Clímax

Clímax

Por | 26 de octubre de 2018

Sección: Crítica

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Gaspar Noé es un realizador obsesionado con las nomenclaturas: colores, intertítulos, canciones y temporalidades se constituyen, fragmentan y recomponen incesantemente como un organismo vivo que encuentra en su forma y respiración la posibilidad de renovar sus propios estatutos. Quien asume que su cine es despreocupado, visceral y encarnizado, puede caer en el error de suponer que hay en ello una vacua anarquía de imágenes y sonidos dispuestos con la única presunción de provocar. Es una verdad a medias, porque todo el vigor de su trabajo está clandestinamente cronometrado para, en el calor del ritmo y la repetición, encontrar los elementos que suturen un arduo pensamiento mediante una presencia inflamable. En Clímax (Climax, 2018), la fuente de la disposición fílmica se origina en la mezcla de un DJ. Cada segmento tiene una cadencia que se prolonga hasta cumplir su cometido y dar paso a otro umbral, como un descenso por los círculos del infierno, cada vez más extáticos y aterradores.

[Azul] Presentada como una película francesa “orgullosa de serlo”, Clímax alberga un juego entre el orgullo y la sátira de lo patriótico. Una bandera brillante y tricolor da pie a una de las primeras secuencias donde un grupo de bailarines se desenvuelve impecablemente a través de un espacio que será el del resto de la película: una especie de almacén o fábrica abandonada donde ensayan una coreografía, y después de terminada, celebran bebiendo una sangría a la que alguien secretamente agregó droga, lo que desencadena irremediablemente una violencia brutal entre los integrantes del colectivo. El racismo y la misoginia inscritos nos hacen pensar que esta pequeña comunidad multicultural (en el peor sentido: como “muestra” representativa de la diversidad) confinada, por su propio delirio, en el lugar –como los burgueses de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962)– es un modelo miniatura de la nación francesa, pero las dimensiones son muchas más: lo nacional, lo grupal, pero también lo individual, lo corporal y lo psíquico. La complejidad estriba en la fluidez para pasar de una a otra escala, sin miedo a postular que lo subjetivo puede ser mayor que lo social, o bien, que lo corporal puede trascender las fronteras de la piel y hacerse fuerza colectiva. Las combinaciones, direcciones y grados son incontables. Al final, sin embargo, y sin importar los niveles, un letrero sentencia el adagio de Noé (Buenos Aires, 1963): «Vivir es una imposibilidad colectiva».

[Blanco] La apertura del filme es una toma cenital de una mujer herida mientras se arrastra por la nieve blanca resplandeciente y cegadora (el color central de la bandera francesa manchado por el rojo de la sangre). Conjeturamos que es la revelación de cómo acabará todo, pero el sentido de comenzar por el final es otro: todo se origina y termina igual, todo viene y va al mismo lugar, o en todo caso, destrucción y creación son símiles, no existe una sin la otra. Nacimiento y muerte: «Vivir es una imposibilidad…». Hay ahí la marca de un tiempo indeleble e irreversible que hace avanzar las cosas, les da un acento, una regularidad, una variación con la que el cine puede jugar pero nunca escapar. Hay un puente entre la animalidad del ser humano, su alma y psique. ¿Qué sobrevive de ese tiempo que arremete con tanta fuerza?, ¿cómo es que todo, tan diverso como es el universo, pertenece a la misma demarcación? No hablamos sólo de lo humano, también de sus relaciones con los objetos y el entorno. Por ejemplo la televisión, ese artefacto tan intermitente en Clímax, que establece el pulso de algunas secuencias, y que es donde se muestran una serie de clips donde cada bailarín es entrevistado. La nieve, el blanco de la bandera francesa, “la luz al final del túnel” con que se habla de la muerte, el alumbramiento del nacimiento, y una televisión que ilumina una habitación oscura, son todos destellos cándidos que toman posiciones intercambiables en la película. La televisión está en los cuerpos como la psique en la nieve, las tipografías (que merecerían un texto aparte) se atraviesan en la imagen, los VHS de Dario Argento y Andrzej Żuławski que adornan un librero, auguran una correspondencia con la corporalidad de los bailarines en la diégesis del filme; los pasillos, las puertas y los compartimentos nos hablan de que en Clímax hay un valor de uso, donde todo interfiere con todo, lo distante está conectado y lo cercano alejado, las pieles son imágenes y los movimientos son tiempo; el artificio, lo instintivo, las drogas y la conciencia son en conjunto una misma cara de la moneda. Es la capacidad de doblar lo exterior hacia el interior, y en sentido contrario, abrir el interior. Toda esta indistinción y confusión sólo se sostiene por aquello que produce y los produce: el trance.

[Rojo] Desde Jean Rouch hasta Ben Russell, el trance ha ocupado un lugar preponderante en la investigación del pensamiento fílmico. Clímax logra, en ese sentido, florecer la experiencia de estar bajo el efecto de estupefacientes, pero más que eso, la experiencia de la resonancia corporal, la potencia del baile y el deseo. La propia cámara participa de un perpetuo e incesante movimiento lleno de música que parece emerger de los cuerpos. Cuerpos que pasan de un manejo técnico perfecto a convertirse en presa de la puesta en común de tal dominio. Herramientas conscientes y trabajadas que, en su desplazamiento hacia el deseo, derivan en el propio aniquilamiento y el de los demás. Del terror exterior, se pasa a la pesadilla interior que resplandece y desfigura lo humano, hace dudar a unos y otros de lo que son, yendo del placer de dejarse ir, al miedo de perderse. Clímax es una cinta que va de lo neuronal a lo corporal, de la liberación de conocerse al pánico de habitarse por completo y habitar a los demás, sin certeza de qué forma tomará esa comunidad. ¿Cuál es la posesión que propone Gaspar Noé?, ¿cuál es la catástrofe que vislumbra?, ¿es de un carácter filosófico, social, político, corporal, psicológico?, ¿qué determina qué? La deriva en la que caen todos los bailarines, la sangre, la angustia y el advenimiento de una atmósfera tensa e hirviente, la música que no se detiene, el caos y el automatismo de los cuerpos estimulando una violencia irrefrenable, hace que los propios personajes desconozcan las causas que los mueven. Nadie es capaz de otorgar un sentido a lo que está viviendo. El día y la noche se alargan hasta que todos están caídos, algunos muertos, otros heridos, y en medio de eso, la policía llega al lugar para contemplar una escena que puede ser una fiesta o un crimen; no se sabe. Lo único cierto es que la bandera francesa, con sus tres colores, con su triada diagramada y sus franjas alargadas, se mantiene intacta al fondo, como si esa tela que cae con elegancia, ese trozo de manta entintada, congregara en su inmovilidad más fuerza de la que aparenta.


Rafael Guilhem coedita la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento.

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