A 34 años de Blade Runner

A 34 años de Blade Runner

Por | 12 de julio de 2016

El estatus canónico de Blade Runner ha ocasionado cierto escepticismo sobre la secuela a cargo de Denis Villeneuve que empezará a filmarse este mes. Sin embargo, el motivo por el que el público parece proteger tanto a Blade Runner –además de que su indudable valor visual y narrativo– es también la razón por la que la película demanda una secuela: los conflictos que plantea son tan actuales como lo eran hace 34 años.

Blade Runner (Ridley Scott, 1982) propone una búsqueda del lugar donde reside la humanidad del individuo. Los androides en la película se distinguen, según asumen los demás personajes, por su incapacidad de sentir empatía hacia los humanos, los animales u otros androides, y por su valor en la sociedad, que se determina sólo por lo útiles que pueden ser a sus dueños. La relación de subordinación en la que los humanos se colocan por encima de los androides como sus creadores le resta importancia a la capacidad de los androides de tomar decisiones, a sus deseos de vivir, e incluso a la posibilidad que tienen de desarrollar sentimientos. A los ojos humanos, sus creaciones tienen únicamente el valor de la mercancía.

En la película de Scott (South Shields, Inglaterra, 1937), la obsesión por los objetos (los androides) es sintomática de un sistema que nos es familiar: el estatus se define con relaciones de poder en las que el consumidor/productor se sitúa por arriba de la mercancía. El fetichismo mercantil tal y como se representa en Blade Runner tiene su origen en la idolatría religiosa primitiva, en la que a ciertos objetos producidos por humanos, los ídolos, se les atribuye algún tipo de vida superior que les permite interrelacionarse con otros ídolos y con los humanos. Una vez establecida esa relación, es imposible separar al producto de su valor mercantil. El fetichismo mercantil se convierte en una manera en que los grupos con una situación de poder privilegiada (los dueños de androides, los blade runners, la Corporación Tyrell) adquieren dominio sobre sus posesiones. A pesar de que los androides tienen la habilidad de pensar y tomar decisiones, están subyugados ante los humanos simplemente porque ellos los crearon.

La percepción fetichista del androide en Blade Runner no tiene sólo un sentido mercantil, sino también uno sexual que enfatiza aún más las relaciones de poder y esclavitud de la que los androides son víctimas, y refiere también a la manera en que las relaciones sexuales se construyen en el mundo real de la audiencia. Consideremos, en primera instancia, que Rachel (Sean Young), la androide a la que el blade runner Rick Deckard (Harrison Ford) insiste en proteger inspira compasión en el hombre por su belleza física. En este punto podemos percibir un conflicto de identificación y autenticidad que también es un tema subyacente en toda la película: los humanos pueden identificarse físicamente con los androides (en especial de manera sexual), pero son incapaces de entenderlos por lo que representan: una vida tan valiosa como la humana. El deseo de certificar la autenticidad surge de la necesidad de reafirmar la identidad propia: el distanciarse de aquello que es creado o derivado coloca al sujeto, jerárquicamente, por encima del objeto, y tener poder sobre el otro parece ser una necesidad humana. En este sentido, la  existencia  del  androide  crea  en  el  humano  una  crisis  de representación que subordina la imagen ante el sujeto: los androides se perciben como una imagen (la imagen del hombre) y no como lo que representan (al hombre mismo). El conflicto está en que los hombres pueden reconocer la imagen de los androides pero no les otorgan derechos ni respetan sus decisiones o aspiraciones. Hacerlo generaría conflictos morales en su esclavización, y amenazaría la posición privilegiada de los humanos sobre ellos.

Los androides de Blade Runner se rebelan ante la esclavitud humana de distintas maneras: la primera es el escape –que sirve como justificación a la película–, y la segunda es mostrando la empatía de la que se les acusa carecer. Recordemos que en la película tanto Rachael como Roy Batty (Rutger Hauer) salvan a Deckard en una ocasión a pesar de que saben que él es el encargado de asesinarlos, subvirtiendo la relación de poder. Cuando Blade Runner invierte la relación fetichista entre sujeto/objeto genera dudas en el espectador. Si lo único que distingue a los humanos de los androides es la capacidad humana de empatizar, y el androide es más empático que el humano, ¿puede ser posible que el androide sea más humano que el humano a pesar de haber sido construido artificialmente? ¿O es acaso que lo humano reside en otro lado?

La despersonalización del hombre, que surge de la atribución constante de valor a las cosas por su utilidad, genera que las cosas se perciban como mercancía y no como producto de una gran conexión de fuerzas y esfuerzos humanos. Las transacciones nos hacen incapaces de ver la parte humana de las cosas, y así fallamos en ver lo humano en nosotros mismos. Ese obstáculo en la construcción de identidades individuales y colectivas es la causa tanto de la guerra como de la esclavitud. En medio de la violencia, intolerancia y despotismo que caracteriza tanto a nuestra época como a nuestro país, películas como Blade Runner pueden servirnos para replantear la manera en la que nos relacionamos con nosotros mismos y con el resto del mundo. La razón por la que tendemos a distanciarnos de los conflictos de los que somos testigos quizás se sustente en los mismos argumentos con los que los blade runners «retiran» androides: involucrarnos en la verdadera solución del problema subyacente pone en riesgo nuestro lugar privilegiado en una escala jerárquica en la que, por razones casi arbitrarias, estamos más arriba. Hoy, quizás más que nunca, necesitamos una secuela de Blade Runner que nos recuerde que si algo puede ser visto, pensado, recordado, si una cosa puede ser creada o destruida, es real, y debemos lidiar con ella como tal.


Sabina Finn estudia Letras Inglesas en la UNAM.