El sueño de una industria fílmica mexi

El sueño de una industria fílmica mexicana

Por | 17 de diciembre de 2018

Sección: Ensayo

Temas:

Tempestad (Tatiana Huezo, 2016)

Versión en inglés / English version: Senses of Cinema

En México el cine no se piensa en presente ni en futuro. Se trata de un fenómeno cuando menos curioso si se toma en cuenta que una parte de la producción es vista constantemente en salas y que otra parte se ha ganado un lugar en el circuito global de festivales y cinetecas. Nuestro cine tiene un presente y, a menos que haya un giro radical e improbable en las políticas públicas que lo apoyan, tiene un futuro. Sólo que la leyenda de la Época de Oro, que galopa fantasmal con los brillos de los trajes de charro y los ojazos negros de nuestras divas, parece más viva que la actualidad. En México, entonces, el cine se piensa en pasado, en un pasado breve, glorioso y explosivo, como la Revolución, al que sería ideal volver, aunque sea imposible. Soñando con su propio pasado, la industria fílmica ha construido un mito más potente que cualquier dato o informe de la realidad porque se trata de una utopía retrospectiva: el pasado donde todo era mejor de los conservadores y que tiene gran arraigo social y político en México. Concretamente el mito es un constructo parecido a éste:

Hubo un tiempo en que México tuvo una industria fílmica extraordinaria por su calidad, la cantidad de su producción y su cercanía al público. En esa época, creadores notables, rodeados de un star-system conformado por intérpretes muy destacados, confeccionaron una visión tan potente de México y del cine que dominó, no sólo la taquilla mexicana, sino también las pantallas del mundo de habla hispana, hasta que la burocracia local y el poder implacable de Hollywood terminaron con ella.

Y como toda leyenda esto tiene algo de cierto y algo de fábula.

Es indudable que el cine mexicano tuvo una Época de Oro, en un lapso más o menos indefinido entre mediados de la década de los treinta hasta mediados de la década de los cincuenta del siglo XX. La producción del periodo osciló entre 29 (1940) y 122 (1950) películas por año, pero la mayor parte del tiempo se encontró por encima de una cincuentena.[1] Su calidad formal, como apunta Charles Ramírez Berg, era comparable con la del cine de Hollywood porque «la mayor parte de las películas mexicanas adoptó y adaptó [dicho] modelo, dándole al paradigma […] un indudable tono [local]».[2] A grandes rasgos se trató de comedias o melodramas de tres actos que seguían las reglas visuales y sonoras establecidas en Estados Unidos para retratar quinceañeras y vecindades, en el lado más realista, o una mezcla de charros (de Jalisco) y chinas poblanas (un encuentro entre Filipinas y Puebla) en magueyales (Hidalgo), en su versión propagandística, nacional revolucionaria.

Aunque, naturalmente, resulte imposible saber exactamente qué hacía –y hace– tan atractivo a este cine tanto en su terruño como en el mundo de habla hispana, puede suponerse que su calidad internacional sumada a una sensibilidad latina, más que específicamente mexicana, y muchas veces, como en María Candelaria (Emilio «El Indio» Fernández, 1944) o Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1940), su dimensión de crítica social hizo eco en las audiencias. Muy a menudo las películas abordaban las divisiones de clase o el desencuentro entre modernidad y tradición (incluyendo mujeres que se rebelaban contra la masculinidad que, en apariencia, dominaba el cine de la época[3]); en ocasiones también la tensión social entre mestizos, blancos y primeros pueblos, marcadamente en la obra de El Indio Fernández.

María Candelaria (Emilio Fernández, 1944)

Ahora, si bien este cine, como parte de su apropiación del modelo hollywoodense, conformó un star-system y se hizo de un mercado internacional, con la poca información de la que disponemos, y contrariamente al mito, nunca dominó la cartelera mexicana.[4] Durante un periodo la gente asistía, en realidad, a ver películas estadounidenses, películas mexicanas y algunas de otros cines como parte de un todo. Y aunque nadie dejó de ver El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, Mervyn LeRoy, Richard Thorpe, Geroge Cukor y King Vidor, 1939) o Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Gene Kelly y Stanley Donen, 1952), el imaginario local está constituido tanto por la “globalidad hollywoodense” como por Pedro Infante, Cantinflas y María Félix o Dolores del Río. Pocos países pueden jactarse de que su cine haya competido con el de Estados Unidos y México es uno de ellos.

Pero lo más interesante de la narrativa mítica está en un binomio asumido sin mucho fundamento, implícito más que expuesto: el cine popular mexicano desapareció cuando desaparecieron los primeros grandes autores. Es muy cierto que cuando artistas de la talla del Indio Fernández tuvieron que comenzar a hacer películas en tres semanas por falta de presupuesto su obra decayó. Y es muy cierto que los productores decidieron bajar los costos intentando competir con éxito con las producciones de Estados Unidos y que las condiciones sindicales mexicanas y la suspensión del apoyo gubernamental a la industria fílmica incidieron en el empobrecimiento del cine local. Lo que es una mentira es que el cine popular haya desaparecido, más bien se convirtió en una serie de fenómenos que viajan en las corrientes subterráneas de la narración histórica: el cine de luchadores, la sexycomedia, Capulina y la India María, las telenovelas, el videohome… La mayoría de los críticos de cine y los académicos, pertenecientes al lado más occidental de la sociedad, desconocemos la verdadera dimensión del cine popular posterior, tal como los críticos de música desconocen la dimensión de las músicas propiamente mexicanas. No coinciden con nuestros valores –valores que interfieren con nuestra objetividad como suele ocurrir entre quienes pertenecemos a los campos de las ciencias sociales y las humanidades– ni con nuestra experiencia.

En cambio, a partir de la década de 1960, y esta es la razón por la que he insistido en el Indio Fernández, el cine mexicano se ha narrado como una aventura autoral. Como sucedió primero en Francia a raíz de la política de los autores de la Cahiers du cinéma, el criterio se aplicó tanto retrospectiva como prospectivamente: había que nombrar a los grandes autores del pasado (Fernández, Buñuel…) mientras aparecían los abanderados de la nueva generación (el primero en México fue Juan Ibáñez en 1967, con Los Caifanes). A partir de ese momento se ha visto a los “grandes genios” de la Época de Oro como precursores de un importante cine autoral que debería ser visto por las masas, aunque pertenezca a un periodo histórico distinto. Lo más grave es que esta utopía, derivada del mito que hemos ido analizando, impide aquilatar la dimensión de los grandes éxitos en taquilla recientes, a veces despreciados simplemente por su éxito comercial como Amores perros (Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga, 2000) a veces menospreciados por ser cómicos como las películas de Luis Estrada y Jaime Sampietro, a veces consideradas sólo como éxitos económicos pasajeros como Nosotros los Nobles (Gary Alazraki, 2013).

Nosotros los Nobles (Gary Alazraki, 2013)

Pero más allá del mito, ¿en qué situación se encuentra el cine mexicano?

En una situación muy competitiva. Pocas cinematografías en Occidente compiten con el cine de Hollywood –Asia y África son otras historias–, y las películas mexicanas lo hacen constantemente. En 2013 incluso la película más vista, No se aceptan devoluciones (Eugenio Derbez), con 15,199,633 asistentes registrados[5] fue local. Si bien ninguna otra película ha tenido tal éxito, muchas, en su mayoría comedias[6], han conseguido audiencias muy amplias, quizá sólo por ser películas de muy fácil acceso, como las cintas estadounidenses más vistas.

Tanto No se aceptan devoluciones como Nosotros los Nobles, las dos más exitosas hasta ahora, tienen relaciones con la Época de Oro: sus guiones, abierta o tácitamente, derivan de piezas clásicas (Nosotros los pobres [Ismael Rodríguez, 1948] y El gran calavera [Luis Buñuel, 1949] respectivamente), en ambas la comedia coquetea con el melodrama, se aborda una lucha de clases con un componente racial específicamente mexicano –aunque en realidad sea un fenómeno compartido por toda América Latina–, y la calidad de la producción es “de nivel global”. Se trata de dos piezas que destacan en un mar de comedias muy menores, caracterizadas, en palabras de José Felipe Coria, por

su sencillez expositiva y su falta de complicaciones en sus lineales tramas. También por el abundante registro de chistes que funcionan en todos los niveles, desde el pastelazo hasta las referencias de rigor a Donald Trump; desde el sentimentalismo irónico, hasta la semivulgaridad de siempre con chistes escatológicos; desde la obvia situación que existe en el enfrentamiento amoroso, hasta el absurdo de una persecución dentro de otra; desde el romanticismo mediocre forzado por las circunstancias, hasta la defensa de los valores más tradicionales referentes a la familia; desde el humorismo chatarra del cara a cara entre culturas y clases sociales vistas como choque de mentalidades, hasta la infinita reconciliación amorosa ultracursi.

Funcionan, según sigue, porque la comedia mexicana que domina la cartelera en el presente, «es predecible, sincera, sencilla [y] agradable» y porque se mantiene en un punto medio «ni profundo ni trascendente». La excepción más clara a lo anterior está en las colaboraciones de Luis Estrada y Jaime Sampietro, quienes han logrado hacer sátira política mordaz, atrayente, y en la mayoría de las ocasiones de alta calidad, donde políticos corruptos y narcotraficantes obtienen su merecido, a diferencia de lo que ocurre en el México de carne y hueso.

Pero la médula del cine hecho en México es un cine autoral inserto en el circuito de festivales y cinetecas, cuyos representantes más conocidos internacionalmente son Carlos Reygadas, Amat Escalante y Michel Franco, quizás porque, además de sus búsquedas formales, han construido una obra que se parece a lo que se espera de Latinoamérica en el establishment cultural globalizado.

El crítico musical Richard Taruskin planteó, al ocuparse de la música de concierto rusa, una paradoja para las músicas nacionales del siglo XIX que puede traslaparse al cine del presente para esclarecer la idea recién planteada. Taruskin argumenta que en la

historiografía “canónica” convencional los compositores rusos (o checos, o españoles, o noruegos) se encuentran entre la espada y la pared. La identidad grupal es a la vez el vehículo de su atractivo internacional […] y el garante de un estatus secundario frente a “lo universal” sin particularidades.[7]

Para él lo universal sin particularidades, en la música, deriva del modelo romántico-artístico alemán. De manera similar el cine universal sin particularidades, construido conforme al modelo de la política de los autores francesa, es un fenómeno mayormente de un puñado de países europeos a los que se puede sumar el lado indie de Estados Unidos. Todos los demás, incluidos los grandes maestros rusos y japoneses, requieren un toque folklórico, que los marque como similares y diferentes a la vez.[8] Y Latinoamérica, en este sentido, es una serie de postales turísticas. México, en particular, requiere sordidez y violencia. (Los rostros mestizos e indígenas no son indispensables: siempre se pueden sustituir por rostros morenos de corte mediterráneo, que encajan mejor con los valores estéticos de los festivales europeos, y que son los mismos de la clase dominante nacional, occidental aún después de 200 años de independencia, a la que aún pertenece la mayor parte de los realizadores.)

Utilizaré a Carlos Reygadas para ahondar en el ejemplo por tratarse probablemente del único cineasta relativamente joven interesado en México, o mejor dicho, en la mexicanidad, como tema. Su cine es heredero claro, como ya es casi una obviedad decir, de Andréi Tarkovski y Robert Bresson, en términos formales, pero cuando se trata de sus temas, además de un interés en una sexualidad alarma-buenas-conciencias, está la configuración mexicana como choque y flujo entre mundos, en una oscilación que va de la occidentalidad y blancura de las élites a la mixtura fisiológica y cultural del pueblo llano (hasta ahora no ha entrado en ninguna de las muchas realidades de los primeros pueblos de manera no ambigua). Éste es mi reino (2010), una de sus dos obras mayores, es el caso clave. El cortometraje, casi anarrativo, se sitúa en una fiesta que culmina en la quema de un coche. Los personajes van desde rubios adinerados tipo ucraniano hasta campesinos de apariencia indígena (pero de nuevo: nunca indudablemente indígenas). El suceso, la fiesta, provoca una fluidez inevitable en las relaciones a la vez que se visibiliza una división entre el patio y la casa. La fluidez en las relaciones anuncia el quiebre violento, ritualizado por medio de la quema del automóvil. México es un país posible e imposible a la vez, un espacio donde se puede convivir alegremente, pero que siempre está al filo de la navaja.[9] Para retratar esta complejidad, Reygadas ha recurrido tanto a las estéticas validadas por los festivales, como a una folklorización, si se quiere crítica, de nuestro país. Notoriamente es un heredero –quizá el heredero formal– del Indio Fernández, aunque sea miembro de la clase dominante.

Este es mi reino (Carlos Reygadas, 2010)

Reygadas eligió una globalización desde lo local a diferencia de Les Tres Emigous que han elegido la universalidad sin particularidades total (excepto en términos de estilo) al convertirse en los migrantes que se asumieron herederos de la tradición autoral estadounidense de los 70. Su caso no tiene pertinencia en este espacio por ser en realidad un capítulo de otro cine. En cambio el encuentro de sordidez y violencia que caracteriza a gran parte de los cineastas de ficción autoral puede ser la puerta de entrada al muy complejo mundo del documental mexicano, distribuido también en el circuito económico de festivales y cinetecas.

El tema que prima en el imaginario, sin constituir ni remotamente la mayor parte de la producción documental, es la violencia generada por el narcotráfico. Dos películas recientes se ocupan de ello de manera diametralmente distinta: La libertad del Diablo (2017), de Everardo González y Diego Enrique Osorno, y Tempestad (2016), de Tatiana Huezo. González y Osorno optaron por “desfigurar” con máscaras para quemaduras tanto a delincuentes, como a militares, víctimas del crimen organizado y algunos ciudadanos en su cotidianidad. Desfigurar a quienes aparecen a cuadro, compartiendo sus testimonios o no, los iguala e indica, quizá, que la violencia es un mazacote difícil de desapelotonar, pero, al menos a mí, me parece una solución tanto espectacular (por impactante) como inaceptable: no es lo mismo haber perpetrado delitos –incluso si uno fue secuestrado en una narcoleva o llevado al crimen por la desesperación de la pobreza– que ser una víctima, directa o indirecta.

Se puede llegar a soluciones más sensibles, como lo hizo Tatiana Huezo en Tempestad. Huezo escucha, y nos hace escuchar, larga y claramente, dos testimonios de mujeres víctimas del crimen organizado, un crimen organizado tentacular y oscuro, mucho más amplio que los cárteles del narcotráfico, aunque enraizado en ellos y a veces inmiscuido en el gobierno. Las historias que nos cuentan estas mujeres son potentes tanto por lo que relatan como por lo que queda implícito en o se deduce de sus narraciones. La violencia del crimen organizado tiene una dimensión inenarrable que Huezo logró exponer mediante la reticencia del contraste entre testimonio y paisaje –atados mediante imágenes de plástica notable, en las que juega un papel muy relevante su camarógrafo, Ernesto Pardo.

Ocupándose de un solo tema, el más popular del documental mexicano dentro y fuera del país, estas dos películas sirven como extremos para plantear las complejidades del modo. La libertad del Diablo, es expositiva, periodística y espectacular, y Tempestad es observacional –incluso una película que sabe escuchar–, argumentativa y lírica. Entre estos dos extremos hay cientos de piezas que tienden al periodismo, muchas películas que cuentan historias familiares o personales, películas de corte antropológico, generalmente enfocadas en los grupos indígenas más fotogénicos (los huicholes probablemente sean el pueblo más popular) y un grupo pequeño pero nutrido de películas de poética compleja, donde además de Tatiana Huezo, destacó Eugenio Polgovsky. También hay inclasificables como la dupla de Ricardo Silva y Omar Guzmán.

La libertad del Diablo (Everardo González y Diego Enrique Osorno, 2017)

Sus dos películas, Navajazo (2014) y William, el nuevo maestro del judo (2017), son una especie de mapeo de la complejidad de Tijuana. Yendo de un personaje a otro y de un espacio a otro, en los rincones más sórdidos de la ciudad fronteriza, han trazado un plano de los parias asentados en una ciudad que suele ser poco más que una estación en la migración de los marginados hacia Estados Unidos, lugar que algunos aún se sueñan como mejor. Vagabundos, músicos callejeros, exestrellas en el olvido, boxeadores callejeros, pornógrafos, chichifos… trazan un relato de lo que constituye las orillas de Tijuana, desde donde se alcanza a ver la otra ciudad dinámica y potente, por lo pronto, desde lejos. Con un montaje casi aleatorio que obliga a ir construyendo las historias a partir de fragmentos, Silva y Guzmán han construido una extraña poética, experimental y antropológica al mismo tiempo, apoyada muchas veces en juegos que rozan la ficción, como el que protagoniza y cocrea Edward Coward en William… Coward celebra sus cincuenta años, al menos en apariencia, en lo que debía ser una orgía gay con chichifos (dos reales y un actor en el papel), y acaba convirtiéndose en una confesión que el espectador nunca puede determinar si es real o está escenificada. Quizá al lado de Nicolás Pereda, también muy cercano al arte contemporáneo en sus películas sostenidas en la repetición y la comedia absurda, Silva y Guzmán son quienes han explorado más radicalmente la labilidad que el cine tiene para moverse entre realidad y ficción, tan común en el cine del presente.

Pero quizá la verdadera innovación del cine mexicano del siglo XXI sea la aparición en pantalla de la clase media, cuyo representante central es Fernando Eimbcke. Como ya he tratado el tema y no tengo nada nuevo que agregar me voy a autocitar ampliamente:

Eimbcke, en su extrema normalidad, es un ente extraño en el cine mexicano. Su obra se conforma, en términos generales, por familias absolutamente comunes que experimentan sucesos totalmente corrientes sin aspavientos. Un llavero, un cuadro, una barra de desodorante indican su falta de excepción, siempre encuadrada en una búsqueda formal contenida pero sólida. Y en esa falta de excepción y de aspaviento hay algo excepcional: las familias de clase media han sido retratadas como familias de clase media, que se divorcian, experimentan una muerte y ven a los hijos crecer mientras están de vacaciones, se mudan de casa o arreglan un coche descompuesto. En México no había relatos de lo cotidiano calmo hasta la aparición de Temporada de patos (2004). Pagar la luz, preparar el desayuno, hacer la cama mientras pasa la vida, sin llanto por la renta que no se puede pagar o sin azotes filosóficos por el sinsentido de la vida, era inviable desde las lógicas del espectáculo lacrimógeno telenovelero o del gran arte dostoievskiano del siglo XIX. Y sin embargo, lo nimio, lo casero, lo clasemediero, como terreno de exploración del cine mexicano del siglo XXI tiene una potencia notoria. Probablemente sea el terreno que más películas de valía, de distintos autores, ha dado.

[…] Eimbcke abrió la posibilidad de algo nuevo y quienes han seguido de algún modo su camino (historias de clase media, emotivas y con humor) se parecen poco a él porque tienen búsquedas estéticas muy personales. Pienso inmediatamente en Claudia Sainte-Luce (Los insólitos peces gato, 2013), Alonso Ruizpalacios (Güeros, 2014), Samuel Kishi y su equipo (Somos Mari Pepa, 2013), y me siento tentado a extender la línea hasta Costa Rica para incluir Por las plumas (2013), de Neto Villalobos. Si vale la pena enlistarlos es porque, además de la calidad de sus películas, han abierto la posibilidad de un tono nuevo en la historia fílmica mexicana, cotidiano, cálido, melancólico.

Ahora bien, ni la comedia, ni el cine autoral radical o contenido, ni el documental sobre la violencia, ni los juegos entre ficción y no ficción dan cuenta total de la complejidad de un cine mexicano con una producción de entre 14 (2002) y 176 (2017) películas. Hay una gran cantidad de creadores que tienen una gran ambición modesta: contar historias, a veces de género, y que no encuentran lugar ni en el circuito festivalero-cinetequero ni en los multiplexes que controlan la asistencia en casi todo el país.[10] Pienso, por ejemplo, en Somos lo que hay (2010), de Jorge Michel Grau.

La película trata de una familia de caníbales que ha perdido al padre cazador y enaltece al hijo mayor, inexperto, a dicha categoría. El joven tiene que aprender las artes de apresar y de liderar una familia, ahora con conflictos de poder. Esto en el contexto de una pieza de género de técnica notable y argumento brillante y profundo al tiempo que accesible. Pues bien, Somos lo que hay, muy apreciada por la crítica y el público especializado, pero sin gran impacto incluso en el importante sector no fanático interesado en el horror.[11] A primera vista podría pensarse simplemente que las audiencias no se conectaron con la cinta, pero si tomamos en cuenta que en 2010 ya era observable que el consumo de cine había comenzado a cambiar a raíz de la crisis que Hollywood sigue teniendo hoy la situación adquiere otra dimensión.

Somos lo que hay (Jorge Michel Grau, 2010)

En 2010 la revista Sight & Sound ya estaba estudiando una crisis doble en Estados Unidos: la caída del star-system y el encarecimiento de los costos para las majors.[12] A ocho años de distancia estamos atrapados en un mundo donde lo único redituable, en los términos de flujos idiotas de capital hacia los productores, en la cartelera popular son las películas infantiles y los universos fílmicos, a menudo empalmados. Y en países como México, además, el tipo de comedia del que ya hablamos. Películas que hace unos años eran perfectamente viables, como El hilo fantasma (The Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, 2017), suelen tener audiencias reducidas. Y eso sin tomar en cuenta las plataformas de streaming. El fenómeno, hasta donde es observable, debe ser global, o al menos occidental en términos amplios, es decir, en los espacios donde el cine de Hollywood predomina.

Dicha situación tiene poco impacto en el circuito de festivales y cinetecas porque este circuito pertenece a la institución del arte. Su público, el educado y conservador de las tradiciones culturales, seguirá yendo a las salas a cambio de capital simbólico y experiencias estéticas. Ese público es pequeño por naturaleza y lo mejor será dejar de pensar que es posible lograr lo que no se ha logrado en trescientos años de Ilustración (que las masas adopten los gustos de las élites) para poder dimensionar los alcances posibles de las obras en este ámbito económico y simbólico.

Aquí no hay una crisis sino salud plena. La crisis está en la institución del espectáculo y en su ámbito económico. Como el fenómeno está en curso no hay modo de prever hacia dónde llegará, pero en gran medida es previsible que si no desaparece para convertirse en un espacio bajo la lógica Netflix, se quede como un terreno meramente blockbuster. Mientras tanto, nuestras comedias más populares, previsiblemente, seguirán teniendo un consumo muy elevando.

Ahora bien, el cine mexicano soñado desde su época dorada, es un cine visto como una unidad, no como –al menos– dos fenómenos separados. La Época de Oro fue anterior a la división entre “cine culto” y “cine espectacular”, quizás esa es la razón para pensar que fue las dos cosas y que ese pasado tendría que replicarse en un presente que no corresponde ni cultural ni económicamente con él. Y que el futuro ideal para el cine mexicano sería uno donde grandes masas irán a ver las películas de nuestros grandes creadores. No hay modo de dar marcha atrás. El cine mexicano tiene porvenir, pero sólo en la medida en que despertemos de nuestro sueño dorado para empezar a mirar una transformación imparable e incomprensible por el momento.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine y en la Universidad Iberoamericana. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). @eltalabel


[1] Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano (1959-1960), volumen 10, Universidad de Guadalajara, 1994, pp.13-14.
[2] Charles Ramírez Berg, The Classical Mexican Cinema: The Poetics of the Exceptional Golden Age Films, University of Texas Press, Austin, 2015, p. 7.
[3] Ver “Melodrama, Masculinity and the Politics of Space” en Mexican National Cinema, de Andrea Noble (Routledge, Abingdon-on-Thames y Nueva York, 2005, pp. 95-122). Noble le debe mucho a los estudios sobre el tema de Julia Tuñón y Julianne Burton-Carvajal.
[4] Ante la carencia de datos de taquilla, lo mejor que tenemos es el cálculo de María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco: ocupó el 6.5% de taquilla/pantallas en la década de los 30, el 15.1% en la de los cuarenta y el 20.5% en la de los cincuenta. María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, Cartelera cinematográfica 1930-39, 1940-49 y 1950-59, UNAM, México, sin fecha, 1982 y 1985, pp. 276, 378 y 364 respectivamente.
[5] Anuario estadístico de cine mexicano 2013, Instituto Nacional de Cinematografía, México, 2014, p. 41.
[6] 9 de las 10 películas más vistas en lo que va del siglo lo son. Ver la tabla 13 del Anuario estadístico de cine mexicano 2017, Instituto Nacional de Cinematografía, México, 2018, p. 82.
[7] Richard Taruskin, Defining Russia Musically: Historical and Hermeneutical Essays, Princeton University Press, 1997, p. 48, citado por Matthew Gelbart en The Invention of “Folk Music” and “Art Music”: Emerging Categories from Ossian to Wagner, Cambridge University Press, 2011, p. 239.
[8] Sería interesante saber si un cineasta provenzal o uno bretón que filmaran en sus lenguas al borde de la desaparición entrarían en este espacio pintoresco, sin embargo, con la falta de tolerancia francesa a su propia variedad interior sería muy difícil que siquiera consiguieran fondos.
[9] Esta paradoja, si se piensa lentamente, es una paradoja inmediatamente latinoamericana (el país donde las relaciones no se definen en blancos-mestizos-indígenas es un país donde se definen, paradigmáticamente, en blancos-mestizos-negros-indígenas) y a la larga una paradoja americana en su sentido más amplio.
[10] La debo esta idea a la cineasta Iria Gómez Concheiro, quien me expuso el punto tras una reunión de trabajo en la Escuela Superior de Cine, mientras estaba ubicada (temporalmente) en el edificio de la Fundación Pedro Meyer, en el centro de Coyoacán, México, 25 de febrero de 2018.
[11] Esta cinta no alcanzó a aparecer ni siquiera en el top ten nacional de su año de exhibición del Anuario estadístico del cine mexicano 2010 (Instituto Nacional de Cinematografía, México, 2011).
[12] Ver por ejemplo: Hannah McGill, “The Rise and Fall of Star Power,” Sight & Sound vol. 20, núm. 2, Londres, febrero de 2010, p. 43.