México anti: La identidad disidente del

México anti: La identidad disidente del cine mexicano

Por | 12 de diciembre de 2017

Redes (Fred Zinneman, 1936)

El tema de la identidad nacional ha envejecido mal. El hecho de plantearlo suele implicar desde un inicio un tono idealista y anacrónico, casi obsoleto en el panorama actual del mundo. Esto no es de sorprender a nadie, mucho menos en nuestro país, donde el gran proyecto institucional del siglo XX –que se inaugura en México con el fin de la Revolución- fue precisamente la elaboración de mitologías y símbolos que definieran con orgullo lo que es ser mexicano. Comenzando con los muralistas y la divinización del petróleo, pasando por el cine de la Época de Oro y llegando hasta Juan Gabriel en Bellas Artes, la iniciativa oficial apoyada comúnmente por los sectores artísticos e intelectuales terminó como todos los grandes ideales del siglo pasado: traicionado, roto y cortante como el vidrio, con olor a colonia de Sanborns –repelente para las generaciones posteriores.

No obstante, más allá del fracaso o logro a medias de esta empresa, en su sombra prevaleció una corriente de creadores antis –como llamó en su momento Juan Rulfo a la obra de Rubén Gámez[1], artistas que cultivaron una narrativa contraria a las propuestas oficialistas. Este linaje de disidencia que comienza en las décadas de los veinte y treinta con los ambiguos contemporáneos de la literatura y con los estridentistas de la pintura logra impactar de lleno el cine nacional décadas más tarde.
 Si bien, estos realizadores aparentaban un desacuerdo con la Gran Identidad Mexicana, su diálogo con ella era constante e inclusive seductor, volviendo su obra un acompañante que nos permite, hoy, entender con una óptica alternativa qué fue el México del siglo pasado desde el cine.
 Se podría considerar que las raíces del cine nacional anti datan de 1936, año en que se estrena la cinta Redes del director austriaco Fred Zinnemann. Producida gracias a un financiamiento discreto de la Secretaría de Educación Pública, la cinta funge como pilar de la contradicción constante que será la historia de la identidad nacional; por un lado enaltece una moral patriotera y por otro, brinda destellos de lo que en años siguientes se definiría como el cine culto. Con una trama claramente de corte realista-socialista, esta docuficción narra el despertar de la conciencia de clases de un grupo de pescadores veracruzanos. El montaje de planos fijos que la compone retrata con heroísmo a la clase trabajadora, resaltando sus cuerpos de una manera plástica, volviendo la cinta en una especie de mural de David Alfaro Siqueiros puesto en escena por Serguéi Eisenstein. En algún momento, Carlos Monsiváis declaró que esta obra comienza una dignificación de los trabajadores y un cambio de mentalidad en el cine nacional. Hoy en día es difícil saber si esta ruptura de la que habla el célebre crítico de cine refería a los maniqueísmos ideológicos del proletario siendo brutalmente explotado por la figura del demoniaco patrón que seguiría vigente en los años de la Época de Oro, o por la dirección que se le adelanta en varios aspectos al neorrealismo italiano –uso de no-actores, filmación en puros exteriores–, al mismo Bresson –actuaciones de modelos más que actores, donde la mirada en un rostro inmóvil ha de ser la esencia del personaje[2]–, y el uso de pietaje al revés, propio del cine experimental. Lo cierto es que en el largo de Zinnemann se constata que el alma del cine nacional radicará tanto en la inacabada pugna entre indefensa víctima y poderoso victimario como en el formalismo lingüístico de la película.
 En su libro Historia del cine mexicano, Emilio García Riera comenta que Redes tuvo poco alcance comercial debido a su fulgurante socialismo, y que hasta años posteriores se volvería un clásico de los cineclubes que abundaron en la capital a finales de los cincuenta y principios de los sesenta.[3] Durante aquellos lustros, el mismo García Riera comenzaría junto a Monsiváis, Salvador Elizondo, Jomi García Ascot y otros uno de los grupos de cinéfilos ilustrados que transformarían el panorama del cine mexicano anti: el Grupo Cine Nuevo. Dicho clan lanza en 1961 una revista de crítica cinematográfica inspirada en tótems foráneos como Sight and Sound y, obviamente, Cahiers du cinéma. A pesar de su fugaz existencia, la publicación permite el acceso de un público clasemediero, ya fastidiado por las charrerías de Infante y El Indio Fernández, al mundo de las películas y teorías festivaleras, territorio que había pertenecido únicamente a aquellos extraños individuos con dominio del inglés y el francés.[4]

La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965)

Dos de los miembros del grupo, García Ascot y García Riera, incursionaron a la realización con el filme independiente En el balcón vacío (1961), un mediometraje sobre las memorias de la la escritora María Luisa Elío  durante la Guerra Civil Española. La melancólica cinta separada explícitamente en dos mitades muestra en sus primeros treinta minutos los recuerdos previos al exilio de la infancia de Elío, dramatizados en Navarra y revividos por una voz en off. Justo antes de partir de España, la narrativa es interrumpida por imágenes documentales de los bombardeos impartidos por las fuerzas aéreas de Franco, mismas que se utilizan como una elipsis temporal de veinte años y que sitúan a la ahora adulta protagonista en el D.F., rondando por el monumento a la Revolución y el Panteón Jardín, agobiada por la falta de claridad de aquellos días con la que tendrá que vivir por siempre.

El balcón vacío

En el balcón vacío (Jomi García Ascot, 1961)

Conocida como Pamplona, mon amour por el resto del Grupo Nuevo Cine, En el balcón vacío fue considerada por Jorge Ayala Blanco como «la primera película experimental mexicana» debido a su «subjetividad poética».[5] Si bien la realización difícilmente podría catalogarse como avant-garde –salvo por una insistencia desmedida en el uso de super zoom-ins en la primera mitad- el eje temático del tiempo y la memoria eran disonantes para los cánones de entonces. La película nunca se exhibió comercialmente, en parte por la mala calidad del audio, pero también porque los miembros del grupo se habían enemistado con gran parte de la industria cinematográfica.[6] Quince años después de Redes, el interés documentado por el formalismo del lenguaje cinematográfico se había transferido de las historias de campos hambrientos a la poesía de la urbanidad cosmopolita, y de los planos simbólicos reduccionistas al estilo Kuleshov[7], al sentimiento etéreo de Resnais, aun así, las grandes productoras y distribuidoras insistieron en seguir con su rumbo mariachero. Para 1964, año en que comienza el sexenio de Díaz Ordaz, el panorama cinematográfico se vio obligado a cambiar, y con ello, la Gran Identidad Fílmica del país comenzó a derrumbarse. La industria se encontraba en una crisis considerable: sólo trece años atrás se producía el doble de cintas que en aquel año y como era de esperarse, las crecientes poblaciones citadinas comenzaban a aburrirse con la oferta nacional. De manera insólita, la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana (STMSTPC), propuso como escape del mal momento el Primer Concurso de Cine Experimental, instancia que premiaría a la película ganadora con exhibiciones libres de pago al sindicato.[8] Rubén Gámez, un fotógrafo de publicidad, sería el ganador del concurso con La fórmula secreta (1964), la máxima cinta anti de todos los tiempos mexicanos. 
Repleta de surrealismo al estilo Buñuel, acompañada de un poema casi clerical de Juan Rulfo, música de Vivaldi y excéntricos movimientos de cámara logrados con invenciones del mismo director –entre muchos otros alucines– la cinta de Gámez se volvió un punto y aparte en el cine nacional. Exenta de un hilo narrativo típico, el director toma todos los símbolos nacionales sostenidos hasta el momento para analizar desde una óptica irónica y absurda la ontología del mexicano, dándole a La fórmula secreta el parecer de un experimento cut-up de William S. Burroughs hecho a partir de recortes libros de la SEP y anuncios de revistas gringas. La modernización rampante se vuelve fe mientras que los ángeles lloran inmóviles; la única salvación posible ante un mal anónimo es la Coca-Cola de consumo intravenoso; los campesinos siguen muriendo de hambre mientras que un “Gutierritos” –arquetipo del oficinista/burócrata agachón– persigue y pelea contra una tira de salchichas que va desde la luna hasta el Centro Histórico, donde más tarde aparecerá un charro enlazando a los pasantes sin razón.
 Inspirado más por cineastas hispanoparlantes como el cubano Santiago Álvarez que por la Nouvelle Vague, la crítica especializada recibió con brazos abiertos el film por su neobarroquismo latinoamericano[9], intentándola mandar al Festival de Venecia, misión incumplida debido al metraje de la cinta –ni corto ni largo. No obstante, la autoconsciencia de La fórmula secreta permanece como uno de los mayores estandartes del anti, y a partir de ella podemos comenzar a descifrarlo: tan genialmente satírico pero infecundo, permitiendo sólo la referencia directa, sin aparentemente proponer una narrativa alternativa propia.

El mismo año de 1964, Salvador Elizondo, novelista y antiguo miembro del Grupo Nuevo Cine, lanzó un cortometraje titulado Apocalipsis 1900, formado a partir de ilustraciones decimonónicas inmóviles y una conversación en francés de dos amantes. Los fotogramas muestran en pantalla las invenciones de un grupo de científicos obsesionados por la velocidad, el descubrimiento y el dolor que esto puede causar, o eso a menos es lo que sugiere la voz del hombre en la narración mientras su pareja afirma tímida y sumisamente. El trabajo de Elizondo puede leerse como una crítica a la obstinación del tercermundista con la modernidad y el deseo de ser algo más –el afrancesamiento en el caso específico del mexicano.

Al pensar tanto en En el balcón vacío, La fórmula secreta y Apocalipsis 1900, podemos percatarnos que su propuesta es la misma: la reobservación a partir del collage o de la memoria de las imágenes hegemónicas que permanecen, poniéndolas en duda y dotándolas de un nuevo significado. No obstante, este revisionismo no puede alejarse de sus aires de derrota pues convierte la mirada en el único adversario de las mitologías del poder, ya que al criticarlas reafirma su validez.

Con los años pasó lo que tenía que pasar y para 1968, año que habla por sí solo, las nuevas audiencias mexicanas rogaban por terminar con las propuestas nacionales y contagiarse de lleno con el más allá norteamericano.[10] Los hechos de la noche de Tlatelolco y la formación del Centro Universitarios de Estudios Cinematográficos dieron pie a una nueva ola de cineastas nacionales separada en dos flancos, ambos antis, que con el tiempo pasarían a tomar el incómodo lugar del fantasma del cine nacional. Por un lado estuvieron los que vivieron Tlatelolco siendo universitarios como Felipe Cazals y Jorge Fons, haciendo cine típicamente de denuncia[11]; por el otro, los que vivieron Tlatelolco siendo niños como Carlos Carrera y José Luis García Agraz, quienes ven en lo personal la identidad más importante e inclusive, retoman con cariño temas y escenarios del que alguna vez fuera el cine oficialista.[12] Surgieron también películas como Anticlímax (1969) del artista Gelsen Gas, que toma por toma no puede remitir a otra cosa más que a La fórmula secreta, y que de vez en cuando aportaron una buena puntada o canción. 
Dejando a un lado el éxito en las relecturas y el fracaso en la proposición, podemos darnos cuenta que el dilema de la identidad –no sólo la nacional– comienza y termina en uno de los mayores problemas teóricos que ha acompañado al cine desde sus inicios: la cuestión de la verdad. Los cineastas antis entendieron que en el caso de México el proyecto oficialista de crear una identidad radicaba en juntar elementos reales pero distantes en una ficción y así dar cohesión a una discontinua verdad, y en su esfuerzo por enfrentarlo dejaron tal vez el elemento más cercano a su legado: la costumbre de combinar cine documental y de ficción, imposibilitando así la formación de totalidades hegemónicas. Mientras que el elemento documental sirve en Redes y En el balcón vacío como recuento incómodo de lo inexplicable y por ende, talón de Aquiles de las narrativas hegemónicas, la ficción de Gámez, Elizondo y el propio Gas, hacen posible ver la realidad concreta a fondo –como explica Rossellini[13]–, ya sea del Monumento a la Revolución o de la desamparada Ruta de la Amistad.


[1] Dylan Brennan, «Sobre la fórmula secreta» en El Gallo de Oro y otros relatos, Editorial RM, México y Barcelona, 2017, pp. 147-151.
[2] Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Ediciones ERA, México, 1979, p. 17.
[3] Emilio García Riera, Historia del cine mexicano, Secretaría de Educación Pública, México, 1986, p. 96.
[4] Jorge Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano (1931-1967), Editorial Posada, México, 1985, 
pp. 316-317.
[5] Idem., p. 320.
[6]  Idem., pp. 320-322.
[7] Jacques Aumont, Las teorías de los cineastas, Paidós, Barcelona, 2016, p. 180.
[8] Idem., p. 327.
[9] Damián Ortega (editor), La fórmula secreta: Rubén Gámez, Alias, IMCINE, Filmoteca de la UNAM, México, 2014.
[10] Carlos Monsiváis, Amor perdido, Editorial ERA
, México, 1968,  pp. 238-240.
[11] Olga Rodríguez Cruz, El 68 en el cine mexicano, Universidad Iberoamericana, Puebla, 2000, pp.
 268-289.
[12] Idem., pp. 111-114
[13] Jacques Aumont, op. cit., pp. 176-177
.


Santiago Gómez Fernández estudia Comunicación en la Universidad Iberoamericana.