El rostro o El miedo al porvenir

El rostro o El miedo al porvenir

Por | 9 de octubre de 2018

Sección: Ensayo

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Feel so hypnotized, can’t describe the scene
It’s all mesmerized, all that inside me…
The Rolling Stones

 

I.

Inspirada en la vida y milagros de Franz Anton Mesmer (1734-1815), la literatura del siglo XIX engendró un nuevo subgénero, denominado por el crítico Arthur Quiller-Couch como hypnotic fiction, dentro del cual se identifican las letras eminentes de Richard Marsh, Bram Stoker, Henry James y el propio Edgar Allan Poe,[1] quien, por ejemplo, narra la suspendida agonía de un hipnotizado señor Valdemar por efecto de la influencia magnética.[2] «Mesmer […] afirmaba que un fluido único (y sutil) permeaba todo el universo, uniendo y conectando todos los cuerpos. Damos distintos nombres a este fluido según sus diferentes manifestaciones: gravedad para los planetas en sus órbitas; electricidad en una tronada; magnetismo en la navegación mediante brújula. El mismo fluido fluye a través de los organismos y puede llamársele magnetismo »[3] De esta manera, Mesmer reclamaba el descubrimiento de la ley cósmica fundamental que daba cuenta de la totalidad del Universo, emulando lo que, efectivamente, había logrado Newton con su Ley de la Gravitación Universal,[4] cuyo modelo empírico, estandarte de la física moderna, se erigía como la referencia que dotaba de validez a la propuesta mesmeriana.

Así, tal como la gravedad de la Luna influye en las mareas, el magnetismo animal influiría, por ejemplo, en el cuerpo de un enfermo, recalibrando el fluido que, internamente, se encuentra bloqueado. «Mesmer se sentaba directamente frente a éste, estableciendo el contacto y el flujo adecuados al mantener las rodillas del doliente entre las suyas, tocar sus dedos y mirarle directamente a la cara.»[5] Llegó a utilizar, igualmente, imanes colocados o desplazados sobre el cuerpo, cuerdas sostenidas por un grupo de pacientes y, por supuesto, su popular baquet, una cubeta con «agua magnetizada», acomodada frecuentemente en el centro de la habitación. Técnicas que, eventualmente, provocaban la «crisis», durante la cual los pacientes empezaban a «temblar, brazos y piernas se movían de manera violenta e involuntaria, los dientes castañeaban audiblemente […] hacían muecas, gruñían, parloteaban, gritaban, se desmayaban y caían inconscientes».[6] Hasta que, tras varias repeticiones, se lograba la curación.

Es aquí de donde Albert Emanuel Vogler (Max von Sydow) presume haber aprendido sus habilidades. Así lo acusa el comisario de policía (Toivo Pawlo), acompañado del cónsul (Erland Josephson) y del consejero médico (Gunnar Björnstrand), al inculparlo de «utilizar magnetos que inducen la salud, de estimular los nervios, realizar animación mental, utilizar espejos y proyecciones, de causar temblores y desmayos», a la vez, como un eminente discípulo de Mesmer y como un falso hechicero doméstico. Así, en El rosto (Ansiktet, 1958), Ingmar Bergman realiza su propia hypnotic fiction, pero, desinteresándose por los misterios del magnetismo, se concentra en su recepción dentro de una sociedad ilustrada que no sólo ve en la superstición al enemigo de la razón sino, igualmente, en todo lo inexplicable: a la vez, se defiende del insolente engaño de quien sólo pretende lucrar y de la amenaza latente de todos los enigmas que ni la ciencia puede descifrar.

Expone un acto lleno de imposturas, que vende medicinas para cólicos y ampollas como si fueran el fluido verdadero, una poción de Afrodita para el amor. Pero que, también, hipnotiza con éxito al cochero Antonsson (Oscar Ljung), haciéndole creer, públicamente, que estaba sujeto por cadenas invisibles. Representación fiel del mesmerismo: desacreditado por los nombres eminentes de la Ilustración, como Benjamin Franklin y Antoine Lavoisier,[7] y, sin embargo, influyendo en la venidera psicoterapia e, inclusive, en la creación misma de la resonancia magnética.[8]

Paralelamente, expone a una sociedad civilizada que es consciente de las ficciones maquilladas en el supuesto magnetismo, pero que, asimismo, manifiesta una sedienta necesidad de creer, un anhelo de salvación ante la incógnita del porvenir.

Y, también, expone a las autoridades, políticas y científicas, que defienden al conocimiento de su propia degeneración, salvándolo de «monstruos producto de su imaginación»[9], pero temiendo que lo absurdo se revele real, que las creencias obsoletas comprometan el progreso científico del saber y, sobre todo, el ejercicio del poder que, algunos, se complacen en detentar.[10]

 

II.

Tales contrastes ideológicos tienen su equivalente en los contrastes estilísticos confeccionados por Bergman (Upsala, 1918-Fårö, 2007). De principio, se establece un tono cómico que se mantiene, aproximadamente, hasta el último tercio del filme, invirtiendo, entonces, su curso para envolverse en un ambiente misterioso e, incluso, terrorífico. Emulando, así, la estética del llamado expresionismo alemán, reflejada en su acentuado blanco y negro, así como en la escenificación, casi onírica, de una amenaza siniestra y sobrenatural, metáfora de una interioridad fragmentada.

Cuando el médico daba por muerto a Vogler e intenta realizarle la autopsia, el otrora discípulo de Mesmer se manifiesta como una versión fantasmagórica que lo acecha desde la oscuridad, como si, en ello, se exteriorizara el temor que, ante el prodigio de lo indescifrable, sufre la razón por sucumbir ante los monstruos que desafían sus certezas.

Vogler, desprovisto de maquillaje, descubre en su rostro desnudo el disfraz de una amenaza sobrenatural: para la ciencia, de hecho, la amenaza es lo sobrenatural. No porque en sí mismo sea nefasto (aunque, en efecto, la modernidad procurará superarlo), sino por la posibilidad latente de usarlo, ideológicamente, a su favor. Así, la película expresionista por excelencia, El gabinete del Doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), era, ya, una terrorífica reacción de la posguerra, donde lo monstruoso no es más que una alegoría de las atrocidades humanas que, sin embargo, se ocultan entre las sombras y se disfrazan de normalidad: «El personaje de Caligari […] representa la autoridad ilimitada que deifica el poder por el poder mismo y que para satisfacer su ansia de dominación viola cruelmente los valores y los derechos humanos.»[11]

Ahora, el Vogler descubierto encarna un nuevo sentimiento de posguerra que volvió a creer en seductoras pantomimas presumiblemente desaparecidas, mitos manufacturados que, en su insinceridad, acechan la mente colectiva de quienes se han decepcionado de su realidad. «Los mitos políticos hicieron lo mismo que la serpiente que trata de paralizar a sus víctimas antes de atacarlas. Los hombres fueron cayendo […] sin ofrecer ninguna resistencia seria.»[12] Mitos nacidos de una voluntad de dominación y no de una sensibilidad por lo sagrado. Mitos que hicieron creer que la libertad no era más que un peso digno de aniquilar: de ahí que, en su defensa, personajes como Adolf Eichmann, vinculado con la «solución final», alegaran el seguir «“órdenes superiores» como circunstancia atenuante»[13] de sus crímenes. Las decisiones propias son nulas, hay que asimilar el destino: «aceptar las condiciones históricas de nuestra existencia, podemos tratar de comprenderlas e interpretarlas, pero no podemos cambiarlas».[14] Somos arrojados a un mundo que nos determina más que cualquier decisión: «la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán»».[15] Nuevas cadenas imaginarias con las que se hipnotiza a una sociedad, decidida a aceptarlo. Que ve en el Mago a un ser sobrenatural cubierto por las sombras.

Al final, justo después de la confesión de Vogler, le revelan que su acto ha llamado la atención del Rey y que está interesado en una función privada. Como si Bergman nos recordara que a los fantasmas no sólo se les creyó allá. Hasta una Suecia neutral permitió el paso de tropas alemanas hacia Noruega y recibió, como pago, oro saqueado por los nazis. Así, por más madura que se crea una sociedad, siempre parece dispuesta a recibir a esos hechiceros domésticos que, aunque tengan un siglo de desprestigio, seducen, de nuevo, con las promesas de salvarnos del porvenir.


[1] Tal como lo ha presentado Juan Carlos Bonet Safón en su investigación titulada «De charlatanes, monstruos y héroes: El magnetismo animal en Profesor Fargo (1874) de Henry James, The Beetle (1897) de Richard Marsh y Drácula (1897) de Bram Stoker”, presentada en el XXXI Simposio de la Sociedad Española de Historia de la Psicología (SEHP), Universidad de Murcia, mayo de 2018.
[2] Cf. Edgar Allan Poe, “Los hechos en el caso del señor Valdemar”, en Narraciones extraordinarias, Valdemar, Madrid, 2004, pp. 69-81.
[3] Stephen Jay Gould, «Brontosaurus» y la nalga del ministro, Crítica, Barcelona, 2005, p. 212.
[4] Cf. Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p. 61.
[5] Stephen Jay Gould, op. cit., p. 212.
[6] Ibid.,pp. 212, 213.
[7] Cf. Ibid. pp. 216.
[8] Cf. Alfonso Aguilar, “Del mesmerismo a la resonancia magnética”, Revista de la Universidad de México, nueva época, núm. 22, UNAM, México, diciembre de 2005, pp. 87, 88.
[9] Mónica Ruiz Esquivel, “Entre el mundo de la razón y el reino de los espíritus: Una mirada a la Ilustración a través de Kant y Goya”, en El pathos en la filosofía kantiana, Universidad Iberoamericana, México, 2015, p. 39.
[10] «temían […] la posibilidad de que las sesiones en masa […] pudieran desbaratar las fronteras entre las clases sociales», véase Stephen Jay Gould, op. cit., p. 215.
[11] Siegfried Kracauer, citado por Leonardo D’Espósito, Todo lo que necesitas saber sobre cine, Paidós, México, 2015, p. 144.
[12] Ernst Cassirer, El mito del Estado, 2ª edición, FCE, México, 2004, p. 339.
[13] Hannah Arendt, Eichmann y el Holocausto, Taurus, México, 2015, p. 145.
[14] Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 347.
[15] Arendt, op. cit., p. 31.


Guillermo Lara Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de crisisReflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte clases en la Universidad La Salle.