respeto, de la admiración– que les tienen.

Opphenheimer/Cynn llevan la provocación al límite ético y, acaso, lo cruzan. Congo, Koto y Zulkadry no sólo revisitan los lugares de los asesinatos o recrean torturas y crímenes, sino que proponen montar sus propias escenas cinematográficas para convertirse, ahora sí, en los “héroes de la película”: un escenario de film noir, un musical con cascada al fondo, una cinta de acción violenta y todas las que salgan de la fértil imaginación de estos reales matones hablantines, admiradores de los ficticios matones hollywoodenses.

Sin embargo, poco a poco, algo empieza a suceder. Mientras Koto no se inmuta en lo absoluto al reimaginar el escenario de sus crímenes, y Zulkadry acepta que lo que hizo está mal pero que, al final de cuentas, los ganadores son los que escriben la historia –y ellos, qué duda cabe, son los ganadores–, Congo muestra signos de que tiene algo parecido a una conciencia. Pero, ¿esto es de verdad o está actuando? ¿Realmente El acto de matar le sirvió a Congo para replantear su vida y sus acciones?

Cuando vemos, hacia el desenlace, al carismático Anwar Congo sufrir un ataque de pánico al interpretar el papel de una víctima de tortura o, de plano, doblarse de náuseas cuando vuelve al lugar en el que acostumbrara estrangular con alambres a sus víctimas, ¿está siendo auténtico o está encarnando a un nuevo personaje que ahora le gusta más?

Uno quisiera pensar que Congo finalmente ha aceptado el peso de la culpa sobre sus espaldas. Que ese frágil anciano que ahora baja las escaleras, temblando, con arcadas sucesivas sin poder vomitar, ha entendido el alcance de todos los horrendos crímenes que cometió. Si esto no es así, significa que Anwar Congo está actuando. Y que, por cierto, es un gran actor. Que le den el Óscar. Y que luego se pudra en la cárcel.

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 5, verano 2013, pp. 48-49), y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Ernesto Diezmartínez escribe de cine de manera ininterrumpida en diversos diarios y revistas nacionales desde fines de los 80. Es columnista de cine en Reforma desde 1995 y desde hace más de 20 años en el periódico sinaloense Noroeste. Sus textos pueden leerse también en el blog Vértigo.