Registro y legalidad: Sobre el juicio do

Registro y legalidad: Sobre el juicio documental (1/2)

Por | 2 de mayo de 2017

Hanoi, martes 13 (Santiago Álvarez, 1968)

Legalidad e inscripción han caminado de la mano por milenios. De la piedra a la piel, al papel, a la pantalla, los vehículos de la legalidad dependen en gran medida de las técnicas disponibles para generar registros. Tales inscripciones soportan el establecimiento y la difusión de un código común, al tiempo que facilitan la impartición de justicia, ya sea desde la evidencia o desde la sentencia, ya sea desde la configuración de valores o de los imaginarios que rondan la tensión entre prohibición y permisión. En otros términos, estos registros permiten el establecimiento del orden a través de la difusión de las reglas, la identificación o señalamiento de su transgresión, la comunicación de su castigo.

Ahí estuvo, por ejemplo, el Decálogo como la ley del hombre inscrita en piedra o la misma Piedra Rosetta, que impone por decreto el culto divino a Ptolomeo V, rey del Egipto griego. El registro en la antigüedad no se hace solo sobre piedra, también sobre piel, como puede leerse en la historia de los tatuajes como huellas de pertenencia a grupos sociales y distinción de una jerarquía dentro de esas comunidades, rasgo que subiste hoy en grupos delictivos como los maras. Un caso extremo de marca sobre piel lo encontramos en el kalumniator romano, aquel falso acusador a quien se marcaba con una K en la frente como escarmiento y signo de identificación. Este gesto, nos dice Giorgio Agamben, respondía a que la falsa acusación era una falta grave para el sistema de impartición de justicia, al tiempo que ponía en riesgo el orden legal romano. Por lo tanto, era necesario señalar a este personaje deleznable.[1]

La figura del calumniador permite reflexionar sobre el papel que juega el registro como evidencia de una acción. En este caso, la inscripción es consecuencia de una falta procesal, pero en otros casos podría convertirse en evidencia de un crimen. Pensemos en la investigación dactilar, de la que dependemos desde hace milenios para la identificación de delincuentes. Este registro atado a un rasgo físico ha evolucionado hasta nuestros días a partir de distintas tecnologías, encontrando una de sus expresiones más profundas en la decodificación genética, que es capaz de ofrecer un retrato invisible, pero inequívoco, del criminal. En este sentido, estas tecnologías han marcado hasta lo más profundo de nuestros modos de encarnar nuestro ser humanos.

La posibilidad de reproducir el rostro y la voz han jugado un papel determinante en la configuración de los órdenes de legalidad. La fotografía primero, seguida de la imagen en movimiento y más tarde de las técnicas de registro y de reproducción sonora, se sumaron al repertorio de la criminalística y al de los sistemas de poder, desde la aplicación de la ley hasta la gestación de imaginarios sobre el establecimiento del orden. En el siglo XIX, el bertillonage o fotografía compuesta estuvo al servicio de investigaciones penales para la identificación criminal e incluso, como fue el caso de Francis Galton y su eugenesia, para la justificación de programas de corte fascista. Al mismo tiempo, la capacidad de registrar y reproducir la voz se ha sumado a la identificación de los perpetradores e inclusive, a la legitimación de esquemas de poder, como fue el caso de Hitler y su estratega Goebbels, quienes utilizaron la radio para la reproducción de la voz del Reich o mensajes contrapropagandísticos más allá de las fronteras alemanas como componente central de sus estrategias de sometimiento del enemigo. Tanto técnicas de registro de imagen como de sonido han estado presentes en cortes legales de todo el mundo durante décadas.

Por otro lado, en su posición como productores de discurso y usuarios de tecnologías para el registro y la inscripción, los creadores también han jugado un papel importante en la localización de la ley, así como en la generación  o perpetuación de juicios de valor sobre los acontecimientos. Este papel del artista como juez está presente desde la época clásica. En La república, de Platón, los poetas debían someterse al orden y sumarse a la legitimación de los axiomas vigentes. Más todavía, desde la antigüedad heredamos el papel del poeta como gestor de un universo de valores. Milenios después, la función del artista apunta hacia discursos en favor de los derechos humanos y la justicia, papel semejante al de perro guardián que se le atribuye al periodista. Esto deriva en una suerte de disidencia que, de uno u otro modo, refuerza la función del artista como juez. En los versos de Walt Whitman, se retrata al poeta como el que «ve la eternidad en hombres y mujeres, [y por lo tanto] no ve a hombres y mujeres como sueños o puntos minúsculos». Allí Martha Nussbaum identificó «una visión rica y concreta que hace justicia a la vida humana […] [E]l poeta no sólo presenta consideraciones formales abstractas, sino juicios ecuánimes, juicios que concuerdan con las complejidades históricas y humanas de una causa particular».[2] Bertolt Brecht fue más allá al afirmar que «ni los artistas ni sus historiadores pueden ser absueltos de la culpa de nuestra situación, ni eximidos de la obligación de trabajar por cambiarla».[3]

El cine y la imagen documental han jugado un papel protagonista en esta historia. Existe una tradición establecida de la imagen documental como testimonio de atrocidades. Lo anterior se anunció con la invención de la fotografía: ahí están las fotografías de Roger Fenton en la Guerra de Crimea. La fotografía continuó la labor de las artes plásticas como vehículo histórico, hasta llegar al cine, incluidas  ahí grandes miradas fotográficas como la de Henri Cartier-Bresson y sus documentales  en la Segunda Guerra Mundial o, desde una aproximación muy distinta, el realizador Santiago Álvarez en Vietnam (Hanoi, martes 13, 1968). El mismo Santiago Álvarez, en LBJ (1968), juega el papel de juez de Lyndon B. Johnson, casi atribuyendo tres asesinatos por medio de un collage de registros que difícilmente podría considerarse “objetivo”, pero no por ello menos “verdadero”. Resulta interesante la comparación entre dos formas tan distintas de juzgar la realidad, hechas en el mismo año por un mismo juez: realismo lírico y collage delirante en los dos extremos de la denuncia. Este uso radical del montaje para evidenciar la opresión está presente en varias producciones de los 60 y 70, encontrando una de sus obras maestras en la denuncia del neocolonialismo en La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino. Esta película tiene la capacidad, por medio de la experimentación formal –tan lejana como la obra citada de Álvarez de un retrato naturalista o de tono realista– de generar una conciencia aguda sobre los distintos niveles de operación del sistema de sujeción “imperialista”. Lejos de Vietnam (Loin du Vietnam, 1967) es un ejemplo distinto, donde se desdobla el foco de la acusación desde la multiplicidad de voces (entre los realizadores involucrados están Alain Resnais, Joris Ivens, Jean-Luc Godard y Agnès Varda). Tenemos entonces el papel no solamente del montaje visual, sino su articulación con una narración, con la voz de un realizador que emite un juicio sobre las realidades narradas. Esta tendencia está presente en mucho del cine etnográfico que aborda la otredad desde la mirada juiciosa de quien detenta el conocimiento científico o tecnológico necesario para trasladarse a sitios remotos y filmar.

El cine documental en general y el documentalista en especial, gracias a la verosimilitud con los hechos que implica el uso de registros visuales y sonoros, posee hasta nuestros días cierta investidura de juez sobre los acontecimientos. Más allá de los círculos críticos o intelectuales, la misma forma documental remite en la imaginación del espectador a una dosis de realidad que nutre la construcción de imaginarios. No sorprende pues que el documental cuente con una larga tradición de películas sobre temas legales y jurídicos. De algún modo, durante el siglo XX y lo que va del siglo XXI ha sido un testigo protagónico de la denuncia de las injusticias y, por la misma razón, vehículo de perpetuación de grandes mentiras históricas al servicio de la propaganda oficial. El caso más emblemático de documental legal reciente en México es quizás Presunto culpable (Geoffrey Smith y Roberto Hernández, 2008). Un relato revelador de esta relación, en primer lugar, porque la presencia de la cámara antes del estreno del filme fue un elemento determinante en la sentencia, y en segundo, porque la misma película sufrió censura al ser acusada de difamación. Es decir, fue marcada con la K –en este caso virtual– del kalumniator romano.

Aquí puedes leer la segunda parte de este texto.


[1] Cf. Giorgio Agamben, “Kalumniator”, en Desnudez, Anagrama, Barcelona, 2011.

[2] Martha Nussbaum, Justicia poética: La imaginación literaria y la vida pública, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1995, p. 117.

[3] Bertolt Brecht, El compromiso en literatura y arte, Ediciones Península, Barcelona, 1973, p. 69.


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info