El primer hombre en la Luna

El primer hombre en la Luna

Por | 9 de noviembre de 2018

Yo creo que si la gente muere y luego resucita, va a poder apreciar la vida.
Puya, en La vida y nada más… (Zendegi va digar hich, 1992)

En El primer hombre en la Luna la Tierra vive los últimos años dorados de la clase media estadounidense, una etapa en la idiosincrasia popular que había impulsado a la nación más poderosa de Occidente a salir del mugrero del Holocausto y Pearl Harbor, al menos psicológicamente. El desarrollo económico que empezó en los años cincuenta venía con una serie de valores civiles que reforzaron instituciones como la familia nuclear (marido, mujer e hijos: una triada protegida –y valorada en una escala de clases– por una casita en los suburbios y por el confort maternal que solamente producen los electrodomésticos, esos siervos exentos del error humano, siempre fieles). La Tierra es una ilusión tramposa y una mentira.

La Tierra también es afín a una forma de entretenimiento que se llama melodrama. Sus historias de patriotas heroicos y abnegados, rebeldes contra las inclemencias del destino, suelen estar inflamadas por sentimentalismo. Se inventa héroes con cada periódico; después de todo, está acostumbrada al lenguaje radiofónico de los boletines de guerra y la propaganda. El carácter inspiracional de esa clase de narraciones se siente artificioso si se le compara con la manera cálida, granulosa, casi documental, con la que ahora se puede retratar la vida cotidiana en las películas; en esta película. Con todo y esos toques de actualidad formal, esta historia no deja de pertenecer al género dramático de los santos americanos.

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La Luna no es la Tierra. Está afuera y está lejos de ella, lejos del enfriamiento de los hippies y la institucionalización del sexo libre, de la Crisis de los Misiles y la carrera espacial, de los Beatles y Charles de Gaulle, de los cocteles en la Casa Blanca, de los teléfonos de disco, de las formalidades de hospitales y sepelios. En la Luna no hay marchas, conferencias de prensa ni conciertos de jazz: la Luna es muda.

La muerte es muda. No avisa. Acompaña silenciosamente al Proyecto Géminis y a su sucesor, el Proyecto Apolo –los programas de la NASA que superaron a la Unión Soviética por un pelo–, derribando sus ambiciones paso a paso. La muerte va dejando un rastro de viudas en Houston. Muerte y Luna. La primera siempre ha estado aquí, pero la segunda, sola, mirando desde el cielo como un espejo frío, estuvo por primera vez al alcance de los humanos en 1969.

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Neil Armstrong a través de Ryan Gosling es un hombre entre la Tierra y la Luna, de los que tienen un pie adentro y otro afuera de todas las cosas. No es un héroe. En su biografía, la muerte también tuvo un rol importante y se llevó a su hija enferma de cáncer, Karen. Desde entonces, Armstrong es un espejismo de lo que socialmente se espera de él: es un buen esposo que solamente le genera angustia a su cónyuge, un padre presente que en realidad no está. Bajo estrés, implota con el rostro impávido; en conflicto, no ataca, calla. Es de la gente que se niega ante el resto. Su estado de perdición discreta encuentra rumbo en Géminis y Apolo, empresas cuya naturaleza espléndida (o épica) contradicen al ingeniero sencillo. De pronto, el mismo tipo hermético que se había prohibido cualquier brote de candor en su propia casa, se permite el pronunciamiento casual de una de las frases más deslumbrantes de la Historia («Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad»), por improbable que eso pueda sonar de su parte.

A contracorriente de ocurrencias melodramáticas como ésa –que sí hay bastantes–, El primer hombre en la Luna (First Man, Damien Chazelle, 2018) perfila con cada uno de sus escenarios, domésticos o laborales (desde las reuniones nocturnas en el pórtico del vecino hasta la claustrofobia de las pruebas físicas y aerodinámicas del Proyecto Géminis), públicos o privados (para las preguntas de decenas de reporteros o las de un hijo confundido, respuestas cortas e insatisfactorias), a un obrero de temperamento melancólico, empecinado, antidramático e insignificante en los momentos de ocio, pero eficiente como pieza de una ingeniería geopolítica que ha rebasado toda expectativa del sistema voraz que la impulsa. Su función es clara y va encaminada a un destino en donde los valores de la clase media son inútiles: en el vacío espacial no hay vínculos de sangre. La trayectoria del astronauta hacia la nada es implacable.

Sin Karen, el hombre de familia había dejado de ser parte verdadera de la casita en los suburbios. Sabía que la Tierra lo añoraba, pero para él ya no significaba lo mismo. También sabía que, para sentir algo como si fuera nuevo, hay que abandonarlo primero. La última imagen de la película, cuando el vencedor está de regreso de esa abstracción total en el cielo, resume el cambio trágico de un viajero que ha vislumbrado el abismo sin caer en él, como diciendo: «Por fin he vuelto a tu lado, pero ya no puedo tocarte. Ahora, entre ustedes, no soy más el que era antes».


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay